Se consumó el asesinato de Miguel Uribe. Un horror para su familia y para Colombia. Su hijo, Alejandro, de cuatro años, crecerá sin su padre, arrebatado por los violentos, como el mismo Miguel creció sin Diana, su mamá, a quien los mafiosos le quitaron la vida en 1991.
Algunos sostienen que el asesinato es la confirmación de que somos un país violento y que, una vez más, el ciclo se repite. Hay que tener mucho cuidado con semejante afirmación. Por un lado, contrario al sentir común, Colombia no siempre ha sido violento. O al menos no más que el resto del Continente. Durante el siglo pasado, las tasas de homicidio en nuestro país fueron muy parecidas a las de América Latina, excepto durante el período del enfrentamiento entre liberales y conservadores, entre 1948 y 1953, y, con tendencia creciente, a partir de 1975, cuando emergió la bonanza marimbera. Con la coca los homicidios se multiplicaron exponencialmente hasta llegar a los 79 por cien mil habitantes en 1991. Pero para 2010 la tasa había bajado a 34,5 y en 2014 era 26,5, la tercera parte de 1991. Desde entonces la disminución ha sido marginal, con aumentos en 2023 y 2024, de acuerdo con la metodología de Medicina Legal (este gobierno cambió el sistema de medición en el Ministerio de Defensa, para tratar de esconder el incremento). Los alrededor de 25 homicidios por cien mil de 2024 siguen mostrando una tasa muy alta en comparación con Europa, por ejemplo, pero ahora mucho más cercana a los 20,2 de promedio de América Latina.
Por el otro, no es cierto que los colombianos, en general, seamos violentos. La violencia se concentra en unas zonas del país que se caracterizan por la presencia de cultivos ilícitos y la minería ilegal y, de su mano, grupos criminales. En cuatrocientos municipios del país, el 36%, no hubo homicidios el año pasado. Los violentos son unos pocos, muy pocos, en comparación con la inmensa mayoría de colombianos que es, somos, pacíficos, honestos, trabajadores.
Más aún, el último magnicidio, el de Álvaro Gómez Hurtado, ocurrió en 1995, hace treinta años. Y esa es parte de la tragedia: el asesinato de Miguel es un salto atrás de tres décadas.
Al mismo tiempo que lo enterrábamos, muchos clamaban por la unidad nacional, moderar el lenguaje y dejar el odio. Pero acá también la generalización es no solo equivocada sino peligrosa. Primero, porque los que siembran odio son unos muy pocos como son aún menos los violentos y los corruptos. El grueso de los colombianos no odia y no transmite ni propaga odio. Después, la generalización distrae y al repetir culpas entre todos que son solo de algunos, permite que los verdaderos culpables de sembrar odio que evadan su responsabilidad e impide que podamos reclamarles que cesen sus ataques y su prédica odiosa. Finalmente, porque es muy distinto el impacto y la responsabilidad del ciudadano y la del funcionario público o, en su grado máximo, el Presidente de la República.
Ahí está el punto más importante: no somos todos los colombianos o la mayoría de ellos, no es la oposición, no fue Miguel Uribe, es Petro, que además constitucionalmente tiene el deber de simbolizar la unidad nacional, quien incita al odio, quien promueve la violencia, quien enarboló la bandera de guerra a muerte, y el responsable político de la muerte de Miguel. Hizo al menos 43 referencias agresivas, mentirosas, difamantes y calumniosas en X contra Miguel y con ellas le puso una diana en el pecho; fue su gobierno quien desestimó las 23 solicitudes que se hicieron para que mejoraran su esquema de protección y quien disminuyó su seguridad el día del atentado; y fue él quien nombró como negociador de paz al Zarco Aldiniver, un jefe de las reincidencias de las Farc a quien ahora se atribuye la autoría intelectual del homicidio. El Zarco habría ordenado y planeado el asesinato mientras estaba protegido por su calidad de negociador de paz. Apenas el 09 de julio, un mes después del atentado, firmó Petro la resolución que le retiró ese carácter.
En otro país, el solo hecho de impedir la captura de un bandido que después asesina a uno de los principales opositores políticos, le hubiera costado la cabeza a los responsables y la renuncia al Presidente. Acá no pasa nada. Para rematar, la posibilidad de que el crimen sea de Estado sigue rondando el homicidio y Petro se niega a explicar con quién y con qué propósito se reunió en Manta, la cuna de Fito y los Choneros, la banda violenta más antigua y poderosa del Ecuador, también vinculada al asesinato.
Sí, necesitamos unidad. Pero no con Petro y su izquierda extrema. Esa solo le sirve a él para aplacar las críticas y esconder la pésima gestión de su gobierno corrupto, incompetente y mediocre. La unidad debemos hacerla los demócratas para exigir justicia, defender las libertades y ganar las elecciones del 26, devolverle la esperanza a los colombianos e iniciar la reconstrucción del país.
Rafael Nieto Loaiza