En Colombia se ha vuelto costumbre que, cuando se agita la marea política, ciertos sectores del magisterio dejan el pizarrón, apagan el proyector y enfilan hacia las plazas, no precisamente para enseñar. No hablamos de marchas por mejores condiciones laborales —que son legítimas— sino de la progresiva conversión de algunos docentes en actores políticos, que cambian la tiza por la pancarta, la pedagogía por el adoctrinamiento, y el aula por el mitin.
Y entonces uno se pregunta, sin miedo ni censura: ¿Quién piensa en los niños?
Porque mientras algunos educadores se sumergen en las aguas turbias de la politiquería, los niños se quedan en casa, muchas veces solos, pegados al celular, sin guía, sin estructura, sin aprendizaje. No es solo que pierdan clases: es que se alejan del hábito de aprender, caen en las garras del ocio digital, y cada vez cuesta más volverlos a encarrilar. Y ojo, que cuando vuelven al colegio, no es raro que en vez de matemáticas les hablen de ideologías, de “la lucha”, de “los que nos oprimen”, o de a quién hay que apoyar en las elecciones. ¿Educación o adoctrinamiento?
Ahora se anuncian dos días más de suspensión: 28 y 29 de mayo. ¿Cuántas horas de clase se han perdido ya este año por paros, “asambleas informativas”, reuniones sindicales y demás eufemismos? ¿Alguien va a responder por eso? ¿Alguien va a compensar el tiempo perdido? ¿O los niños solo importan cuando hay que subirlos a una tarima a recitarle una poesía al candidato de turno?
Me cuenta un padre de familia que fue al colegio de su hijo a llevarle un libro que se le quedó en casa. Al llegar, me encontró a su pequeño con un grupo de niños jugando fútbol con una botella plástica. No había clase. Le preguntó por el profe y le dijeron:
—Escribió en el tablero que está dizque en una reunión del sindicato… o algo así.
Uno de los niños, con los pantalones remendados pero la mirada viva, le dijo:
—Yo quiero ser maestro, pero de los que vienen todos los días como la Seño Prisci, no de los que se van a gritar con megáfono.
Me dice que la reacción del niño lo dejó frío. El pelao no pedía tecnología, ni tablets, ni inglés avanzado. Solo quería un maestro que estuviera. Que enseñara. Que no lo dejara solo.
No se trata de negar la importancia del maestro en la sociedad. Todo lo contrario: el maestro es, o debería ser, la chispa del cambio, el faro del pensamiento, el guía que modela el futuro. Pero cuando se tuerce el rol, cuando se olvida que la educación es un derecho del niño y no una herramienta política, el daño es profundo y silencioso.
En algún rincón de este país, un niño dejó de soñar con ser ingeniero porque su profesor de física nunca apareció. Otro abandonó la lectura porque su docente de lengua prefirió una pancarta a un poema. Una niña dejó de entender fracciones porque su profe se fue a una marcha, sin explicar qué es el mínimo común denominador —y no, no me refiero al de la aritmética, sino al de la conciencia.
El aula debe ser un espacio sagrado, no una tarima ideológica. El derecho a la educación no puede depender del vaivén de los intereses electorales. Ser maestro exige vocación, y eso incluye estar en el aula, con los niños, no en la calle agitando discursos.
Se vale pensar diferente, claro que sí. Se vale votar, protestar, debatir. Pero lo que no se vale es sacrificar el aprendizaje de millones por una causa que, al final, muchas veces termina beneficiando a unos pocos.
Es hora de que los docentes vuelvan a ser eso: maestros. Que recuerden la promesa que un día hicieron, frente a una generación que los necesita más que nunca. Este país no se va a transformar desde el ruido de una tarima, sino desde el silencio fértil de un aula donde un niño aprende a leer, a pensar, a crear, a imaginar un futuro mejor.
Y repito la pregunta, porque no me da pena insistir: ¿Quién piensa en los niños?
Adaulfo Manjarrés Mejía