QUE NO TENGA JEFE

El próximo presidente de Colombia no debe tener jefe. Es el primer requisito para que, siendo candidato opcionado, pueda llegar a gobernarnos. Es más, para que tenga verdadera opción de triunfo, debe tener una independencia perceptible que lo ponga ganador en la primera vuelta, empoderado con energía y determinación populares.

Ya lo vimos, y vivimos, en nuestra historia. Cuando el líder de turno de un partido impulsaba un nombre, estaba convencido que su sucesor le iba a hacer caso. Mentira. Siempre se salió con la suya. No vale la pena hacer el recuento de estos doscientos años, aun cuando es evidente lo de los últimos veinte. Así que es mejor que desde el arranque se sepa que no tiene jefe y que dirigirá al país con independencia, sin tampoco pretender, como vemos ahora, perpetuarse en el poder, por no ser capaz de reconocer que el poder es eso, efímero, temporal, siempre habrá sol a las espaldas, siempre mirará el elector a un nuevo abanderado, una figura en la que confiar, así se arriesgue a equivocarse, pero prefiere eso que repetir con caudillos que no lograron resolver, como ninguno lo hará, todos los problemas fundamentales del país.

Para eso se es candidato: para convencer a la gente de su jerarquía y manejo de las situaciones futuras, con éxito. Su visión, su estilo, deben ser inconfundibles. Su mensaje, claro, sin ambages. La fatiga auditiva de tanta basura causada por la palabrería de los salientes gobernantes regionales y su máximo representante e inspirador en el Palacio de Nariño hará devolver la atención hacia criterios de competencia administrativa y planteamientos serios, ajenos al sinsabor ocasionado por lo peor en política: la desilusión que se produce cuando se han depositado tantas esperanzas y nos encontramos en un fango peor del que prometieron despejar los vendedores de ilusiones.

La gente está dispuesta cada vez más a participar en los procesos electorales para no dejar que otro elija por él. Se deja guiar por sus preferencias, muy variadas ellas, pues van desde el resentimiento, acompañado por la retaliación contra eventos recientes, hasta el hartazgo con los pedazos de sinsentidos con los que se ejerce la política. Por decirlo de otro modo, no sabemos lo que realmente queremos, pero nos perturba la componenda, esos acuerdos que pueden ser normales en la política pero que con astucia los han convertido en enemigos de los beneficios de la gente común, siempre que no se hagan en favor de los intereses del candidato que los impugna.

La izquierda alzaba su voz contra el ejercicio del poder tradicional para beneficio de unos pocos corruptos, la clase expoliadora del pueblo, como la llamaban, y terminó demostrando que lo que realmente quería era su propio espacio de corrupción con la excusa de beneficiar al común, ese vulgo sin esperanza, al que siguen usando de carne de cañón de unas banderas desaliñadas y contrarias a los tiempos actuales.

No quiero caer en la trampa de hoy, de poner a la nación a hablar de cuanta babosada se le ocurre al mandatario para esconder sus derroteros reales, su cartilla populista de pretendidos eternizadores en el mando. No fue suficiente advertir que su recorrido iba a ser ese. Tuvimos que experimentarlo en carne propia. La culminación de su aspiración lo tiene convencido que será suficiente para conservar el poder, cuando las razones para ganar unas elecciones son siempre muy diferentes de aquellas indispensables para mantener una línea política en él: el gobernar con éxito.

Hay que ser capaces de abundar en propuestas, de aglutinar los sectores afines, de despegar las velas de las pretensiones presidenciales, sin temor a las bodegas y con el temple para ponerle el pecho a la brisa.

Hay importantes y calificados, que no quiero nombrar pero que todos sabemos que no pasan de 5, que son capaces de abanderarnos. Desde ahora.

Pero que no tengan jefe. Eso los pone en capitis deminutio. Pónganse la camiseta del país. Los estamos esperando.

Reúnanse, dialoguen. La mesa está servida. Los platos nos lo ponen las incapacidades del progresismo de construir cuando están en el poder, lo que tanto prometieron, incluso a sabiendas de que no lo iban a lograr, pero que con solo vender el “derrocamiento del fascismo”, absurdo histórico que cabe solo en cabezas calenturientas, pensaban que los mantendría en el ejercicio del gobierno. Con esfuerzos mediáticos, para eso sí son buenos, quieren hacer ver como propias ejecutorias ajenas y las inauguran sin vergüenza y sin siquiera reconocer su origen.

La nueva derecha se construirá sobre las cenizas de la izquierda, auto-incendiada, inhábil de gobernar, arcaica en sus discursos, despistada en sus abstracciones y con pobrísimas, si no ninguna, realizaciones propias.

Siéntense a la mesa. La izquierda ya pagó el almuerzo.

Nelson R. Amaya

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