En agosto caminé por territorio polaco. No era un viaje turístico cualquiera: detrás de las fachadas góticas, los cafés llenos y los centros comerciales vibrantes, se respiraba un aire denso de narrativas políticas. En las conversaciones con la gente, con amigos e incluso con desconocidos, aparecieron explicaciones de lo que pasa en Ucrania. Algunas eran tan absurdas como peligrosas: escuché decir que “todo es culpa de los judíos”. Ese tipo de afirmaciones, lo sabemos, no son otra cosa que ecos del nazismo, que reducen la complejidad de la historia a la búsqueda de un chivo expiatorio.
Frente a esas palabras uno no puede callar. Es ahí donde el debate político se abre, aunque no se trate de amigos ni de confidentes, porque la política, como la vida también se construye en los encuentros casuales. Fue en ese intercambio donde confirmé que lo que hoy sucede en Europa no es un simple choque entre buenos y malos.
El trasfondo oculto
La guerra en Ucrania se presenta en titulares como un enfrentamiento por la democracia contra el autoritarismo. Pero detrás de ese relato se esconde un conflicto mucho más antiguo: la disputa por mercados, rutas energéticas y zonas de influencia. Lenin lo dijo con crudeza hace más de un siglo: el imperialismo es la fase superior del capitalismo, y en él las guerras son el medio para repartir el mundo.
Estados Unidos había perdido protagonismo energético durante buena parte del siglo XX frente a Rusia y Medio Oriente. Sin embargo, en 2010, gracias al fracking, recuperó soberanía y se convirtió en el mayor productor mundial de gas y petróleo, como recordaban en su momento el Financial Times y The Guardian. A partir de ahí comenzó a disputarle a Rusia su mercado más jugoso: Europa. Antes de 2022, casi el 40 % del gas que se consumía en la Unión Europea provenía de Rusia, según datos de Eurostat. Hoy ese porcentaje se ha reducido drásticamente, reemplazado por gas natural licuado estadounidense, más caro y también más contaminante, como reconoce la propia Comisión Europea en informes recogidos por Euronews.
El negocio disfrazado de verde
En las calles alemanas y polacas, junto a la veneración por Estados Unidos, se escuchan frases sobre la “transición energética”. Se habla de ella como si fuera la salvación: pasar de los hidrocarburos a las llamadas energías renovables. Solar, eólica, baja en carbono, aunque rara vez se menciona el potencial de la biomasa o la hidroeléctrica, que podrían fortalecer la soberanía regional.
Esa promesa verde no es inocente. Las potencias industriales, en particular Estados Unidos, la Unión Europea y China, utilizan el discurso ambiental como estrategia de competencia por la hegemonía global. Como advierten analistas energéticos europeos, la descarbonización no es solo un compromiso climático: es también un campo de batalla económico y tecnológico, que busca reducir la dependencia del petróleo de Medio Oriente y reposicionar a Occidente frente al ascenso de Asia. En este tablero se inscribe la guerra de Ucrania, con dos objetivos principales: desplazar a Rusia como proveedor de combustibles fósiles e imponer, incluso por la vía militar, el modelo de energías limpias a Europa.
Más allá de los discursos sobre democracia y libertad, Ucrania se ha convertido en un escenario central por sus recursos energéticos y minerales estratégicos. El Banco Mundial ya advertía en 2020 que la demanda global de litio, cobalto y grafito podría aumentar hasta un 500 % hacia 2050, debido precisamente a la transición energética. Ucrania, en ese contexto, concentra algunos de los depósitos más codiciados de Europa. Según investigaciones de Pravda, posee las mayores reservas de titanio del continente, que representan hasta un 20 % de las reservas mundiales. Al Jazeera informó en 2025 que el país cuenta con unas 500.000 toneladas de litio, y que yacimientos como el de Shevchenko, en Donetsk, superan el millón de toneladas de óxido de litio. Además, la Unión Europea ha reconocido que Ucrania alberga 22 de los 34 minerales críticos para la industria tecnológica y militar, incluidos el grafito, el uranio y varias tierras raras, como reportó Reuters.
¿Se entiende ahora por qué esta guerra no es solo geopolítica, sino también energética y económica?
La construcción del enemigo
Mientras tanto, se habla de “nazificación” y “desnazificación”. Términos que, más allá de su veracidad, cumplen una función: crear enemigos absolutos. Alemania aloja hoy más de 35.000 tropas estadounidenses en su territorio, además de infraestructura estratégica. Polonia y Ucrania caminan hacia un rol similar, repitiendo la historia de ser territorios sacrificados en la partida de ajedrez de las potencias.
Entre memoria y olvido
Polonia, país que sufrió invasiones, fascismo y socialismo, parece haber olvidado su propia tradición de resistencia frente a los imperios. Hoy se alinea sin reservas al relato atlántico: ese discurso político, mediático e ideológico que presenta a Estados Unidos como garante de la seguridad mundial y a Europa como bastión de la democracia, justificando guerras como Irak, Afganistán, Libia o la propia Ucrania bajo el nombre de “intervenciones humanitarias”.
Frente a esa narrativa, la rusa y la china recuerdan que estos conflictos son también luchas por recursos y hegemonía. Y entre ambos relatos, se cuela el de la transición energética y digital como “misión civilizatoria”, sin mencionar nunca la puja por minerales y mercados que la sostiene. Es un olvido histórico selectivo, casi inducido. Como en la película La vida de los otros, donde el espionaje estatal se infiltraba en la intimidad de los hogares, aquí también hay una vigilancia invisible: la de las narrativas que borran el pasado para imponer obediencia en el presente.
Una conclusión entre voces
No llegué sola a esta conclusión. Fue el resultado de conversaciones incómodas, a veces tensas, con personas que no son amigas, pero sí testigos del mismo tiempo histórico. Entendí que el conflicto en Ucrania no es una defensa de la democracia. Es un reacomodo global de poder, un negocio disfrazado de causa justa, una guerra que no se libra por la soberanía de los pueblos, sino por el mercado energético y la hegemonía de los monopolios.
Europa repite su historia, atrapada entre la memoria y el olvido, como si avanzara caminando en círculos. Y en ese círculo, los pueblos, desde Ucrania hasta Polonia y en general en toda Europa, pagan el precio de decisiones tomadas muy lejos de sus fronteras.
Como en Doctor Zhivago, donde la nieve cubre los cuerpos de quienes cayeron en una guerra ajena, aquí también la historia se repite: los que mueren no son los imperios, sino los hombres y mujeres comunes que creen estar defendiendo su libertad, cuando en realidad sostienen los intereses del capital.
Luisa Deluquez

