ODIAMOS EL DESARROLLO, EN PARTICULAR EL AGRÍCOLA

Repasando el reciente estudio de Fedesarrollo “Propuesta para el desarrollo de la Orinoquía colombiana” publicado en febrero de 2025, después de escuchar la entrevista del banquero y filántropo Gabriel Jaramillo Sanín (uno de los consultores en el estudio) y habiendo repasado bibliografía diversa sobre políticas públicas para el desarrollo y la planeación en el país, se llena la boca de un sin sabor sin límites.

Los entusiastas de hoy del concepto de generar una ampliación de la frontera agrícola del país en la Orinoquía mediante la implantación de una agricultura industrial a gran escala y con tecnología de punta, muchos motivados por los éxitos de la perseverancia de algunos pocos que han, contra viento y marea, avanzado como la Fazenda, Bioenergy o los menonitas; otros convencidos por estudios comparativos con el Mato Grosso du Sul y las ventajas comparativas que podrían tener nuestros llanos orientales conectados al mundo por el océano Pacífico y el Orinoco y con el interior del país por escasos quinientos kilómetros de autopista que sigue por hacerse desque yo era niño; y otros, finalmente, impulsados por la certeza de que tener en producción menos de 950.000 hectáreas en la altillanura (de un potencial aproximado de 13,5 millones de hectáreas en la región y un total de 25 millones de hectáreas en toda la Orinoquía) es casi un pecado y una vergüenza nacional, se parecen tanto a los entusiastas de hace 10, 20, 30 o 40 años, que da algo de grima escucharlos.

Durante toda su carrera política Álvaro Gómez Hurtado, heredero de la obsesión por el progreso de su padre, planteó y propuso como gran y prioritario objetivo nacional el desarrollo. En su campaña de 1974 acuño el concepto del desarrollismo como eje de la acción estatal, no para mantener la política de sustitución de importaciones que como decía convirtió al Estado en el legítimo dispensador de monopolios y de exclusivismos rol adoptado sin oposición significativa a la “entrega progresiva de facultades que se hizo a favor del Estado… porque tenía origen casi simultáneamente en el sector empresarial y en las fuerzas sindicales” sino para promover una “planeación democrática expansionista” diferente al “intervencionismo de Estado regulador…con pretensiones a la justicia distributiva… en busca de una nivelación igualitaria…que preservara la dignidad humana” solo como postulado de “buenas intenciones”, que él y todos compartimos, pero que a la postre, decía Álvaro, se reduce a un intervencionismo del Estado “que suele ser sorpresivo, caprichoso, ex – post facto, discriminatorio y a veces epiléptico” y que dejó al país, en los setentas y ochentas, con estado con una “tendencia burocratizante” y con “muchas y diversas funciones que le habían confiado, que determinaron que los gastos del Estado crecieran desorbitadamente”[1].

En su campaña presidencial de 1986 se atrevió a proponer como lema el famoso “Nuestra revolución ¡es el desarrollo!”.

En esta propuesta de volcar el país hacia el desarrollo, Álvaro consideraba que debían concentrarse todos los esfuerzos nacionales para superar el subdesarrollo en un esfuerzo total de ordenación, como si se tratara de una guerra”.

Activísimo como senador en 1958-1962, luchó de manera incesante para la creación de los entonces denominados Consejo Nacional de Política Económica y Planeación, así como el Departamento Administrativo de Planeación y Servicios Técnicos. Frustrado por las limitaciones de estas instituciones a funciones de estudio y recomendación de la política económica criticó muchas veces una planeación que no fuera más que “una oficina para registrar pasivamente las tendencias de la economía y para recetar remedios” y propuso insistentemente al país una planeación que sirviera “para fijar los objetivos de ese despegue acelerado hacia el desarrollo y fijar las técnicas aconsejables para conseguirlos”.

Con la obsesión por el fortalecimiento de la Planeación Democrática, como senador en 1966-1970, aprobó la transformación de las anteriores estructuras en el Consejo Nacional de Política Económica y Social –CONPES– y en el Departamento Nacional de Planeación –DNP– y criticó siempre la falta o indebida conformación amplia del Consejo y el hecho de que se le relegara a una instancia burocrática y no se transformara en un centro de consenso para la materialización del desarrollo. Insistía en que el plan adoptado se convierta en un patrimonio público, es decir, que no se adopte sino mediante el consenso mayoritario, que no se modifique abruptamente y que se analice, actualice y divulgue con tal esmero y tanta publicidad, que su ejecución signifique una diaria prueba de opinión”.

Álvaro, comprometido política y técnicamente como copresidente de la Constituyente con la introducción de la planeación como derrotero constitucional esencial, fue activo en la consagración de los artículos 339 a 344 de la Carta y en sus pocos años siguientes luchó por tratar de lograr que el Consejo Nacional de Planeación fuese de verdad el foro para la discusión del Plan Nacional de Desarrollo.

Pero Álvaro, y muchos pensadores y actores políticos más, fracasaron, y en la medida de dicho fracaso, el desarrollo soñado no llegó. Las mejoras indudables en la calidad de vida de los colombianos en los últimos son un pobre resultado frente al potencial que sigue teniendo nuestro país en el frente agropecuario, energético, minero, logístico, turístico, industrial y de servicios.

Pero ese enorme potencial no se ha materializado porque la dirigencia política del país, los empresarios y gran parte de la población prefieren el populismo barato que promueve lo que Álvaro llamaba “intervencionismo inarticulado” que en el caso de los grandes empresarios garantiza la “subsistencia que depende de la benevolencia estatal” y en el caso de los emprendedores medianos y pequeños propicia la economía especulativa e informal y nos aleja de los grandes escenarios de crecimiento que en la actualidad como en el pasado parecen dejarnos por fuera.

Necesitamos lograr la “movilización contra el subdesarrollo” que reclamaba Álvaro, una que desprecie las soluciones fáciles y sea consciente de que la dinámica efímera y politiquera del Plan Nacional de Desarrollo de cada cuatrienio es inútil y perversa y no solo no lleva a las grandes conquistas como la de ser una potencia energética, agropecuaria, minera, industrial o turística que capitalice el “near shoring”. 

Una movilización contra el subdesarrollo que rechace el uso del Estado “como un garrote, para realizar, mediante golpes sorpresivos una acción correctiva de la economía, con sabor punitivo; y que destroza, desanima, asusta, a un mismo tiempo que tolera inicuos privilegios…” y ese “intervencionismo inarticulado” que crea “un clima de inseguridad, al interferirse, con buenas o malas razones, los planes de la iniciativa privada sin señalar campos de acción fomentados por el estado” y bajo el cual “la inversión se ahuyenta, se esterilizan los recursos de capital y se propicia una actividad industrial típicamente especulativa que pretende obtener el máximo provecho de una situación que, por ser transitoria, se considera excepcional.”

Mientras no queramos el desarrollo, no lo tendremos.

Enrique Gómez Martínez

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[1] Álvaro Gómez Hurtado, Ideario, Cámara de Representantes, 1985, Conferencia: Nuevo Modelo de Desarrollo para América Latina, Santo Domingo, 1985

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