UNA GEOGRAFÍA DE LA ENFERMEDAD

En los últimos días, el alcalde de Bucaramanga, Jaime Andrés Beltrán, ha dado declaraciones públicas en las que manifiesta que los ciudadanos venezolanos que se encuentren irregularmente en su jurisdicción deberán ser llevados al departamento de La Guajira, específicamente a la zona fronteriza de Paraguachón. Llama la atención este tipo de razonamiento pues, si nos atenemos al criterio de proximidad espacial, la ciudad de Cúcuta, el paso fronterizo más importante y con mayor presencia institucional hacia el vecino país, se encuentra más cerca de Bucaramanga. Cúcuta sería el destino más lógico de acuerdo con los criterios oficiales vigentes y en concordancia con principios humanitarios.

Como el mal ejemplo cunde, a esta propuesta se ha sumado el alcalde de Arauca quien, con solo asomarse a la ventana, puede ver en profundidad las corrientes fluviales y llanuras del territorio venezolano. Esa ciudad dispone de un cruce limítrofe sobre el río Arauca que la comunica con la población de El Amparo, perteneciente al estado de Apure en Venezuela. Vale la pena preguntarse ¿para qué recorrer cerca de setecientos kilómetros hacia el Caribe si el país de origen de los migrantes está a la vuelta de la esquina de la población que gobierna?

Lo más grave de este giro en las políticas migratorias es que ya comenzó a ejecutarse sin consultar siquiera a las autoridades del departamento y el municipio de destino. Migración Colombia informó hace pocas horas que en un operativo “en la ciudad de Arauca fueron ubicados 14 ciudadanos venezolanos con medidas migratorias vigentes”. Las personas detenidas fueron llevadas al departamento de La Guajira y “entregados formalmente a las autoridades migratorias venezolanas”.

Esta es una combinación perversa que mezcla peligrosamente xenofobia, populismo y políticas de seguridad. En esta visión perturbada, todos los venezolanos son delincuentes. Las declaraciones de los alcaldes mencionados no solo tienen un tinte xenofóbico: también reflejan visiones prejuiciosas, aunque tácitas, sobre La Guajira. En ellas, dicho territorio es percibido como parte de una geografía de la enfermedad. Una frontera remota diferente a las otras fronteras del país.

Esto no es nuevo. Recordemos las afirmaciones de la exministra Noemi Sanín en el año 2020 cuando la pandemia del Covid 19 llegaba a Colombia y reinaba la incertidumbre. “Los aeropuertos internacionales se tienen que cerrar: como tenemos y debemos recibir a los colombianos aún enfermos, hagámoslo en el Aeropuerto Internacional Militar de La Guajira; alistamos y ayudamos con todo para que pasen la cuarentena”, escribió la excandidata a la Presidencia, interpretando el temor de miles de sus coterráneos andinos. Se trataba de confinar la enfermedad en un espacio sacrificable.

Una explicación a la persistencia de esta visión sobre la península puede provenir de su trayectoria histórica como un espacio distante en la geografía y en el tiempo del resto de Colombia. Un territorio no incorporado plenamente a la sociedad nacional en donde solo florecen el contrabando, la corrupción y la desnutrición. Los desiertos a menudo son vistos como espacios abiertos, océanos de arena y cardos comúnmente deshabitados. Las personas que allí se encuentran son percibidas como seres itinerantes, económicamente improductivos, que ocupan la periferia de la nación. De allí que en algunos países los desiertos han sido los escenarios comúnmente escogidos para la realización de las pruebas atómicas, los ejercicios militares o el almacenamiento de desechos radioactivos.

Esa percepción de los desiertos ha llevado a que sean considerados como espacios expiatorios, áreas de sacrificio en los altares del crecimiento económico de un país, del autoritarismo sanitario o, como en el caso que nos ocupa, de las políticas migratorias y la seguridad nacional.

Weildler Guerra Curvelo

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