Desde hace tres décadas diversas organizaciones académicas y movimientos sociales acumulan evidencias de que algunos grupos humanos, entre los que se encuentran indígenas, negros y personas de bajos ingresos, soportan una carga desproporcionada de riesgos ambientales.
Un ejemplo de ello es la población de Cumbre, un antiguo quilombo de esclavos en el noreste del Brasil, que ha sido drásticamente afectado tanto por la expansión de granjas de cultivos de camarón como por el emplazamiento de un parque eólico en su territorio. Este último se hizo sin hacer realizado una consulta con sus habitantes. Como lo registra una nota del diario español El País, las comunidades y muchas voces de la academia ven en este caso un nítido ejemplo de racismo ambiental que somete a los pobladores a los intereses de poderosos grupos económicos. Estos usualmente se desplazan a las comunidades de sus territorios o, degradan su entorno y sus condiciones de vida de una manera dramática.
Ante el mundo exterior algunos proyectos eólicos son enviados desde su rostro amable como parte de una necesaria transición hacia un tipo de energía verde que sustituye a las antiguas y contaminantes fuentes de los combustibles fósiles. Sin embargo, como dijeron los desencantados habitantes de Cumbe, “la energía es limpia, pero su instalación no”.
No tenemos que ir hasta el Brasil para vivir en carne propia esas dolorosas y frustrantes experiencias. En La Guajira el desierto es visto por algunos grupos económicos como un vacío desprovisto de seres vivientes. Mientras que algunas empresas con experiencia en el territorio promueven el diálogo y los acuerdos con las comunidades wayuu a otras se les ha escuchado, aun en presencia de las comunidades, una expresión ¡llena de soberbia!
Un medio ambiente sano es un derecho básico de todos los habitantes de la Tierra, un derecho reafirmado por la declaración de Río de Janeiro. Como lo ha expresado la geógrafa norteamericana Susan Cutter los riesgos ambientales están desigualmente distribuidos dentro y entre sociedades, y sabemos que estos riesgos importantes a las poblaciones de manera diferente. Algunos wayuu alegan tener información insuficiente acerca de los posibles impactos de los parques eólicos en el Resguardo de la Alta y Media Guajira y no se consideran justas las compensaciones ofrecidas por las empresas.
Las autoridades deben propiciar el diálogo y generar una conversación entre las partes alrededor de los derechos, la equidad, la justicia ambiental o una potencial forma de asociación. Constituye un inmenso error de las autoridades anunciar el envío de un batallón especial del ejército que, citando sus propias palabras,” tendrá la misión de salvaguardar la inversión de los conglomerados económicos extranjeros que han confiado en sembrar recursos en este país”. Ello refleja una visión colonial del territorio guajiro.
Si bien queda claro que la inversión extranjera esta oficialmente protegida cabe preguntarse ¿Quién protege entonces los derechos de las comunidades indígenas? La decisión de militarizar el territorio wayuu se apoya aparentemente en la necesidad de combatir a la delincuencia común pero también puede ser leída como un acto abiertamente intimidatorio contra las voces críticas y las comunidades inconformes.
iLejos de suavizar las tensiones sociales ya existentes esta decisión imprudente puede exacerbarlas y enrarecer las consultas! Si ello ocurre pasaremos de la búsqueda de una economía verde al riesgo de una economía impuesta a través de las armas y teñida de rojo.
Weildler Guerra Curvelo