¿QUÉ FRACASÓ EN 2022?

Es necesario mirar el tema propuesto como pregunta en esta nota. Da para una serie de reflexiones sobre los aspectos derrotados en junio de 2022, cuando fue elegido Gustavo Petro presidente de todos los colombianos.

Lo primero, cayó la teoría de que no importaba como ejerciera el gobierno la derecha colombiana, siempre iba a derrotar las aspiraciones de una izquierda tradicionalmente fragmentada, históricamente minoritaria y permanentemente alejada de las soluciones que la gente veía como las más convenientes para nuestra sociedad. La cercanía al concepto de la combinación de formas de lucha, entre la subversión armada y el ejercicio democrático, los hacía ver con un pie en el monte y otro en las revueltas incendiarias que se han sucedido en las grandes ciudades del país. En esta ocasión, el fraccionamiento se produjo en la élite gobernante tradicional, al punto que afloraron competidores variopintos que no enarbolaron banderas que a gritos pedía la ciudadanía, por lo que no consiguieron el favor electoral. El statu quo no dejó espacio para propuestas que convencieran a la gente. El fracaso inició desde la elección del congreso, puesto que la acogida de candidatos desconocidos de izquierda en listas de partidos con resultados pasados bien bajos logró elegir un nutrido grupo político, bien de soporte al triunfo presidencial, como lo lograron, o bien para avanzar en un esquema de oposición si no hubieran alcanzado la jefatura del estado.

El segundo gran fracaso lo ha conseguido el propio Petro por el ejercicio que hace del poder. Varios aspectos se destacan. El dilema que se ha planteado desde hace mucho tiempo sobre el tamaño del estado brilla con lujo de detalles en este periodo constitucional presidencial. Es el estado como problema o como solución, según nos dicen los expertos.

Se decía que la ineficacia del estado en solucionar los problemas cotidianos se debía al hecho de haber dejado la atención de ellos en manos del sector privado.

Dispuesto a intervenir todas las actividades que ejerce el sector privado en materia de servicios a la sociedad, destroza la estructura del sistema de salud, destruye la operatividad del sistema de energía, socava con estruendo la financiación de la educación superior para la gente pobre y aplasta la aspiración de las gentes de La Guajira por tener acceso al agua, entre otras tantas líneas de actuación macrocefálica del estado. Por el contrario, donde debería mantener una fortaleza institucional en un país como Colombia, que no cesa de combatir el crimen organizado y seudo revolucionario, decrece la operatividad de las fuerzas militares, acoge con brazos abiertos grupos gigantescos delincuenciales y evidencia su despreocupación por la seguridad ciudadana.

Estas políticas públicas del presidente se adoban con la tarea de designación de las personas encargadas de las acciones que desde el gobierno deben ejecutarse. El ojo llorando y echándole sal, decimos en mi tierra. Malas políticas y mal gerenciadas. Ejemplos sobran. Cada día vemos ministros ignorando sus responsabilidades, como el de Educación, superintendentes abusando de las suyas, tal como la intervención al Consejo Nacional electoral y otros cuantos, lavándose las manos como si trabajaran en otro gobierno, a propósito del min-hacienda de turno.

La gente pensó que sacudirse de las personas que siempre estaban en el poder para reemplazarlas por una nueva élite, le daría al país un aire fresco y renovado. Llegó, realmente, un humor nauseabundo, pues la pestilencia dejada por la unidad de protección con los carrotanques, los abusos de poder con los dineros de campaña y las maniobras chuecas del combo gobernante de Ecopetrol nos dejan considerando que los actos corruptos de pasados gobiernos eran apenas un aleteo de ángeles frente a los demonios que hoy se lucran con el erario.

Todo esto nos pone a pensar si ubicar en la órbita de las instituciones el tema del fracaso que tanto estudian los nuevos premios Nobel de economía, no se debe referir más bien a un desajuste de la sociedad, que se observa por todos lados, en unos países asociados a crisis migratorias, en otros a envejecimiento poblacional, en algunos a políticas populistas que exacerban los estados de ánimo de la gente, en fin, algunas instituciones aguantan el envión de gobiernos, pero otras, como nuestro congreso, caen bajo la presión que les ejercen por el excesivo control del mandatario en el presupuesto y la caja para el funcionamiento del sistema nacional.

No es la democracia: es la sociedad la que debe reaccionar en estos momentos de fracaso.

Pero la conciencia de una frustración como la de haber elegido un gobierno semejante el actual no es suficiente para que la tarea de enderezar el rumbo y recuperar la buena marcha nacional se consiga. Debe insistirse en revisar las causas del viraje. Y de aplicar lo que nos enseñó Ludwig von Mises de persistir en la verdad para desacreditar la mentira, otro ingrediente propio del fiasco del gobierno en curso.

No considero fracaso la confrontación presente entre las líneas de pensamiento y acción sobre el papel del estado. Por el contrario, debería ser el elemento diferenciador por esencia que facilite al ciudadano su decisión al momento de elegir. Que la lucha sea desigual, pues el presidente le encanta enervar las redes sociales, que son la plaza pública que nos rige, con efervescencia amenazante, no implica que la gente no distinga los hechos, algunos incontrovertibles, que aquejan la gestión de gobierno. Ni tampoco restringe la fuerza y vehemencia con la que se le opongan. Su prurito de desconocer lo que no se ubique en su esfera de obsesiones con denuestos, improperios y ataques rastreros es sin duda una ocasión para que lo veamos disminuido en respaldos y, vaticino, exánime cuando ocurra la hora previa a las elecciones.

Ni modo aún de predecir si el fracaso Petro se convertirá en el resurgir de una opción que combine lo inexistente en varias ocasiones anteriores: buen candidato y buen gobernante. Ese desbalance nos ha costado mucho en progreso, desarrollo y justicia social.

 

Nelson Rodolfo Amaya

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