UN JUICIO MORAL: EL PRECIO DE SER UNO MISMO

Mientras la corrupción roba los recursos públicos, la impunidad florece y los ciudadanos pierden la fe en la justicia, gran parte de la opinión pública y hasta algunos organismos de control centran su atención en el hecho de que una jueza haya decidido bailar en TikTok.

La protagonista de esta controversia es la jueza Marienela Cabrera Mosquera, de 47 años, madre de tres hijos y con una carrera judicial construida impecable. Una denuncia anónima, ligera y prejuiciosa la acusa de atentar contra el decoro y la moralidad de la profesión por haber publicado videos bailando y participando en tendencias de esa red social.

La juez, con valentía, ha respondido que lo que vive no es un proceso jurídico, sino un juicio moral. Y cuanta razón tiene, la verdad es que en Colombia abundan los juicios morales, especialmente cuando se trata de mujeres que no se ajustan al molde que la sociedad espera de ellas.

Si un juez hombre hubiera aparecido bailando en TikTok, ¿hubiera sido objeto de tanta incomodidad? Me atrevo a decir que no. Probablemente habríamos escuchado frases como ‘qué chévere, un juez cercano a los jóvenes’ o ‘qué moderno, qué fresco’. Pero tratándose de una mujer, las etiquetas cambian: impropia, indigna, carente de decoro.

Esto no es algo nuevo, las mujeres en la vida pública cargan con un escrutinio adicional, un control social sobre su cuerpo, su forma de vestir, su manera de hablar, incluso sobre cómo sonríen o se divierten. Cabrera Mosquera no solo es jueza; también es madre y esposa, y eso multiplica las exigencias. Se le pide ser ejemplo, pero un ejemplo rígido, sin la menor oportunidad de espontaneidad.

El decoro, esa palabra tan trillada en los expedientes disciplinarios, acostumbramos a usarla como una especie de cajón de sastre donde cabe todo lo que incomoda, sin que necesariamente tenga sustento legal.

¿Puede un baile afectar la imparcialidad de una jueza? No. ¿Disminuye su capacidad de fallar en derecho? No. ¿Compromete la confianza de la ciudadanía en la justicia? Solo si seguimos creyendo que la confianza se basa en la solemnidad de las apariencias y no en la rectitud de las decisiones. Lo que sí afecta la confianza son las demoras interminables en los procesos, los sobornos que todavía circulan en algunos despachos, la politización de las altas cortes y las condenas selectivas. Eso es lo que afecta la fe en la justicia, no que una jueza baile.

La Constitución colombiana protege el libre desarrollo de la personalidad, y ese derecho no se disminuye por el hecho de ejercer un cargo público. Los servidores judiciales tienen limitaciones razonables: deben ser neutrales, no pueden realizar activismo político mientras ejercen, deben respetar la reserva procesal. Pero esas limitaciones no llegan al extremo de impedir que un ser humano se exprese en redes sociales en su tiempo libre.

La jueza Cabrera no utilizó su toga para hacer propaganda, ni expuso información confidencial, ni comprometió la majestad de la justicia. Lo que hizo fue mostrar algo que a veces olvidamos: detrás de un despacho hay una persona de carne y hueso.

El moralismo siempre es selectivo, nos escandaliza un baile en TikTok, pero nos quedamos en silencio cuando un político es encontrado con fajos de billetes o cuando un contratista desangra al Estado. Señalamos con el dedo a una jueza por bailar, pero aceptamos que los grandes corruptos se paseen con impunidad por el país.

Ese doble criterio revela una contradicción: somos duros con lo trivial y complacientes con lo grave. La moral se convierte en un arma para controlar comportamientos que no encajan en la norma social, mientras los verdaderos problemas estructurales permanecen intactos.

Quiero invitar a imaginar algo distinto. Una justicia habitada por jueces cercanos, que no teman mostrar que sienten, que ríen, que bailan, que tienen familia y preocupaciones. Jueces que, sin perder la seriedad en el estrado, no renuncian a la alegría en su vida personal.

Porque la autoridad no se construye desde el miedo ni desde la frialdad, sino desde la confianza y la empatía. Y para que los ciudadanos confíen en la justicia, necesitan ver en ella humanidad, no estatuas de piedra.

La jueza Cabrera lo dijo con claridad: ‘Esto es un juicio moral’. Y tiene razón. Es un juicio que revela más sobre quienes la critican que sobre ella misma. Es un juicio que desnuda nuestros prejuicios, nuestra incapacidad de aceptar que los servidores públicos también son personas, y que el decoro no se mide en pasos.

de baile, sino en la rectitud con la que se administra justicia.

Este caso es una invitación a repensar el rol de la ética pública. A diferenciar entre lo que realmente afecta el ejercicio de un cargo y lo que pertenece al ámbito privado. A no caer en el facilismo de condenar lo que no entendemos o lo que nos incomoda. La jueza Cabrera es hoy el rostro visible de un debate mucho más profundo: el de una sociedad que todavía no termina de reconciliarse con la idea de que el servicio público puede ejercerse sin sacrificar la autenticidad personal, o mejor aún, el prejuicio que todavía persiste frente a las mujeres que se atreven a ser auténticas.

Quizás nos falte aprender que un juez que baila no es un juez indigno. Tal vez, incluso, sea el tipo de juez que necesitamos: humano, cercano y consciente de que la justicia también puede, y debe tener ritmo.

Siempre será un placer no encajar en moldes machistas.

Ladys Diana Ochoa Oliveros

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