Cuando la intensidad laboral lo permite, uno busca la forma de escaparse del encierro con todos los cuidados: distancia social, tapabocas, saludo de lejos, despedida de lejos, etcétera. Todo hace parte de una especie de nuevo modo de comportamiento a fin de seguirle la corriente a una nueva realidad que nos tapa la sonrisa, nos uniforma media cara y nos muestra casi sin identidad. Una nueva realidad que en todas sus fases nos hace interpretarla de formas diversas; a veces con miedo, otras con negación y otras con simple frustración por cuenta de la cantidad de efectos devastadores que la pandemia —o que la reacción del mundo frente a ella— han generado. En fin, el punto es que en mi círculo puntual, me estoy atreviendo a salir para “medio socializar”.
Hace poco me encontré con unos amigos en un café al que iba con frecuencia antes de la pandemia. Conversando de todo un poco, surge el tema del matrimonio entre parejas del mismo sexo. ¡Uf! Ese temita en el marco de una charla entre personas que la pensamos diferente, tiende a hacerse eterno y aburridor. Yo, que ya tengo la mala fama de ser de ultra-derecha (no siéndolo), dije —quizá sorprendiendo a más de uno— que no me incomodaba el hecho de que adultos del mismo sexo tuvieran la posibilidad de unirse en un matrimonio jurídicamente válido, así como lo hemos hecho parejas heterosexuales. Mi argumento fue simple: los adultos son libres de escoger con quien compartir su vida, y en esa medida no me resulta justo que el ordenamiento jurídico les impida formalizar el ejercicio de sus libertades; mucho menos, cuando se trata de un acto que generalmente se origina en el climax del amor.
La cosa cambia cuando me hablan de la adopción de menores por parte de parejas homosexuales. Ese temita también surgió y ahí también opiné. Dije no estar de acuerdo, pero dejé que aquellos que coincidían conmigo expusieran sus argumentos. Me quedé en silencio escuchando las opiniones en contra y a favor. Me di cuenta que quienes más se oponen a esa posibilidad, son personas apegadas a la tradición y a los preceptos religiosos. Pero también escuché —en silencio— a quienes sí les parece adecuado, justo y necesario, que se le conceda a parejas homosexuales la posibilidad de adoptar. Sus argumentos eran variados. Decían, haciendo referencia al caso colombiano, que en Bienestar Familiar hay un número importante de menores a la espera de ser acogidos en el seno de hogares dispuestos a darles amor. Incluso dijeron que buena parte de esos menores están allí por el abandono, el maltrato y la falta de afecto por parte de parejas heterosexuales. Lo afirmaron con tanto énfasis que sentí que prácticamente ese se estaba convirtiendo en el principal fundamento para proponer la aceptación de que parejas homosexuales tengan la opción legal de adoptar. Eso no me gustó, pues es un razonamiento que si bien se basa en precedentes innegables, no está llamado a prosperar como cimiento de una nueva realidad jurídica relativa a la adopción. Eso sería presumir la culpabilidad de las parejas heterosexuales frente a una santificación de las homosexuales. Eso sería concretar un cambio basándonos en precedentes nefastos solamente atribuibles a parejas heterosexuales mientras nos negamos inexplicablemente a atribuírselos a las homosexuales. Por eso no me resultó un argumento de peso. Y entonces hablé… O sea, quería decir algo provocador y un poco sorprendí a mis contertulios. Les dije: —Pero con base en ese argumento, visto que los niños corren el eventual riesgo de ser adoptados por parejas inadecuadas (homosexuales o heterosexuales), entonces propongamos que sean los micos los que los adopten. —Y pa’ qué fue eso. Me dijeron ‘bruto’, ‘homófobo’, ‘te creía inteligente’, ‘qué carajo estás diciendo’, ‘cómo comparas a los homosexuales con micos’, ‘los micos no razonan’, etc. ¡jajajajaja! Inmediatamente capté que no entendieron mi provocación, lo cual me pareció comprensible dada la complejidad de mis elucubraciones mentales. Ellos no sabían que soy fan de Tarzán y de los monos que lo criaron. Tampoco sabían que lo mío era una provocación. Lo que sí me esperaba era que entendieran que mi mensaje iba encaminado a quitar como fundamento para aceptar la adopción por parte de parejas del mismo sexo, el hecho de que puede materializarse un desenlace desolador en la adopción por parte de parejas heterosexuales; pues, como es apenas lógico, dicho desenlace también puede darse en un contexto homosexual.
El otro argumento que también tocaron, fue el del derecho a adoptar. Como preguntándose el porqué las parejas heterosexuales tienen derecho a hacerlo y las homosexuales no. Eso tampoco me pareció un argumento válido considerando que la adopción —en mi opinión— no es un derecho de los padres. Es una opción que surge como consecuencia del derecho de los menores a crecer en el seno de una familia. Y bueno, aunque reconozco que el significado de familia no se circunscribe a aquellas compuestas por un padre, una madre y unos hijos, sí creo en el derecho de los menores a tener la expectativa de ser acogidos en un hogar con una madre y un padre como pilares fundamentales de su crianza. Quienes tuvimos el privilegio de ser criados en la presencia de ambas figuras, sabemos que esa es una bendición en la que todo niño debe caer.
Por eso y por otras razones que algún día les contaré, no estoy de acuerdo con la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Y aunque a algunos les resulte contradictorio, vista mi posición con el tema del matrimonio gay, no lo es. Que dos adultos tengan el derecho a formalizar el ejercicio de sus libertades, es muy diferente a que privemos a un menor del derecho a gozar de una bendición por razones ajenas a su voluntad.
Al finalizar mi visita al café, me fui a la casa y volví a verme ‘La leyenda de Tarzán’ dirigida por David Yates y estrenada en el 2016. Me gustan todas sus versiones, pero esa es buenísima.
Miller Soto