En esta época de asambleas de accionistas de empresas pequeñas, medianas y grandes del país, no deja de sorprenderme que en muchos informes de gerencia se invierte más tiempo en la referencia al cumplimiento de obligaciones fiscales, a la atención de reportes para entes de inspección, vigilancia y control, al cumplimiento de normativas de seguridad en el trabajo, prácticas de lucha contra el lavado de activos y el terrorismo, normas técnico contables, requerimientos ambientales, políticas de habeas data, propiedad intelectual y un largo etcétera que crece de acuerdo con las particularidades de cada negocio, que en contarle a los accionistas sobre el negocio mismo, sus retos y perspectivas.
Los socios se quedan dormidos durante estas retahílas y a duras penas los despiertan para escuchar sobre magros proyectos de distribución de utilidades donde la carga bruta del impuesto a la renta puede variar de manera radical de un tipo de negocio a otro de acuerdo a la maraña de deducciones, exclusiones y exenciones que pueblan el estatuto tributario. Más de 280 excepciones y descuentos según la última comisión de expertos tributarios del gobierno Duque. Una maraña de favores e intereses especiales llena de ambigüedades y apuestas que solo aumentan la incertidumbre de la interacción con la DIAN.
Decenas de empleados son requeridos para atender un número cada vez más creciente de declaraciones tributarias que, en el caso de empresas con ventas nacionales en diferentes municipios, pueden ser más de cien al año entre unos deberes tributarios y otros. Decenas de empleados se requieren para estudiar y atender todo tipo de reportes requeridos por superintendencias, la DIAN y los responsables de inspección, vigilancia y control. Muchísimos consultores devoran los recursos de inversión de las empresas tratando de superar las ambigüedades, contradicciones y trampas de toda esta inverosímil regulación.
¡Trampas! ¡Si trampas! Normativas que están construidas con doble intención, que se basan en la presunción de mala fe en contra del sector productivo, plagadas de vacíos o deberes de imposible cumplimiento, previstos en la legislación para abrirle espacios a la corrupción, o para crear barreras de acceso y beneficiar a los actores dominantes, o para forzar mayores gastos teniendo que contratar al “especialista” al que si le aprueban el estudio, o para atender quien sabe que política absurda e inútil de promoción social que, en la mayoría de los casos, solo logra el resultado antagónico al previsto en la regulación.
¿Qué pasó con el espíritu de la desregulación, la anti tramitología y la apertura? Se murió en medio de una voraz codicia burocrática alimentada por el populismo simplista e interesado que se dedica a crear capa sobre capas de regulaciones, tasas, tarifas y contribuciones, que goza, con placer casi sensual, en pedir informes y después en modificar el formato de los informes, que existe para requerir precisiones, redacciones y formalismos intrascendentes.
Y para los empresarios, administradores y generadores de riqueza queda siempre el sabor amargo de la inutilidad de todo ese esfuerzo. Reportes sobre reportes que nadie lee o audita, licencias, permisos o registros que la mayoría de los informales omiten u obtienen mediando la respectiva mordida, pagos de impuestos, tasas y contribuciones que hacen del estado el socio mayoritario y odioso de todas las empresas. La sensación permanente de que los inútiles burócratas, que poco o nada aportan al producto interno bruto, gozan del derecho soberano de desconfiar del ciudadano productivo, maltratarlo cuando consulta o requiere cumplir con la regulación u omitir oportunamente los plazos, ellos sí, de las respuestas o autorizaciones requeridas.
Ese estado odioso, inflexible con sus términos y exigencias, so pena de multa o sanción, pero laxo y relajado a la hora de cumplir los términos que lo regulan.
Ese estado descarado, que no brinda los bienes básicos para los que lo creamos en primer lugar como la seguridad y la justicia, y que de manera desvergonzada incumple sus obligaciones esenciales y no nos da sino excusas y nos revira con requerimientos de más recursos.
Un estado que no trabaja para el ciudadano, no lo escucha y ni le importa. Un estado que solo está al servicio de los burócratas y contratistas que lo pueblan y lo desangran, un estado al servicio de los intereses especiales de los grupos económicos, de los políticos, de las mafias del narco y la corrupción, de los delincuentes y los guerillos, un estado que abandona a su suerte enormes regiones del país como el Catatumbo, Arauca, Vichada, el Chocó y tantas otras, y solo sale con un chorro de babas cuando se le piden resultados.
Departiendo con pequeños, medianos y grandes empresarios queda uno convencido que cualquiera que sobrevive a esa manigua que es nuestro estado es un berraco y puede triunfar en cualquier parte del mundo. Los ciudadanos lo saben, lo presienten, saben que en cualquier parte pueden prosperar y obtener el ingreso que desean. Y en parte, es por eso que se van, para que no los jodan, para no sufrir la incertidumbre jurídica y no desgastarse en lo que no les produce ingresos y crecimiento.
Un estado que castra y persigue al que se atreve a ser formal no puede sorprenderse de que tantos le saquen inveteradamente el cuerpo a volverse formales.
Debemos cambiar de paradigma. Recortar el tamaño del estado y su presunción de que sus intervenciones son indispensables, cuando nos ahogamos en la evidencia que en su gran mayoría son completamente inútiles. Creemos un estado pequeño, fuerte y pertinente. Amigable con el sector productivo, que brinde sólida seguridad jurídica a las empresas y a los activos y que no pueda ser colonizado por los politiqueros de turno y el populista presidente y entonces, estoy seguro, saldremos de la inmunda por nosotros mismos.
Enrique Gómez Martínez