El debate sobre la identidad de género en niños, niñas y adolescentes en Colombia ha tomado un rumbo preocupante que pone en riesgo su bienestar. El gobierno, a través de la ministra de Justicia y el Superintendente de Salud, ha decidido facilitar procedimientos de cambio de sexo y permitir la modificación de género en los documentos de identidad antes de alcanzar la mayoría de edad. Esta postura, lejos de ser progresista o inclusiva, representa una peligrosa apuesta en un tema que exige reflexión profunda y rigurosa. La prisa con la que el gobierno impulsa estas medidas genera inquietudes sobre la posibilidad de una agenda oculta detrás de estas decisiones y cuáles son las implicaciones que podrían acarrear en su vida. En lugar de permitir que estos exploren su identidad en entornos seguros y con el tiempo necesario, se les está forzando a tomar determinaciones que podrían ser irreversibles, lo cual es inaceptable.
Los estudios indican que, en estas edades, el cerebro no está completamente desarrollado para tomar decisiones significativas. La corteza prefrontal, responsable de funciones como la toma de decisiones, el control de impulsos y la planificación a largo plazo, continúa su desarrollo mucho después de la adolescencia. En Colombia, los menores enfrentan restricciones en diversos aspectos de la vida, como el derecho a votar o la posibilidad de comprar alcohol y cigarrillos, y son tratados de manera diferente en el sistema judicial; de hecho, se considera que los menores de 14 años son inimputables. Estas limitaciones no son meros caprichos, sino medidas de protección fundamentadas en el desarrollo neurológico. Es por esto por lo que resulta incoherente considerar que están lo suficientemente maduros para decidir sobre un tema tan complejo como la modificación de su sexo en documentos de identidad.
Adicionalmente, Colombia no está preparada para manejar las modificaciones legales relacionadas con el género, lo que podría provocar caos en el acceso a servicios de salud y derechos fundamentales. Nuestro sistema de gestión de datos ya presenta serias deficiencias, y la implementación de cambios constantes en el género solo las agravará. Si alguno decide revertir su decisión en el futuro, enfrentará complicaciones legales y burocráticas que complicarán aún más su situación.
Es alarmante que, mientras Suecia, Finlandia y el Reino Unido han retrocedido en sus políticas de transición temprana al reconocer los riesgos y la falta de evidencia sobre su efectividad en menores de edad, Colombia elija avanzar en esta dirección fallida. Ignorar las lecciones aprendidas sobre los posibles daños pone en riesgo el bienestar de niños y adolescentes, y resalta la urgencia de un enfoque más cauteloso y fundamentado en la evidencia.
El Gobierno debería centrarse en crear entornos seguros donde los jóvenes puedan explorar su identidad sin la presión de tomar decisiones irreversibles. Es fundamental fortalecer el sistema de salud mental, ofreciendo orientación profesional y un acompañamiento psicológico integral en lugar de seguir agendas ocultas que no priorizan el interés superior de los niños.
Presidente Petro, ¡con los niños no se meta!
Adenda: Como si no bastara con lo que el Gobierno quiere hacer con los niños, esta semana se ha destapado otro caso de encubrimiento de violencia sexual contra ellos en la Iglesia. Luis Fernando Llano ha puesto nuevamente en la mira a la Compañía de Jesús y al padre Francisco de Roux, quien, según Llano, fue informado hace años sobre la violencia sexual que el sacerdote Darío Chavarriaga cometió contra él y sus hermanas. Sin embargo, a pesar de la gravedad de la denuncia, la respuesta fue nula. El padre de Roux sostiene que cumplió con su deber “según el derecho canónico”, pero esta justificación es pusilánime y revictimizadora. Si realmente hubiera actuado conforme a estas normas, habría ofrecido reparación a las víctimas y excomulgado a ese criminal. En lugar de eso, el padre Chavarriaga fue condecorado por la orden jesuita.
Los sobrevivientes han declarado que De Roux les pidió mantener la denuncia en secreto para “proteger la imagen de la Iglesia y de los jesuitas”. Si realmente le importara el bienestar de las víctimas, habría hecho pública la denuncia y colaborado plenamente con las autoridades.
Como católica practicante, rechazo profundamente esta actitud. Proteger a la Iglesia no significa silenciar las atrocidades cometidas en su seno; implica esclarecer todos los casos, colaborar con la justicia y condenar la violencia sexual de manera ejemplar. Solo así se puede demostrar que la Iglesia está verdaderamente comprometida con los valores que predica. La complicidad, el encubrimiento y la indiferencia son tan graves como los actos perpetrados.
Cristina Plazas