SEREMOS EL CAMBIO

La vida nos hace repetir conductas, aun cuando hayamos reflexionado muchas veces sobre ellas. Ojalá esta iteración fuera siempre sobre las buenas acciones. Hay algo que nos induce a insistir en algunas que no son precisamente virtuosas, ni mucho menos dignas de encomio, y parte de la existencia se nos vuelve esa lucha consciente por evitar los caminos que por alguna circunstancia impulsiva nos tuercen de la ruta que nos enseñaron los grandes, los mayores, Sócrates, Aristóteles, Confucio, Buda. El más grande de todos, Jesús. En la sabiduría requerida y construida fruto del pensamiento, encuentra el hombre su libertad, su dominio de sí y para sí.

Como no estamos solos ni aislados, cuando llevamos estos procesos al mundo colectivo el tema se vuelve más interesante, por cuanto aparecen unas fuerzas que comandan la vida en sociedad, como el capital, el mercado y la competencia que, junto con el conocimiento, impulsan los logros o fracasos de las naciones. Suena muy neoliberal esta afirmación, aun cuando la graduación de los efectos de estos factores no la realiza la economía; es la política.

La política, sí, esa tarea que se emprende en cada momento de la historia con diferentes reglas, pero con el primerísimo propósito de gobernar, de ejercer el poder, debe amoldarse a las circunstancias de cada momento, de modo que asegure el triunfo de las ideas que se impulsan, pero con el compromiso necesario que la convierta en una potente fuerza histórica.

De ahí surge la esencia de los partidos políticos; de reunir ciudadanos alrededor de unas ideas abanderadas por unos líderes que guíen los destinos de un grupo social en un territorio hacia un mejor futuro, en un momento dado. Es la combinación de las libertades individuales con las aspiraciones colectivas, que pasan por demandar mejores servicios estatales, con énfasis particular en lo que como cuerpo social vemos que nos afecta en mayor medida. Hemos pasado, en esta latitud, de una exigencia por derrotar a las guerrillas, a otra por hacer la paz en función del diálogo, a buscar la racionalización turbayezca de la corrupción, a pretender una mejor educación y oportunidades de empleo y bienestar, y ahora a insistir en cambiarlo todo, por la inconformidad creciente con la pausada aceleración del progreso que ha movido a Colombia en doscientos años.

La teoría es fascinante. Y la práctica, asqueante. Nos envilecemos por la codicia de detentar el poder durante mucho tiempo, como si no hubiera más remedio que dejar a los nuevos actores relegados a una cola interminable de sucesión por el trono. Nos dejamos deslumbrar por inteligencias y astucias y no ponemos coto a sus ambiciones de perpetuarse en la majestad presidencial que nos caracteriza.

Y cuando volteamos a mirar a los partidos de tradición e historia longeva, solo nos sirven para endilgarles la responsabilidad por lo no conseguido, sin tolerancia por los avances logrados. Es el castigo por no haber corregido estrategias, por no haber tenido la sabiduría para aceptar con franqueza los errores y no haber encontrado en los electores la verdad de sus flaquezas y la fortaleza para adaptarse a sus cambiantes exigencias sociales.

Ahora, cuando a nuestro partido conservador se lo tacha de simple rubricante de ideas muy contrarias a las nuestras, tenemos la obligación ética de reaccionar, con la reflexión propia de las grandes colectividades que consiguieron un puesto en la historia y que han sido capaces de corregir, buscar caminos de bienestar político y recuperar el poder, con unas prácticas diferentes a las que hoy imperan en él.

Decrece el número de parlamentarios conservadores en cada elección. Al mismo tiempo, el poder regional tampoco nos hace ondear las banderas azules. Vamos, coloquial pero inexorablemente, hacia el despeñadero. Del otro lado, las aspiraciones de poder de las izquierdas han conseguido una mayor sintonía con las necesidades del colombiano, aun cuando sus ejecuciones dejan mucho que desear, como lo vemos en las tres capitales más grandes del país. Desastrosas, por decir lo menos. Untadas de corrupción, desentendidas de las soluciones a las calamidades de sus ciudadanos.

Pero allí es donde nos impele el cambio. Esos gobiernos derrotables nos invitan desde ya a mostrarnos como una alternativa. A aterrizar las propuestas inspiradoras que nos saquen del oscurantismo clientelista y nos permitan regresar en uso de las virtudes que exige el momento, para sacudir el fracaso inminente del cambio por el cambio, hoy en triste hora gobernando. No será el electorado cautivo, amarrado, el que nos caracterice. Debe ser el convencido de que, en manos renovadas, nuestra colectividad pueda llevar a Colombia a un estado social de equilibrio en libertades, oportunidades y mejoramiento de condiciones sociales.

Volver por las diferencias entre la autoridad en democracia y el autoritarismo en demagogia; entre la libertad responsable y el libertinaje desmedido; entre el orden constitucional y la anarquía destructora; entre el acatamiento a la ley y el abuso de los derechos individuales; entre la voz del gobierno dentro del estado de derecho y el menosprecio por la separación de poderes; entre la garantía de los derechos de las gentes de bien y la indiferencia con la ciudadanía laboriosa;  entre el castigo al mal comportamiento social y  la tolerancia con los desmanes criminales. Apuntar al sentimiento del colombiano atropellado en sus tareas diarias, paciente silencioso, pasivo a la hora de expresarse públicamente, pero necesitado de un mundo mejor en el cual vivir con sus familias y sus congéneres.

¡Cambiar, cambiar! El mandato que las bases del partido gritan como exigencia a sus dirigentes.  

Nelson R. Amaya

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