Nos deleita Lope de Vega con una sabia poesía en la que, una vez encontrada la solución para un problema, el ponerle un cascabel al gato para hacer notar su presencia por parte de los ratones, la veteranía de un sobreviviente del felino les hizo notar lo que entrañaba semejante solución: ¿Quién le pone el cascabel al gato?
¡Cómo es de aplicable esta conocida rima en momentos como los actuales respecto del cambio climático! Parece que las reuniones que se hacen cuentan con todos, menos con el cascabel y mucho menos con el gato, puesto que ni China ni Estados Unidos van por el camino efectivo ni tampoco por el compromiso real de la reducción de gases de efecto invernadero -GEI-. Entre ambos, contribuyen a cerca del 50% de las emisiones, y, sumados con India, otro renuente actor, y Rusia, un inconsciente no solo ambiental sino político, llegan casi a las dos terceras partes de la cuota.
Las 27 conferencias sobre cambio climático celebradas van registrando la difícil y monumental apuesta por lograr acciones efectivas en un entorno de cooperación internacional, cuando los pretendidos de Europa siguen estando referidos a lograr de los demás lo que ellos mismos no han podido alcanzar, máxime hoy, con la sobreviniente realidad política que enfrentan para el abastecimiento de energéticos menos contaminantes de los tradicionales y despreciados petróleo y carbón.
En efecto, los avances son bastante malos tanto desde el punto de generación de dióxido de carbono como de metano -cuyo impacto ha recobrado nueva vigencia y preocupación en las discusiones-, y les recuerdan al viejo continente que la política hace que la economía se supedite a los designios nada providenciales de ciertos líderes mundiales. Confirma esta proposición el hecho de que apenas 24 países de los 194 que conforman el total de los vinculados presentaron ajustes a sus emisiones y propósitos de enmienda.
Así que no nos vayamos a sorprender con los resultados de la COP27, con sede en Egipto. Las pirámides serán testigos de la evasión de responsabilidades mundiales, olímpicas. Y los trompos puestos en las uñas de los impulsores del control de emisiones siguen girando alrededor de unas premisas obvias pero muy complejas de cambiar en su rumbo. El tablero continúa siendo pateado por muchos, y la recomposición de los principales emisores será una interesante estadística que por ahora permanece oculta.
En tan solo un año, de Glasgow a Sharm el-Sheij, vemos el panorama de alteración de compromisos: Establecer nuevos objetivos nacionales de reducción de emisiones -vapuleados por la política rusa-, duplicar la financiación de la adaptación -ni siquiera cumplen con los US$ 100 mil millones anuales-, frenar las emisiones de metano -apenas buscando acuerdos entre USA y China-, detener la pérdida de bosques -ojalá la Amazonia logre convencerlos de aportar en este hemisferio en una causa legítima y confiable en manejo de recursos-, acelerar la eliminación gradual del carbón trastocada por la urgencia en estabilidad de suministros por la invasión a Ucrania- y poner fin al financiamiento internacional para combustibles fósiles -en lo que China no está de acuerdo-, hace parecer ridícula la reunión de Escocia.
Y aquí vemos la necesidad de reconocer los nadies en la partida de ajedrez ambiental que se juega. Coleros en el impacto, los países en desarrollo se caracterizan por ser poco emisores, pero grandes perjudicados por el cambio climático. Alguien, desde la insignificancia, grita con desesperación que nada de lo hecho ha servido, que somos un mundo inconsciente, lleno de payasos con buenas intenciones. La circunstancia de que sea cierto no implica que lo hayan escuchado. Ni mucho menos que sea original, nuevo. Vociferar órdenes desde el anonimato tercermundista es apenas un signo de que el super-ratón quiere salir de las tiras cómicas al mundo de las fuerzas reales, sin cascabeles ni gatos.
Nelson R. Amaya