Sostuve en una columna anterior que el sistema educativo colombiano no disminuye la desigualdad y no prepara adecuadamente a los jóvenes ni para el empleo ni para el emprendimiento. Con excepciones que confirman la regla, no cumple sus tareas de asegurar el futuro económico del estudiante y de ser la escalera del ascenso social.
Las tareas son múltiples. Voy a señalar una indispensable y fundamental: cerrar las brechas. Por supuesto, hay que hacerlo con calidad. Es en la educación superior donde se concentra la atención y, en consecuencia, los recursos públicos. Es así, triste es decirlo, porque los universitarios se organizan, gritan, paran, tiran piedra. En cambio, ni los muchachos campesinos ni, mucho menos, los niños de preescolar y sus padres, hacen ruido. Pero es allí, de cero a cinco años y en las zonas rurales, donde deberían enfocarse prioritariamente los recursos. La inversión en la primera infancia permitirá evitar la inequidad temprana, muy difícil de superar después, y es, de lejos, la que mejor retorno posterior tiene. No hay recursos mejor invertidos en materia de educación que los que se focalizan en los primeros años. Pero ocurre que, por un lado, 560 mil niños sufren de desnutrición crónica, con graves consecuencias en su capacidad cognitiva, su escolaridad y sus ingresos futuros. Por el otro, para el próximo año se prevé que la cobertura de niños en edad temprana sea de apenas dos millones, el 35%.
Hay que advertir que, sin embargo, la mayoría de niños atendidos lo son a través del ICBF y las madres comunitarias. Hacen una encomiable tarea de cuidar, pero no tienen la formación pedagógica para educar. De manera que hay que acelerar decididamente la cobertura, acompañada por un mínimo de alimentación balanceada, pero hay que hacer todos los esfuerzos para que se haga por profesionales que puedan cumplir adecuadamente la función educadora.
En las áreas rurales, las últimas cifras que conozco, 2017, el promedio de escolaridad era de apenas 6 años cuando en las ciudades es de 9,7. La cobertura era del 60,5% en educación secundaria y de un ínfimo 31,4% en media, muy por debajo de los promedios urbanos, 76,4% y 47,6%, respectivamente. De las 43.480 escuelas rurales, apenas 6.700 cuentan con secundaria. Agréguese que en las áreas rurales no hay ni una sola escuela pública con desempeño óptimo (4% en zonas urbanas) y el 70% tiene las peores calificaciones. Las escuelas rurales tienen los profesores menos formados y con más malos puntajes en los exámenes Saber.
Un estudio de Adolfo Meisel de septiembre de este año ratifica lo expresado. Los departamentos más ruralizados, que están en la periferia, son también los más pobres. Y son los que peores resultados tienen en educación tanto en la secundaria y media como en las universidades, todos muy por debajo de los promedios nacionales que, en todo caso, son en sí mismos muy malos.
Para rematar, la pandemia agudizó la profunda desigualdad. Apenas el 16% de los hogares rurales tiene conexión a internet. La virtualidad saca del sistema educativo a miles y miles de niños, en especial en el campo.
Así que en las áreas rurales está el mayor déficit de cobertura, tienen la peor calidad educativa y están concentrados los mayores índices de pobreza multidimensional y monetaria. Hay que focalizar la tarea en reducir la brecha de cobertura escolar en las áreas rurales, mejorar rápidamente el acceso al internet (el costo del escándalo de corrupción en el contrato del MinComunicaciones trasciende lo estrictamente monetario. Supone un nuevo retraso en ofrecer conexión digital a los campesinos) y hay que hacerlo con buena calidad.
Esta breve radiografía muestra que, aunque la educación es un derecho formalmente protegido, en la realidad son muchos, en especial infantes en todo el país y los niños en las áreas rurales, quienes no tienen acceso al mismo y, cuando sí acceden, el servicio es de muy mala calidad. La educación universitaria es muy importante y concentra la atención. Pero el Estado debe tomar sus decisiones por razones estratégicas, no solo por la capacidad de presión y acción política de las universidades públicas, los universitarios y el sindicato de maestros.
Rafael Nieto Loaiza