Llegó al periódico lento y envuelto en una gabardina grisácea, que le daba una apariencia de viejo investigador. Empezó a recorrer con su mirada cansada, en procura de encontrar algún rostro conocido. En su memoria quedaban las voces de don Guillermo Cano, José Salgar, Álvaro Monroy, Antonio Andraus viejos amigos que tres décadas atrás le ayudaron en la prensa a dar a conocer la música de su tierra.
Esas voces lo hacían ir al pasado, que contrastaba con el recinto frío actual donde haríamos esta entrevista. Pero él, pese a todo, estaba ahí queriendo retar el pasado y ser eso que desde jovencito lo convirtió en «El mejor cronista de su aldea».
TIEMPOS DE PATILLAL
En sus respuestas apareció el muchachito de 17 años poniéndole melodía a cuanto tema aparecía, desde Patillal, un caserío cercano a Valledupar, cuyo corte pastoril se conserva, para ser una insignia musical de Colombia. Estaba pendiente de todo. De los viejos fumadores de tabaco y echadores de cuento, para meterse en su mundo y aprenderles todos sus secretos. Corría detrás de las muchachas que iban a lavar a orillas del río, para robarles sus secretos afectivos.
Las mujeres le reclamaban su ausencia o querían conquistar su arisco amor. No era raro que sacara de los bolsillos de su pantalón caqui sus versos distintos, que no se cansaba de lanzarlos tercamente contra aquellos que no lo querían escuchar. Así, puso a hablar de una música rara, plebeya y de poco perfil social a los más encopetados hombres intelectuales de la élite vallenata y de otras ciudades.
Todo eso, a él le importaba un comino. Que fulanita de tal se moría por sus amores. Que, así como estaba en Barrancas, en menos de lo que canta un gallo su destino era Plato. Tampoco que su mamá Margarita Aló Martínez lo acusara con su papá, el coronel Clemente Escalona, y que durara días sin verlos. Tenía una manera especial de arreglar esos pequeños detalles: Una parranda con Colacho a la cabeza o el que se apareciera.
Peor aún, cambiaba de profesión como de vestidura. Hoy era un correcto negociante de cerdos y a la media hora se enfrentaba a las dificultades que generaba el algodón, producto de ese gusano impertinente que no le interesaba si Escalona era o no cumplidor con su deber. Arrinconado por la situación, él siempre le daba rienda suelta a su creación y les gritaba a todos: «Pa’ eso tengo gerente yo», «Así haya que dado como paloma errante cuando un muchacho va y le rompe el nido».
Ese jovencito de Patillal empezó a retarse y se vistió de todos los encantos que la provincia en su momento prodigó. Un día cualquiera miró a la Nevada y se metió en los secretos de los koguis, kankuamos, arzarios, Arhuacos, y los combinó con los caribes, lo que le hizo comprtender que ese territorio que hizo a su antojo le quedaba pequeño.
Por eso decidió alzar vuelo musical, que lo llevó a enfrentarse, en Cali a finales de los años 60, al reconocido Atahualpa Yupanqui, que cayó redondito por el encanto de sus versos. Fue una batalla de varios días. El sonido de la guitarra bucólica de Yupanqui se vio sorprendido por los dedos imponentes de Colacho, que recorrían armónicamente ese inquieto acordeón, sumándose a los versos de Escalona. Así fue como conquistó a la dama María Tere, uno de sus amores, «la antioqueñita de ojos verdes».
Pero si en Cali todo era color de rosa, en Valledupar tenía más de un lío por resolver. Por un lado, su mujer, Marina Arzuaga, La Maye, qué no hacía la pobrecita por retener al escurridizo amor de su vida. Por el otro, las deudas de sus cultivos, sumadas a las incomodidades que le carcomían el cerebro a más de uno por su ascenso vertiginoso, no ofrecían un buen panorama regional para el prestigioso creador. Esto no escapó a las bromas que el pintor Jaime Molina le hacía frecuentemente: «Bonito que anda el Escalona ese, ahora se cree Beethoven». Él se reía de los que se mofaban de sus ocurrencias folclóricas. Lo que no entendían muchos, era el mecanismo correcto que Escalona usaba para que la música de la provincia lograra su posicionamiento. Pero qué más, le podíamos pedir. Escalona lo daba todo por su región.
Lo escuchaban en silencio. En cada frase suya estaban presentes el pintor Jaime Molina, Juanarias, Hernando Molina padre, hijo y nieto, Consuelo Araújo Noguera, el taxista, el café La Bolsa, Cinco Esquinas, todos sus amores, hijos, hermanos, bohemia, perfumes, relojes y camisas de encargo; las historias de cada una de sus canciones, tan lindas o más que la propia creación, y el centenar de ahijados que, sin verlo todos los días, siempre reciben sus consejos.
EN LA REDACCIÓN
Me habló del reto que tiene ahora con San Pedro, que está empecinado en que vaya a parrandear con él al cielo, pero Escalona, que es bueno en todo «menos pa’ cuidá mujé» o aceptar «ese tipo de invitación», le mandó a decir con su compadre Poncho Cotes Queruz, «ese pedazo del alma mía», que ni de fundas… ese tipo de negociación no está en sus planes.
Después de tres horas en la redacción, decidió levantarse en silencio como había llegado. Trató de irse, pero le hice un corte y le pregunté: ¿Qué piensa de los nuevos valores del vallenato? «Bueno, ahijado, los viejos valores son insuperables. Los actuales lo hacen a su manera. Ellos tienen sus seguidores y su estilo, que gusta mucho. De los nuevos, me gustan Iván Villazón, Saúl Lallemand, Jorgito Celedon, Jimmy Zambrano, Peter Manjarrés, Franco Argüelles, Silvestre Dangond y Juan Mario de la Espriella. Ellos tienen sabor vallenato, saben cantar nuestras raíces».
Dio media vuelta. Alzó su mano izquierda como despidiéndose. Recorrió veinte metros para descender por una escalinata de cemento raída por el tiempo. Lo seguí, mientras me decía: «Mijito, no es como dice usted, sino como digo yo».
Félix Carrillo Hinojosa – FERCAHINO