La Uribe, Caracas, Tlaxcala, el Palacio de Viana, Caguán y, claro, La Habana han sido procesos de paz o negociaciones que han implicado profundas decepciones para el pueblo colombiano.
La guerrilla mantiene la instrumentalización de los acercamientos de sucesivos gobiernos como una herramienta más de la guerra y una forma eficaz de combinación de formas de lucha.
Cumplimos 40 años de una retórica dialogante basada en la premisa errada de que negociar la ley con terroristas y criminales de toda laya traerá paz y terminará la violencia.
40 años en los cuales hemos renunciado a todo con el fin de incorporar a las guerrillas narcotraficantes a la sociedad y en los cuales fracasamos en la creación de un verdadero consenso de rechazo a la violencia como herramienta política y de rechazo al homicidio como una vergonzosa pero eficaz forma de interacción social.
En 2022, de nuevo, cruzamos el norte de los 13.000 homicidios. De ellos más de la mitad fueron agravados por concierto, en términos legos, fueron homicidios sicariales, por encargo.
En 40 años nos hemos centrado en diálogos mentirosos invirtiendo una enorme energía en creerle a organizaciones que, insisto, nunca han tenido una verdadera intención de integrarse a la sociedad por cuanto su naturaleza intrínseca y su desiderata se los impide.
Los gobernantes sucesivos se han comprometido en esta ruta para sacarle el cuerpo a la verdadera solución a la violencia: La reforma integral de nuestro sistema de justicia y la creación de estructuras estatales de fuerza pública, justicia, investigación criminal y carcelarias que junto con el compromiso institucional de hacer presencia estatal en los servicios y bienes públicos esenciales permita recuperar la confianza ciudadana, cambiar la perspectiva de impunidad con la que operan los criminales, impedir los abusos contra los ciudadanos por parte de factores violentos o estatales, frenar las economías ilegales del narcotráfico y de la depredación ambiental e integrar los extensos territorios del país al desarrollo económico.
La realidad es que la clase política gobernante ha rehuido el reto de derrotar la impunidad en un entorno en el cual el narcotráfico, el oro y otros minerales ilegales, la tala o la apropiación de tierras nutren de recursos continuos a los violentos. El sucedáneo es la cultura negociante la cual no solo peca de ingenuidad, sino que sirve de continuo aliciente a la violencia.
En un país plagado de crimen organizado (incluyendo a las guerrillas en esta categoría) la certeza de que todo nuevo gobierno caerá en la tentación mediocre del diálogo y la subsecuente pérdida de continuidad en las políticas de seguridad pública, son garantía de que siempre habrá un espacio de relajación de la acción estatal y de respiro para los criminales.
Mientras tanto se nos va la vida gastando ingentes cantidades de recursos públicos en políticas sociales que no promueven el desarrollo, en mala educación y en todo tipo de burocracia, mientras que nuestra justicia es la hija boba del presupuesto, la institucionalidad judicial es dispersa, autista y sorda a la los llamados de reforma y esta manchada por la corrupción por parte del delito y la corrupción por parte del sistema político que la somete o negocia con tráficos burocráticos.
En este deplorable contexto histórico, en el cual lo único certero es la continuidad de la violencia, el homicidio y todas las formas de crimen, vemos una creciente incapacidad y falta de voluntad institucional de controlar la criminalidad en zonas urbanas que aseguran la productividad nacional y cobijan a la mayoría de la población. La inseguridad pavorosa dejó de ser un azote de las poblaciones rurales y ahora subyuga a todos los ciudadanos. Es la única desigualdad que realmente hemos superado.
Ahora con Petro resurge el delirio negociante con dos cabezas aterradoras. Por una parte, bajo la Paz Total se revive el circo de manipulaciones del ELN y se reencauchan a las Farc (si hay Farc después de La Habana) y, por otra, con el proyecto de ley de sometimiento (después del fracaso del gobierno al tratar de extender la ley 2272 a la delincuencia común) se abren de manera irresponsable espacios de negociación con la peor y más cruel criminalidad organizada del país en todas las modalidades. Los exégetas de la paz me dirán que sometimiento no es igual a negociación. Pero las evidencias de los pactos de la Picota y la soberbia criminal de los carteles mafiosos colombianos no permiten afirmar con credibilidad que haya algún capo u organización que atemorizado se someta a este gobierno.
Ningún guerrillero, mafioso o delincuente en Colombia le teme a Petro o a la justicia. Y no solo por la suspensión de la erradicación de la coca y la marihuana en todas sus formas. Es porque perciben la ausencia de determinación del gobierno para ejercer la función de imperio para perseguirlos. Conocen además el propósito, pactado ya con el ELN, de destruir la capacidad operativa de nuestra fuerza pública con las herramientas más eficaces: la ambigüedad, la desmoralización y el riesgo laboral y jurídico.
Y esta ruta de la negociadera trae un alivio urgente para el mundo criminal colombiano en general y en particular para las guerrillas. Derivando una parte grande de sus ingresos de la vigilancia de los cultivos ilícitos, las guerrillas, ignaras de economía, se están ahorcando. En efecto, la expansión desaforada de los cultivos ha generado un exceso en la oferta de cocaína y la previsible y abrupta caída de su precio. La economía cocalera en todo el país está pariendo y sumiéndose en nuevas olas de violencia para asegurarse comprador o eliminar oferentes.
Solidario con esta crisis, Petro ha decidido frenar la acción de la fuerza pública para que las guerrillas puedan retornar a sus negocios tradicionales de la extorsión, el abigeato, el boleteo y el atraco para complementar sus ingresos a costa de los ciudadanos productivos del país y con ello mantener sus ejércitos disponibles para el incierto futuro del régimen.
Enrique Gómez Martínez