¿Y DÓNDE QUEDÓ LA DIGNIDAD…?

El país completa hoy 215 años desde aquel día que un puñado de ciudadanos tomó la iniciativa de alzar su voz contra el régimen español. Era un día de mercado en Santafé y había que aprovechar la presencia del “pueblo” en la plaza mayor para que el sonido de “revuelta” tuviera suficiente volumen, así es que don Acevedo y Gómez acudió a toda su astucia para convertir un simple acto de descortesía de parte de un súbdito español, que se había podido resolver con gallardía propia de vecinos, en un motivo de Estado que sirvió para levantar las voluntades de distinguidos  ciudadanos neogranadinos s y convertir el “bochorno del florero”  en una “Declaración de Independencia”.  Se afirmaría entonces que, desde aquel día de 1810, nos reconocemos como país libre que lucha por su derecho de establecer su propia Constitución y su Ley para gobernarse de manera digna y de modo autónomo e independiente.  

Eso, hasta hoy. Después del espectáculo indignante de esta semana, vista la demencial alocución presidencial y siendo testigos del vergonzoso “consejo de ministros” que el país entero tuvo que soportar en las cadenas de televisión, siendo casi cinco horas de tortura, uno tiene la irrefrenable tentación de pensar si las cosas que están sucediendo en la más alta esfera de gobierno tiene algún asomo de realidad y de lógica. No es fácil decirlo y menos aceptarlo, pero cualquier observador sensato, sea éste nacional o extranjero, y acaso mucho más si es un extranjero que proviene de un país gobernado de manera digna por personas competentes, ignoraría el hecho de que se vive en Colombia un desastre completo en la más alta estructura de Gobierno y que el país enfrenta hoy un riesgo evidente de “andar a la deriva”, sin Gobierno, sin timonel.  Veamos eso con cuidado.

De todas las horas del nefasto “consejo de ministros” citado, que no es el primero  en nuestros tiempos recientes, después que el Presidente dio la orden que serían televisados como si se tratara del más mediocre de los realities, recuerden, así fuera en contradicción de la Ley, ¿qué se puede sacarse en claro como lineamiento presidencial –o quizás ministerial- para que uno pudiera estar seguro y tranquilo de que alguien en esa convulsionada mesa orienta en buen sentido la gestión de Gobierno?  Se supone que un Consejo de Ministros – que ahora lo ponemos con mayúsculas-  es la máxima instancia de gobierno colegiado de la Nación y la primera institucionalidad nacional para tomas decisiones de Estado, sin embargo, lo que se vive allí no tiene ni el más remoto parecido: se ve más como una jaula de perros rabiosos, y les suplico su perdón por la comparación, o un remedo de canibalismo institucional. 

Allí no hay nada de gobierno, no hay nada. No se puede aclarar algo como una línea de política pública en beneficio de todos, o de pronto una orientación estratégica para la acción de Gobierno, o acaso alguna directriz para la acción coherente en el corto período de tiempo que le queda al “Gobierno del Cambio, nada, sólo disparates, retórica incoherente, perorata vacía, regaños  para los ministros, amenazas para unos y otros, insultos, ofensas, argumentos discriminatorios, claras demostraciones de soberbia y autoritarismo fatuo,  pero nada que deje ver con claridad una mano firme de Gobierno que sepa para dónde debe conducirse el país. Eso es andar a la deriva. Lo que se vive allí es un show mediático en el que hay un solo actor, el que grita, el que regaña, el que vocifera y se hunde en elucubraciones estériles; los demás son espectadores silenciosos que sonríen falsamente y mueven sus cabezas en señal de aprobación, porque saben que, si contradicen en algo, caerá sobre ellos el grito presidencial y saldrán directo para la calle. No hay allí Dignidad en absoluto. Se puede entender, entonces, que haya exministros como Cecilia López, José Antonio Ocampo y Alejandro Gaviria que se pusieron un día de pie y se marcharon de semejante “culebrero”, en palabras de ellos, porque no vieron la forma de entenderse con semejante talla de Presidente autoritario e inconsciente, que espera que todo se haga como él dice. Queda claro que allí la opinión autorizada de los ministros carece de valor.  

De modo consecuente pensaríamos que así mismo llegó el momento en que Susana Muhammad, Luis Gilberto Murillo, Álvaro Leyva y hasta Laura Saravia se dieron cuenta de lo mismo: que ese no era su lugar para desempeñarse dignamente y finalmente se fueron. La razón viene siendo una sola: no existe allí, se perdió hace rato, el ambiente adecuado para servir con Dignidad los intereses del Estado y de la Nación. Allí no hay nada que recuerde o permita imaginar lo que es y debe ser la más alta instancia de decisión colegiada dentro del poder Ejecutivo.  El Presidente convirtió el Consejo de Ministros –con Mayúsculas- en una instancia de exhibición personal, lo cual destruye de plano el concepto de Dignidad que se exige en ese nivel tal alto de la esfera de Gobierno.

Recuerdo que hace décadas, en vida de mi padre, el Presidente y sus Ministros eran una institución verdaderamente venerada. Los más grandes políticos del país aspiraban de manera genuina a pasar por el Consejo de Ministros como un paso casi obligado en sus aspiraciones de alcanzar la Presidencia.  El país se “sentaba” –literalmente-  a escuchar por la radio las alocuciones presidenciales porque eran verdaderas piezas de filosofía de Estado:  brillantes, coherentes, ordenadas en todo sentido, sólidas en sus postulados, por lo tanto, constituían “actos de gobierno” que los presidentes realizaban de cara al público que les escuchaba con atención y respeto. Mi padre se sentaba al lado de un enorme aparato de radio que tenía en casa a escuchar al Presidente, porque era su deber – eso decía- escucharle, y yo me sentaba a su lado a esperar con paciencia que el discurso terminara. Yo no entendía mucho, pero me divertía ver cómo mi padre compartía su pensamiento, y reía a veces, o aplaudía, o vociferaba, y se paraba a veces para dar unos pasos y se volvía a sentar con esa severidad reflejada en su rostro, que nunca podré olvidar.

 Así comenzó mi vida política: sentado al lado de mi padre, él apenas rondando los cuarenta años, yo sin llegar aún a mis primeros diez. En esa coincidencia de espíritus, viví con él los momentos difíciles de la Matanza de la Santa María, siendo aún el Gobierno de Rojas Pinilla (1957), y luego “gocé” con él los momentos gloriosos del Golpe de Estado contra el Dictador (1958), la llegada de la Junta Militar y luego la elección de Lleras Camargo. No recuerdo que haya habido, después de ese ilustre Presidente, nadie que haya merecido que el pueblo haya salido en masa a las calles a gritar “gracias Presidente” cuando terminó su gobierno en 1962. Mi padre no vivió para ver ese momento.  Tampoco recuerdo que haya habido otra manifestación masiva de admiración y respeto como el sepelio de López Pumarejo en la Catedral y la marcha hasta el Cementerio Central en 1959. 

 No queremos decir con esto, necesariamente, que “todo tiempo pasado fue mejor”, como en las coplas de Jorge Manrique, pero sí estoy seguro que, de la “magnificencia del Estado” y de la Dignidad de la institución Presidencial de aquellos tiempos, no queda nada, menos aún después que se instaló en Palacio el personaje que ha sabido llevar el país al más profundo y humillante estado de vergüenza.

Días difíciles para todos nosotros los que están por venir, porque lo que se puede ver en “el gobierno del cambio” es un desaforo infinito por destruir lo que pueda parecer que está al servicio del “gran capital”, según las palabras del propio Presidente, luego que ha dizque leído por segunda vez y subrayado el “libro de Marx”. No sabemos cuál de ellos, de modo que nos queda la duda que sea cierto lo que dice, aunque si nos queda la certeza de que hará lo necesario para dejar sentada “su huella” como el primer presidente de izquierda que llegó allí a destruir, no a construir; llegó a dividir, no a unir; que llegó imponer su voluntad, la suya, no la de la Nación. Afirma el Presidente en uno de esos momentos de “divagación inducida” que Colombia está haciendo historia en el mundo y tiene razón: somos el primer país del mundo en ser destruido por su propio Presidente. ¿Cómo les parece eso?

Para la tormenta que viene habrá que estar preparados. Sabemos que al gobierno que llegue le va a corresponder la dura tarea de recomponer todo lo que destruyó el “Gobierno del Cambio”, y para que eso sea posible los demás ciudadanos nos hemos de armar de la Dignidad que nos queda para recuperar lo que se ha perdido, porque aquellos que aún están en el alto Gobierno harán sin remedio lo que se les ordene desde “el altísimo mando”.

 

Arturo Moncaleano Archila

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