LAS MENTIRAS DE GAZA – PARTE 2

La manipulación del lenguaje

La palabra genocidio no es una metáfora ni un insulto político: es un término jurídico preciso, definido en la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (ONU, 1948). Allí se establece que genocidio es la comisión de actos «con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal». La clave no está en los daños sufridos, sino en la intención de exterminio.

Si se aplica con rigor esa definición, el encaje de lo sucedido en Gaza bajo el término “genocidio” resulta insostenible. Israel no persigue la eliminación del pueblo palestino ni de los gazatíes como grupo étnico o religioso. Su objetivo declarado —y sus operaciones lo confirman— es desmantelar la infraestructura militar y política de Hamás, organización que ha cometido crímenes de guerra y que proclama abiertamente su deseo de destruir al Estado de Israel. Que esa acción militar cause víctimas civiles, aun siendo trágico, no convierte el conflicto en genocidio. De lo contrario, casi todas las guerras modernas serían calificables como tal, desde las de la OTAN en Yugoslavia hasta las operaciones francesas en Mali. Y no digamos la invasión rusa de Ucrania, con más de 40.000 bajas civiles desde 2022, 3,7 millones de personas desplazadas internamente y 6,9 millones refugiados.

Y si hablamos de genocidios silenciados, baste recordar las matanzas sistemáticas de cristianos en África a manos de grupos yihadistas como Boko Haram o Al Shabaab: aldeas enteras arrasadas, miles de muertos, persecuciones religiosas que cumplen todos los requisitos para ser tipificadas como genocidio. Sólo en Nigeria, por ejemplo, más de 30.000 los cristianos han sido asesinados por la violencia islamista. Sin embargo, de esas tragedias los activistas pro Palestina nada tienen que decir. El genocidio solo existe cuando conviene atacar a Israel.

Lo que vemos aquí es un fenómeno distinto: la banalización del término genocidio y su empleo como arma política y propagandística. Se recurre a la acusación no para describir con precisión jurídica lo que ocurre, sino para estigmatizar a Israel, deslegitimar cualquier acción de defensa y presentar al agresor, a quien declaro la guerra, como víctima absoluta. En este terreno semántico, las imágenes de destrucción y sufrimiento civil propias de la guerra se convierten en “prueba” de una intención que nunca ha sido demostrada.

Es cierto que el número de víctimas en Gaza es elevado, y que cada vida perdida importa. Pero el conteo de bajas, por sí solo, no acredita genocidio. De hecho, ni la Corte Internacional de Justicia ni organismos internacionales especializados, excepto una tendenciosa comisión de la ONU, han podido establecer hasta ahora que Israel albergue la intención genocida requerida por la Convención de 1948. Lo que sí han subrayado repetidamente es la obligación de todas las partes —Israel incluido— de respetar los principios del Derecho Internacional Humanitario.

La paradoja es que, al acusar sin pruebas de genocidio, se banaliza la memoria de los auténticos genocidios del siglo XX: el Holocausto, Ruanda, Armenia, Camboya. Equiparar esos crímenes de exterminio planificado con una guerra urbana en la que un ejército combate a una milicia terrorista que se esconde entre civiles es una ofensa a la verdad histórica.

El uso político del término no es inocente. Sirve para moldear la opinión pública, especialmente en Europa, donde la sensibilidad hacia Israel ya estaba erosionada. Reproduce además una lógica propagandística que Hamás conoce perfectamente: provocar la respuesta militar, exhibir los daños, y dejar que la acusación de genocidio haga el resto. Así, el lenguaje se convierte en un arma más del conflicto, quizá la más poderosa en un mundo saturado de imágenes y titulares.

En este contexto, la pregunta que deberíamos hacernos no es si Gaza sufre un genocidio —no lo es—, sino cómo es posible que buena parte de la comunidad internacional haya aceptado, casi sin resistencia crítica, el marco narrativo diseñado por una organización terrorista. Esa aceptación es, en sí misma, una derrota cultural y política para Occidente, que parece haber olvidado que la primera víctima de la manipulación del lenguaje es siempre la verdad.

Israel frente a la decadente Europa 

Para la gran mayoría de israelíes, lo que está en juego en Gaza no es una operación militar más, sino algo existencial: la supervivencia de su comunidad política, de su identidad nacional y de los valores que sostienen su sociedad. Israel, con todas sus imperfecciones, es la única democracia funcional en Oriente Medio, un país que garantiza derechos políticos, diversidad religiosa y un Estado de derecho en una región donde lo común son dictaduras militares, teocracias o regímenes autoritarios.

Sin embargo, desde Europa se suele mirar esta realidad con una incomprensión que para los israelíes resulta pasmosa. Mientras en Tel Aviv se percibe la lucha contra Hamás como una batalla por la supervivencia misma de la nación, en Bruselas o en Berlín se tiende a reducirlo todo a categorías abstractas: «proporcionalidad», «dos Estados», «proceso de paz». Como si se tratara de un problema técnico de fronteras y no de una cuestión de vida o muerte.

¿Por qué esa distancia? Muchos israelíes creen que Europa ya no puede entender su situación porque ha perdido el sentido de sí misma. Tras décadas de prosperidad y paz bajo el paraguas de Estados Unidos, Europa ha visto diluirse sus valores y su cohesión cultural. Al mismo tiempo, ha experimentado fuertes corrientes migratorias que han traído consigo la presencia creciente de comunidades musulmanas donde, en algunos casos, el islamismo político gana terreno. Ese fenómeno ha generado tensiones identitarias y sociales en numerosos países europeos, que se reflejan en debates sobre libertad de expresión, seguridad y hasta sobre la vigencia del propio modelo democrático.

Desde Israel se observa con inquietud que, cuanto más frágil se vuelve la identidad cultural europea, más inseguros y vacilantes se muestran sus gobiernos. Y esa debilidad se traduce en política exterior en algo muy concreto: una tendencia a cuestionar la legitimidad de Israel para defenderse. Europa, atrapada en sus contradicciones, proyecta sobre Israel su propia debilidad y sus miedos internos. Así, el mismo continente que no supo frenar la guerra de los Balcanes en los años noventa, ni responder con firmeza a las agresiones rusas en Ucrania hasta que fue demasiado tarde, se permite ahora dar lecciones a Israel sobre cómo debería garantizar su supervivencia.

Para los israelíes, la paradoja es cruel: el continente que dio al mundo el Holocausto, y que después juró “Nunca más”, es hoy el que más fácilmente duda de su derecho a existir en paz y a defenderse de quienes proclaman abiertamente su voluntad de destruirlo.

Siento disgustar a los más devotos. Pero no. No hay genocidio en Gaza. Lo que sí hay es una guerra dura, cruel y trágica, iniciada por quienes han hecho de la población civil su escudo y su principal arma. Confundir esa realidad con un genocidio no solo es un insulto a la verdad; también es, en última instancia, un acto de complicidad con los verdaderos verdugos.

Abel Enrique Sinning Castañeda

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