Una expresión usual en el argot popular predica que la política es dinámica. Quienes la traen a cuento se refieren a dirigentes que “cambian de partido o de candidato como quien se cambia de camisa y es así como prefieren ir a donde sople el viento sin importar que tan contradictorio pueda eso parecer”, como sostiene Ricardo Villaveces (Portafolio, 2022).
La razón de esta afirmación, por tanto, obedece a los cambios constantes que ocurren entre los actores de la actividad política. Así, por ejemplo, enemigos a muerte hasta ayer, un día cualquiera se presentan como amigos entrañables; los compañeros íntimos de hacía poco, son de pronto feroces contendientes que se atacan e injurian a cada momento; los otrora compadres inseparables, devienen despiadados rivales que buscan destruirse a toda costa.
Estas mudanzas ocurren sobre todo en época electoral cuando se fraguan alianzas o asociaciones que se tenían como impensables por las serias diferencias políticas, ideológicas y hasta morales que sus promotores o socios exhibían en el pasado reciente. En esta coyuntura, en efecto, es común encontrar aspirantes a cargos públicos que han militado en varios partidos, es decir, políticos que se matriculan en partidos o movimientos contrarios a sus auténticas ideas buscando el sol que más alumbre.
Tales conductas sin duda contribuyen poderosamente al descrédito de la actividad política. Y no es que el político, en uso de su libertad, que es la misma de cualquier ciudadano, no le sea lícito cambiar de ideas o de partido, pero ello no debe ser resultado de cálculos mezquinos u oportunistas sino de una búsqueda de lo que más conviene a la comunidad.
Esa llamada dinámica política busca disfrazar uno de los peores comportamientos del ser humano como es la traición que, según el DRAE, es “Falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”, lo cual es particularmente doloroso cuando procede de alguien al que se consideraba un amigo sincero.
Este hecho, por supuesto, pone de presente que el valor de la amistad se ha perdido, y lo que es peor: justificamos el avieso procedimiento hasta con frases célebres. El asunto no es nuevo. La prueba es la traición de Judas a Jesucristo; la de Marco Junio Bruto a Julio César en el Imperio romano, y más recientemente, la de Santos a Uribe en Colombia (Santos para justificarse afirmó que en política la traición es casi la regla y no la excepción). Más allá de la amistad y las buenas intenciones lo que parece reinar entonces son los intereses y los cálculos electorales. Nadie está a salvo.
Mi entorno no es ajeno a este fenómeno, y la verdad es que duele mucho, no sólo por la forma en que afecta las buenas relaciones familiares y las amistades históricas, sino por el impacto que tiene sobre las nuevas generaciones que, dada la recurrencia de tales conductas, se abstienen de participar en el ejercicio político, privándose de intervenir en asuntos que nos conciernen a todos.
En conclusión, no puede negarse que los tránsfugas, desleales, traidores y políticos de ideas débiles e inconstantes le infunden a la política llamativos pero lastimosos rasgos dinámicos.
Si no hubiera traiciones y deslealtades en la política y los políticos respetaran las ideologías en que dicen creer (cosa improbable, sino imposible), la política seguiría siendo dinámica, pero no por ese talante deplorable sino por su capacidad de promover la renovación y el cambio.
Ojalá estas conductas desaparezcan de la actividad política para que esta no se siga hundiendo en el descrédito y la decadencia. Por eso es importante que no sigamos elevando a estatus de buen político al traidor que con cinismo posa de inclusivo, generoso y comunitario.
Misael Arturo Velásquez Granadillo