Leí hace poco acerca de un experimento que, por ilustrativo, lo quiero traer para introducir nuestra reflexión de hoy:
<< Alguien tuvo la idea de introducir en un frasco un buen puñado de hormigas rojas y otro de hormigas negras para observar qué podía suceder con respecto a su conducta. Las hormigas son reconocidas en general por su agresividad y contundencia en el momento de emprender ataques, particularmente contra sus competidoras directas, pero colocadas en el frasco se acomodaron muy bien para tolerar el hacinamiento forzado. Todo marchó en paz hasta el momento en que el curioso del experimento comenzó a agitar el frasco y observó que las hormigas se entregaron a un encarnizado combate a muerte. Pareció que “sentían” que su enemigo era la hormiga del otro color que tenía al frente, así es que sin más preludio se enredaron en una verdadera parafernalia de auto destrucción mutua, sin llegar a “pensar” nunca que su enemigo no estaba en el frasco sino fuera de él.>>[i]
Venimos insistiendo de forma reiterada que son las sociedades maduras y evolucionadas las llamadas a hacerse cargo de sus propios asuntos y vigilar con celo el desempeño de sus instituciones y sus gobernantes, todo con el propósito indeclinable de mantener las cosas en dirección correcta hacia un futuro promisorio y en paz. De eso se trata la vida de los pueblos. En eso consiste la tarea de toda sociedad madura y dueña de sí misma. En ello se centra la responsabilidad de todos los componentes de la misma y en especial de los gobernantes, quienes suelen tomar decisiones que arrastran sus pueblos hacia destinos que no merecen.
La guerra es con extrema frecuencia ese factor de disturbio capaz de acabar con la vida de las sociedades sin que lleguen a darse cuenta, como en el frasco del experimento, a causa de factores externos que no están bajo su control y que la dividen y la conducen hacia la destrucción. ¿Qué decir?, entonces, de la sociedad colombiana, taladrada por un conflicto interno que tiene décadas y que hoy se ve añadido por la escandalosa trepada de la delincuencia organizada en torno al narcotráfico y la minería ilegal, la inseguridad en las ciudades y los territorios, la corrupción rampante en las esferas del poder público y el entorno de lo privado, el deterioro de la justicia y la ineficiencia generalizada en las instituciones gubernamentales, y hasta el debilitamiento progresivo de la fuerza púbica, todo lo cual interviene a su modo para que el país se acerque con el correr de los días hacia el borde del abismo y pierda su rumbo de paz, bienestar y progreso. Podemos parecer apocalípticos, o a lo menos agoreros, pero es que no se puede ignorar el hecho que todos esos factores conducen a estados de violencia que acorralan el país y le tienen al borde del colapso, ya llevados hasta el extremo de convivir y tolerar la anormalidad de la violencia como ingrediente natural del día a día. Al final, nos enfrentamos todos los días a noticias malas mucho antes de que amanezca y hayamos alcanzado a tomar siquiera nuestro primer café.
Se trata claramente una “patología social de una violencia naturalizada” que podría ser la causa principal de la pérdida del optimismo y el fervor por la vida y el país que tenemos para construir hacia adelante, con la consecuente pérdida de la esperanza y el impulso por todo ideal de futuro. Claramente que no es fácil concentrarse en la construcción de ideales cuando hay hechos de violencia que acosan por todas partes y esparcen angustia y desconsuelo en toda dirección: violencias contra las mujeres; violencias contra los y las menores de edad; violencias contra los líderes y lideresas sociales; violencias y discriminación contra quienes tienen discapacidades; violencia institucional por inacción, abandono e ineficiencia; violencia por corrupción en todo nivel y violencia criminal de todo tipo. Esa es la situación en medio de la cual vivimos, y es justamente esa patología la que es obligatorio corregir con el esfuerzo y compromiso de todos.
Pero coincidamos en que no hay respuestas fáciles y sencillas. Si fuera así, no habría ninguna razón para vivir en medio del caos que hemos figurado aquí al acudir a la simbología del frasco lleno de hormigas, puesto que habría siempre soluciones rápidas y eficaces que neutralicen los factores internos y externos que desestabilizan la vida de los pueblos en inducen “al combate”. Luego, lo que es necesario es identificar qué es lo que en realidad debemos controlar para corregir y rectificar el rumbo de la Nación, para que la vida fluya en paz. Desafortunadamente lo que vemos que sale cada día de la oficina presidencial, tanto como de su tenebroso teléfono, opera exactamente al contrario de lo que se necesita para que el país respire con tranquilidad y marche sereno hacia buenos destinos.
Desde muy temprano en la historia de la humanidad ha quedado establecido que son los gobiernos los encargados de dirigir las sociedades hacia destinos promisorios. No existe mejor recurso que el de los liderazgos capaces y competentes para orientar el curso político de los pueblos. No conocemos mejor camino que el de los buenos gobiernos para llegar a destinos ciertos y satisfactorios. Sabemos que ello es así porque ya ha sucedido y viene sucediendo desde el principio de nuestros tiempos conocidos. Sucedió en la muy antigua Sumeria, en una historia que se extendió por más de dos milenios desde el sexto Milenio A.C; también la gran historia de Egipto, o la del valle del Indo y la de la del valle del Yag –Tsé, todas ellas muy prósperas y estables a lo largo de milenios; y se puede leer en la Biblia a propósito del Éxodo del pueblo de Israel hacia la tierra prometida; y también en la historia de la antigua Macedonia, en aquellos tiempos de Filipo II, el padre de Alejandro III “El Magno”, y de cómo se abrió paso hacia su descomunal Imperio; y el nacimiento del Imperio Persa liderado por Darío en el siglo III A.C; o mejor aún en la historia de la República Romana desde el siglo IV A.C y su evolución hacia el Imperio en el siglo I A.C.
Son tantos y tantos siglos de evidencia histórica que dejan ver el papel que han jugado estas sociedades ordenadas y maduras y sus gobiernos en la vida política de tantas naciones. No desconocemos, por supuesto, que fueron tiempos especialmente afectados por la guerra, pero preferimos verles como etapas de “civilización” que fue necesario vivir para llegar hasta lo que tenemos hoy. Llegada la Edad Media, y luego el Renacimiento, que también fueron épocas especialmente violentas y proclives a la guerra, son igualmente ricas en evidencias de lo que afirmamos aquí: el secreto de la paz y el buen suceso de los pueblos está siempre en el acaecer de los buenos gobiernos, así como el desastre aparece de la mano de los malos gobiernos, los corruptos, los incompetentes, los falsos.
Sabemos que ningún problema se podrá solucionar con facilidad si la sociedad comprometida en ello no toma cartas en el asunto. Una sociedad apática, acobardada, dividida por el egoismo, desorientada y sin liderazgos sensatos y claros, adormecida por la inercia de la indolencia, difícilmente podrá siquiera trazar un plan de acción que rompa con todo estado de adversidad e inconveniencia y, mucho menos, conseguir resultados. Una sociedad que piensa, que se moviliza, que asume sus responsabilidades, está blindada ante el fracaso. Una sociedad que es capaz establecer y proteger para su propio beneficio los mejores esquemas de gobierno, es responsable con su propia realización. Una sociedad que repudia la desidia y la pereza construye futuro, y se mantiene en pie para luchar contra todo mal que le pueda caer encima.
En medio de un estado de crisis como el que moldea nuestros días, impregnado de violencia y sangre de inocentes, se dispone el país a enfrentar las próximas elecciones para elegir un nuevo Gobierno. No se trata de algo menor, en tanto es necesario elegir un Congreso capaz de funcionar en autonomía e independencia, y con absoluta sujeción a la Constitución y la Ley, para abrirle paso a soluciones legislativas para resolver, corregir, re direccionar, rectificar, mejorar, los instrumentos que necesita el Estado para funcionar de manera excelente. Los hombres y mujeres que llegan allí asumen dicha tarea en nombre y representación de una sociedad que, malherida por las balas y acaso acobardada ante la amenaza de las violencias, las del Estado y las otras, no logra dar da razón de sí misma y no tiene cómo asumir responsabilidades que superan de lejos su capacidad de acción colectiva, al menos por ahora.
Y debe el país elegir un Presidente, hombre o mujer, que asuma el liderazgo de la institucionalidad de Gobierno y conduzca el país hacia mejores destinos. Tiene que ser así, porque el país necesita de eso: de liderazgo. Ha de ser alguien capaz de unir antes que dividir; alguien capaz de acallar los ánimos y tender los lazos para el diálogo entre todos – sean hormigas rojas o negras-; alguien capaz de serenar el debate y llevarlo hacia donde realmente están las soluciones, y ser, sobre todo, competente para liderar un inmenso aparato de gobierno que quedará tendido en el piso, ahogado en su propia miseria, cuando “el Gobierno del Cambio” recoja sus motetes y se vaya de Palacio.
No podemos juzgar por ahora si todos los candidatos –hombres y mujeres- que aspiran a ser elegidos, serán capaces y competentes para la difícil tarea que viene, pero sí hemos de suponer que vienen apercibidos de los argumentos necesarios para hacerse distinguir como la persona más idónea de entre toda la fila que se ha formado y que no deja de crecer. Concedamos, eso sí, la posibilidad que han tomado juiciosa nota de la grave situación por la que atraviesa el país y la urgencia de conducir un buen gobierno, confiando en que se ha cimentado en ellos una clara consciencia de lo que corresponde hacer una vez se llegue a la más alta esfera del poder.
Será necesario llegar temprano hasta el bazar de candidatos que se está formado en cada esquina del país para tratar de captar los mensajes que surgen en medio de tanta algarabía y euforia, con la misma esperanza que puede tener todo noble pescador de capturar en el arroyo revuelto el mejor ejemplar para la cena de sus hijos y su familia. En río revuelto siempre gana el buen pescador. El pescador más inteligente y despierto puede, tal vez, llevarse el pez más sereno, el más tranquilo, el más cauto, el menos voraz, pero de pronto el más grande, o sea el mejor.
¡Ya veremos, amigos, la pesca en el río revuelto de las campañas y los debates!!!!
[i] Disponible en Internet: https://www.linkedin.com/posts/juliochirinos_sab%C3%ADas-que-si-pones-100-hormigas-negras-activity-7150848839044722688-MfTV/?originalSubdomain=es