Don Abraham Romero fue un personaje inolvidable al cual yo me atrevería a catalogar como un símbolo sobreviviente de Macondo en la segunda mitad del siglo XX. Muy joven dejo su natal San Juan del Cesar y llego a la capital del país en busca de mejores horizontes. Se educó en el señorial ambiente bogotano donde obtuvo la etiqueta de “Farmaceuta Profesional”. A su regreso para la Provincia, ya investido de ese conocimiento que tanta ayuda humanitaria le representa a un pueblo, por un azar del destino hizo escala en el poblado de Caracolicito, donde echo raíces muy fuertes. Se convirtió en símbolo del pueblo por su profesión de farmaceuta y su capacidad de trabajo. Desempeño el oficio de agricultor con singular brillo competitivo, pues trabajo la tierra desde el mismo terrón de la gleba hasta la más encumbrada posición como dirigente gremial.
Era un hombre orgulloso de su estirpe provinciana y con la autenticidad que siempre lo caracterizó, logró hacer de la metáfora superlativa el sello más característico de su personalidad. Abraham era dueño de una entonación muy singular, que, si pudiera describirse solamente con la palabra escrita, podríamos decir que era una expresión diáfana y altisonante, producto de esa mezcla de suficiencia tan especial que le daba su vasta cultura general, su aristocrática formación santafereña y el manifiesto empeño de no abandonar nunca su atávico acento sanjuanero. Su familia y sus amigos guardamos como patrimonio inolvidable de su recuerdo, una buena colección de anécdotas prístinas e irreverentes, hoy convertidas en auténticas joyas del acontecer provinciano. Nació en San Juan del Cesar el 15 de junio de 1919 y murió en Santafé de Bogotá el 26 de septiembre de 1996.
La noticia de su deceso fue para mí un impacto emocional muy fuerte, producto de ese afecto tan grande que yo le dispensaba. Tuve varios días de tristeza reflexiva. Y a veces me sorprendía a mí mismo conversando con él, en el imaginario de mi nostalgia. Realmente no sabía cómo debía despedirme de ese amigo tan especial. Pensé enviar una carta a su esposa y su familia. También pensé en redactar un discurso póstumo. Pero finalmente me decidí por hacer una reflexión sobre su vida.
Las tres posibilidades tenían plena justificación. Su esposa y sus hijos sabían que mi cariño hacia el se desbordaba en una admiración difícil de disimular. Por eso debieron presumir que yo estaría con ellos en el sepelio; sin embargo, no fue así. Sólo Dios sabe por qué no estuve acompañándolos. La otra opción esperada para despedirme, fue redactar una extemporánea oración fúnebre en su nombre. Tampoco esta opción se salía de la lógica, porque me lo pedio dos veces: La primera vez en 1972, cuando yo hacía concursos de oratoria con su hijo Javier Alonso. Recuerdo que me aprendí de memoria los discursos que le pronunciaron a Enrique Luis Egurrola cuando murió, los cuales yo recitaba con la misma entonación de sus autores. Entonces Javier, sintiéndose retado, acudió al sepelio de Juancho Dangond, le copió a Estaban Bendeck Olivella su maestra intervención, también se la aprendió de memoria y obviamente superó la calidad de “mis discursos”. Cuando Abraham nos escuchabas en esa “catilinaria competencia”, concluyo de manera salomónica: “Orlandito: ¿Yo también quiero que me digai un discurso cuando me muera, oíte?” Esa fue la primera vez que me lo pidió. La segunda vez fue en su casa de Caracolicito, cuando al calor de unos whiskys, me recordó aquel deseo lejano: “Cuando yo me muera, me echai un discurso” Por esos motivos, la posibilidad de escribir un discurso póstumo, tampoco era descabellada.
Sin embargo, al final tomé la determinación de reflexionar sobre su legado; que viene a ser casi lo mismo que escribir un discurso. La estampa que más te identifica en mi recuerdo, es la de aquel campesino irreverente, a quién sin importarle los comentarios marginales de la solemnidad, utilizaba su origen humilde como un símbolo de gallardía, de superación y de regocijo espiritual. La elevada valoración que tú le deparabas a la amistad, a la rectitud, a la honradez y al decoro, hacen parte del patrimonio moral que le dejaste a tus hijos y también a los que te admiramos en vida. Para ti era más importante vivir con la conciencia tranquila, que aparentar resabios de grandeza a costa de patrimonios pasajeros.
Entre el recuerdo gracioso de tu riqueza anecdotaria y el ejemplo insustituible de tu proceder de hombre recto y probo, te tendré por siempre en mi memoria.
Pero esta nota quedaría incompleta si no incluimos una de esas anécdotas tan especiales que lo hacen eterno en el recuerdo de los que aún lo seguimos amando.
EL AHORCAO
Abraham se encontraba en su apartamento de Bogotá, en convalecencia de una operación y únicamente lo acompañaba María Alba, su hija menor. A pesar de que Abraham se educó en la Bogotá señorial, aquella de abrigo de paño, sombrero de copa, leontina y paraguas, la Bogotá de ese momento era muy distinta a la de sus recuerdos; por lo tanto, se sentía como canario enjaulado y no veía la hora de regresar a Caracolicito, su lugar de residencia.
María Alba, que por aquellos años vivía sus mayores efervescencias juveniles, realmente no era la acompañante ideal que Abraham necesitaba en aquellos días de recogimiento y recuperación.
Mientras Abraham se entretenía con la televisión, le escuchó a María Alba la siguiente conversación telefónica.
Okey mija, listo, entonces nos pillamos a eso de las nueve de la noche en tu apartamento. No te preocupes, que yo te caigo allá y a esa hora ya mi papá está durmiendo, porque el médico le mandó unas drogas que lo mantienen grogui, así que confirmado pelada, nos vemos allá. Chao.
Cuando Abraham escuchó la conversación que María Alba suponía clandestina, entró en etapa de crítico desespero. Inmediatamente exclamó:
María Alba, ya veo que estai pensando en déjame aquí solo. Decíme una cosa: ¿Y quién va a contestá el teléfono?, ¿Quién va a abrí la puerta cuando suene el timbre? María Alba, si tú te vas para la calle, yo me ahorco. Así como lo estás oyendo, si te vas para la calle, ¡me ahorco!!!!
Ante la fulminante amenaza de Abraham, María Alba quedó desconcertada. Sin embargo, decidió jugarse la última carta.
Ay papá, no me vaya a hacer esto, yo estaba invitada desde hace más de un mes a esa fiesta, yo no puedo dejar de ir papá, por favor.
A lo que Abraham, muy decidido respondió:
María Alba, esto es definitivo. Si tú te vas para esa fiesta, yo me ahorco!!!.
Ante la tajante afirmación de Abraham, María Alba rompió en llanto y durante largos minutos permaneció inconsolable. El llanto se hacía cada vez más lastimero y los sollozos de María Alba alcanzaron a ablandar el corazón de Abraham. Ante el drama de su hija, Abraham decidió hacer una claudicación temporal a su determinación y a manera de consuelo le dijo:
Está bien Mary, andá vete pa´ la fiesta esa, que yo dejo ese ahorcao pa´mañana.
EPÍLOGO: Finalmente María Alba pudo parrandear sin remordimiento de conciencia ante la decisión de su padre de “postergar” la sentencia proferida.
Orlando Cuello Gámez
Lo conocí muy poco pero lo veo reflejado en tu descripción. Excelente como todas tus crónicas!