Recuerdo a don Carlos, un pescador de Taganga, decirme mientras remendaba su red bajo el sol: “Mijo, a ese Petro le tenía fe… como cuando uno le echa una atarraya al mar con hambre, esperando que salga llena.” Y esa frase, sencilla pero contundente, me quedó sonando. Porque de eso se trató aquel voto emocionado de millones de colombianos en 2022: una esperanza genuina de que, por fin, alguien distinto sacudiera los cimientos de un país acostumbrado a repetirse.
Hoy, con casi tres años de gobierno, toca mirar la red: ¿vino con abundancia o se enredó en las piedras del fondo?
Petro llegó con una bandera que muchos abrazaron con fuerza: justicia social, paz total, transición energética, redistribución de la tierra. Prometía un viraje inédito, y en muchos rincones del país —esos donde el Estado apenas existe— se prendió la ilusión de ser vistos y escuchados. Pero gobernar, como navegar, no es solo tener buena intención. Es también saber leer el viento.
Desde el inicio, el presidente optó por un estilo aguerrido, confrontacional. Ha peleado con la prensa, con el Congreso, con organismos de control, con gremios y hasta con su propio gabinete. Ya perdió a más de 50 altos funcionarios, como quien cambia la tripulación a mitad de tormenta. Eso ha debilitado su gobernabilidad. Su promesa de una coalición del cambio se fue diluyendo hasta quedar solo con sus más leales, un anillo pequeño que no siempre da abasto.
En materia de reformas, el balance tiene más ruido que nueces. La reforma a la salud, enterrada por el Congreso. La pensional, aprobada con ajustes y dudas. La laboral —su mayor victoria legislativa— logró avanzar, con beneficios para el trabajador formal, pero aún falta ver si no se convierte en un golpe para el informal. Y la paz total, su proyecto más ambicioso, se deshilacha entre masacres, negociaciones estancadas y grupos armados que hoy parecen más fuertes que hace tres años.
Aun así, hay logros que merecen ser resaltados. El gobierno ha entregado miles de hectáreas de tierra a campesinos sin tierra, ha aumentado el gasto social, y ha puesto temas estructurales en la conversación nacional. Petro ha obligado al país a hablar de desigualdad, de justicia ambiental, de extractivismo y de privilegios corporativos. No es poca cosa. Pero poner el tema sobre la mesa no basta. Hacen falta resultados medibles y sostenidos, y sobre todo, un tono que sume y no expulse.
Porque ese puede ser el gran error de este gobierno: el aislamiento. La creencia de que todo aquel que piensa distinto es enemigo. Así, la política se reduce al monólogo y no a la construcción colectiva. Y sin puentes, no hay transformación posible.
Y mientras eso pasa en Bogotá, don Carlos sigue esperando que el barco traiga algo distinto a promesas. “Uno no come de discursos, hermano —me dijo hace poco—. A uno lo que le sirve es ver el pescado en la lancha.” Y cuánta razón tiene.
¿Debe el país seguir por esta ruta? Algunos dirán que sí, que hay que resistir el modelo neoliberal hasta las últimas consecuencias. Otros creen que ya es hora de corregir el rumbo antes de que el timón se rompa. Lo cierto es que el cambio necesita más que convicción: necesita técnica, diálogo, paciencia y humildad. Porque gobernar un país como Colombia no es una causa, es una responsabilidad.
Queda un año. Ojalá el presidente recuerde que a veces, bajar la voz es la mejor manera de ser escuchado.
Adaulfo Manjarrés Mejía