Deslizarse por el caos y la anarquía, como viene ocurriendo, es peligrosísimo y pone en riesgo no solo la estabilidad del Gobierno sino, aún más grave, la del sistema democrático.
Si antes la prioridad estaba en superar los desafíos de la pandemia en materia de salud pública y en crear tantos empleos como fuese posible para disminuir la pobreza, ahora no hay nada más importante y fundamental que procurar seguridad y orden. Entre otras razones porque, como se está viviendo en estos días, los costos económicos de la violencia, el delito y las vías de hecho son gigantescos y porque la incertidumbre frena la inversión que necesitamos para recuperar la senda del crecimiento.
Varios elementos son claves. Uno, recuperar la inteligencia tan rápido como sea posible. La inteligencia no es solamente los ojos y los oídos del Estado sino también su cerebro, la que define los blancos estratégicos y la manera más eficiente para conseguirlos.
Dos, comprender adecuadamente la naturaleza y dimensión de la amenaza y la agresión. El de hoy no es el mismo enemigo. Aunque tiene elementos comunes a los del pasado, como la activa participación de los grupos guerrilleros y la financiación del narcotráfico, hay otros novedosos que hacen el desafío más difícil y exigente, como la masiva participación de colectivos “civiles» como, por ejemplo, pero no únicamente, algunas poblaciones indígenas, y la participación soterrada pero muy activa del eje La Habana Caracas. Tampoco se comporta igual. No confronta al Ejército, se concentra en erosionar a la Policía, usa bandas delincuenciales y combos de jóvenes, se esconde tras las comunidades, ataca al mismo tiempo múltiples objetivos confundiendo y dispersando la respuesta policial, cambia los objetivos de sus ataques día a día, pasando de entidades gubernamentales a establecimientos comerciales y bancarios, etc, bloquea la economía. Cuenta con activo apoyo político de los congresistas de los partidos de izquierda y con una red de apoyo internacional que hace eco a sus denuncias y las fake news, destinadas a minar la legitimidad de la fuerza pública y a acorralar al Gobierno erosionando su imagen y reputación.
Tres, es indispensable definir con claridad las reglas y los límites para el uso de la fuerza. Es aquí donde estoy viendo quizás el mayor de los problemas. Se está entendiendo equivocadamente el fundamento del uso de la fuerza por parte de la Policía y las FFMM. Su justificación no está en la legítima defensa, a la que, por supuesto también tienen derecho, sino en el cumplimiento de sus funciones constitucionales y legales. El Estado moderno nace para proveer seguridad a sus habitantes y para eso centraliza y pretende el monopolio del uso de la fuerza. Las demás funciones que hoy en día cumplen los estados vienen después. Nada hay más importante que garantizar la vida, integridad, libertades y bienes de los ciudadanos. Y para ese propósito es vital contar con una fuerza pública capaz y competente.
Tampoco parece entenderse bien el principio de proporcionalidad. Se confunde, de manera absolutamente equivocada, con igualdad: cuchillo frente a cuchillo, pistola frente a pistola. No es así. Aunque en la medida de lo posible se debe recurrir a medios no violentos, es perfectamente lícito usar la fuerza cuando es necesaria para cumplir sus funciones y otros medios no son eficaces. Y puede usarse tanta fuerza como sea necesaria y, no cabe la menor duda, se pueden usar armas de fuego para proteger la vida e integridad física propias y las de los demás. Si fuese necesario, se puede usar el arma de fuego incluso contra personas que, en principio, parecen desarmadas pero que atacan de manera simultánea poniendo en peligro la vida de los agredidos.
En cualquier caso, es indispensable dar seguridad jurídica a los policías, tener reglas de juego claras para el uso de la fuerza, proporcionarles la certeza de que no arriesgan sus carreras o, peor, su libertad, por cumplir eficazmente sus tareas. Desmaniatar a la Policía es vital.
Fundamental es también, cuatro, que el sistema judicial entienda la diferencia entre la protesta y las vías de hecho y que debe procesar a quienes violentan los derechos de los demás por esas vías. El abuso del derecho a protestar debe ser sancionado con severidad.
Finalmente, es indispensable un liderazgo firme que dirija de manera clara a la Fuerza Pública y le dé el apoyo que ella necesita y que tenga plena conciencia de que sin autoridad, orden y seguridad no es posible la convivencia pacífica. Por cierto, no sobra resaltarlo, el diálogo con los violentos y con quienes acuden a las vías de hecho no solo los legitima, en perjuicio de quienes siempre respetan el estado de derecho y la ley, sino que invita a la repetición de esas conductas que terminan siendo premiadas.
Rafael Nieto Loaiza