UN FUNERAL CON ECO DE CAMPAÑA

En Colombia, ni la muerte logra detener la disputa política. El reciente adiós a Miguel Uribe Turbay lo dejó claro: entre coronas de flores y discursos solemnes, se coló el ruido de la confrontación partidista. Un país que llora, pero que al mismo tiempo sigue peleando.

El velorio fue, para muchos, un acto íntimo y doloroso; para otros, una plataforma para reafirmar posturas, medir fuerzas y dejar claro que las tensiones no se toman descanso. Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿en qué momento dejamos de separar el dolor humano del debate político?

Miguel Uribe, más allá de las simpatías o críticas que despertara, representaba a una generación que llegó al Congreso con ímpetu y con la convicción de dar pelea en la arena legislativa. Su voz para unos, un estandarte de firmeza; para otros, un rival político incómodo tenía algo que hoy escasea: claridad en sus convicciones y disposición a defenderlas, aun en medio de la tormenta mediática.

Su carrera política fue veloz y mediática. Como concejal, secretario de Gobierno de Bogotá y luego senador, construyó una marca personal que trascendía a su partido. Lo hacía con un estilo frontal, sin rodeos, que generaba titulares y debates acalorados. Esa misma frontalidad, en la hora de su despedida, provocó que las diferencias ideológicas se colaran entre los rezos y los aplausos.

Pero tal vez lo más revelador fue lo que quedó fuera del protocolo: abrazos incómodos entre adversarios, conversaciones a media voz, silencios que decían más que las palabras. Hubo lágrimas sinceras y también gestos calculados para las cámaras. Porque en Colombia, la política no se guarda ni en los funerales.

El adiós a Miguel Uribe debería habernos recordado algo básico: que antes de ser políticos, somos personas. Que la muerte debería ser un espacio de pausa, de reconocimiento al otro, incluso si nunca coincidimos con sus ideas. Sin embargo, lo que vimos fue una radiografía del país que somos: fragmentado, impaciente y con poca disposición a escuchar sin pensar en la réplica.

Miguel Uribe descansa ya, pero la política colombiana sigue su curso, como un río turbulento que no conoce orillas. Entre discursos y homenajes, quedó flotando una sensación amarga: la de que, en nuestra democracia, la unidad es un lujo efímero. Dura lo que tarda en llegar el próximo titular de confrontación.

Su legado político será debatido, como es natural en una figura pública. Lo indiscutible es que, hasta el final, logró lo que muchos anhelan: dejar huella. Y quizás ese sea el mejor homenaje que se le pueda dar, más allá de las flores o los discursos: aprender a debatir sin destruir, y a despedir sin pelear.

 

Breiner Robledo Meza

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