UN CONDUCTOR PARA EL CURA

CAÍA, así le decían. Nadie sabe el origen del apodo. Sus familiares que debían de estar enterados, se extrañan con la pregunta: no, no sabemos ni el cómo, ni el dónde ni el cuándo de ese apodo. Parece que nació con él.

Su verdadero nombre era Enrique Elías Pontón Romero. Ese remoquete pudo ser una derivación de su segundo nombre: Elías. Acostumbraba a escribir todas las letras de su apodo en mayúsculas. Así lo copié de un tablón de la cerca de su casa. De los hijos de Teotiste Romero era el tercero de la camada que tuvo con Tomasito Pontón. Poseía un espíritu aventurero, juguetón y jovial. Sus amigos, que eran muchos, dicen que le gustaba poner cebo. Su vida era una fiesta.

Había nacido con certeza en 1954, un día cualquiera de los 28 de ese febrero que no fue bisiesto. Experimentó muchas vivencias inocentes en su adolescencia hasta encontrarse de nuevo en San Juan del Cesar buscándole el lado amable a la vida.

En su primera juventud fue muy travieso, sus hazañas nos hacían reír. Tenía una novia que se llamaba Vilma y trabajaba en la casa de Nicolasa Romero desempeñando oficios domésticos. La muchacha era graciosa, bien parecida y él se mostraba orgulloso de ella. Nadie sabe cómo la conoció ya que rara vez salía a la calle. Cuándo se le preguntaba cómo lo hizo, contestaba:

“Ayy, yo tengo una turcutú que le lleva mis mensajes”.

Al fin, nunca supimos quién era la turcutú que le servía de paloma mensajera.

Todos recordamos que el inmenso patio de la casa de Nicolasa Romero estaba limitado por una cerca de tablones macizos, horizontales y superpuestos, pegados con clavos de 5 pulgadas. Estos tablones tenían una tonalidad grisácea.

CAÍA estaba pendiente de la caída del sol. A esas horas vespertinas parece que empezaban a removerse en su cuerpo las células del romanticismo. Aprovechaba que el matrimonio de Joaquín Gámez y Nicolasa Romero sacaba los asientos de cuero al frente de su casa en la calle del Embudo y recostados a la pared empezaban a conversar, aprovechando la fresca de la tarde.

Entonces CAÍA se iba por detrás del patio, por la calle de Las Flores, quitaba un tablón de la cerca, que ya había sido removido previamente, y por ahí, por ese hueco, le estampaba a Vilma los besos que la mantenían enamorada. Nos contaba sus travesuras y se reía a carcajadas.

En el último tiempo se desempeñaba como conductor de un Toyota cortico de propiedad de “Mengo” Gámez, que viajaba a los corregimientos cercanos a la cabecera municipal de San Juan del Cesar, llevando y trayendo mercaderías que son propias de los labriegos de estas comarcas.

Fuera del apodo base que tenía, algunos amigos también le decían ilustre, entre ellos Arique, mi hermano, que era uno de sus compañeros habituales. A veces le preguntaba en la buena mañanita.

¿Para dónde va hoy, Ilustre?

¡Voy a Corral de Piedras, pero regreso temprano!, respondía.

Otro círculo de amigos, más contemporáneos con él, lo llamaban con otro sobrenombre más comprometedor: le decían “Peligro”, tampoco se sabe por qué. Llamarlo así, decirle “Peligro” ante personas que no estaban familiarizados con la gerga popular, que no manejaban el sentido del humor, le salió caro a CAÍA, o por lo menos perdió una buena oportunidad de mejorar su empleo.

Resulta que el padre Raimundo Ríos Navarro, párroco de la iglesia San Juan Bautista de San Juan del Cesar, andaba en proceso de selección de un conductor para el carro asignado a la parroquia.

Un amigo de CAÍA, César Estrada Peñaranda, conocido como “Mamino”, siendo un principiante como conductor se presentó a la entrevista. En vista de la seriedad de la propuesta del padre Ríos, a “Mamino” le entraron dudas acerca de su capacidad para ejercer el cargo a cabalidad y más bien le recomendó al padre Ríos a su gran amigo Enrique Elías Pontón Romero, quien era un conductor de experiencia y responsable. El padre le agradeció su sinceridad y convinieron en hacerle una entrevista al nuevo recomendado.

Cuando el padre Ríos y “Mamino” salieron al atrio de la iglesia para despedirse, pasó de casualidad CAÍA por enfrente de la iglesia en su Toyota.

“Mamino” al verlo se le olvidó el personaje que tenía al lado y saludó maquinalmente a su amigo con la efusividad de siempre. A pulmón herido, le gritó:

¡Peligro, Peligro!

Luego dirigiéndose al padre Ríos, le dijo:

! Padre, ese que pasó ahí es Enrique Elías Pontón ¡

Y el padre Ríos con el ceño fruncido, le preguntó:

¿Y usted cómo fue qué le gritó?

! Peligro, Peligro ¡, respondió “Mamino”, inocentemente.

! Uff no ¡, con ese sobrenombre me basta, la entrevista queda cancelada, no necesito más referencias, respondió el padre Ríos.

La suerte no le ayudó a CAÍA con esta opción de trabajo por un sobrenombre mal puesto, pero tampoco le ayudó unos meses más tarde cuando transitaba por el último tramo de su vida.

El día en que lo iban a matar, se levantó temprano y se arregló para salir. En un descuido de su madre Teotiste saltó la cerca posterior del patio y cayó en el traspatio de nuestra casa, se metió por un portillo de la cerca de “Gute” Brito, su vecino, mientras mis hermanas lo observaban, y entró sigiloso a su  patio hasta dar con la calle del Embudo, evadiendo la vigilancia de su progenitora. Iba con su hamaquita terciada porque pensaba dormir en Caracolí y regresar temprano a San Juan.

Su madre no sólo se valía de sus malos presagios para montarle guardia en la puerta de la calle, sino que los rumores del pueblo advertían que ningún vehículo podía subir hasta las estribaciones de Caracolí, porque los facinerosos que dominaban la zona iban a atentar contra todos los que lo intentaran. CAÍA lo intentó y los malhechores no perdonaron su osadía.

Fue asesinado el 29 de septiembre de 1979, junto con otras dos personas entre las cuales estaba Raúl “Hojita” Mendoza, que lo acompañaba en su correría. A los 25 años, su luz que iluminaba el sendero de varios amigos se apagó para siempre. Su desaparición le hizo un hueco a la alegría del pueblo.

Una comisión de sanjuaneros en sus vehículos, esa misma noche, partieron en busca de su cadáver. Estaba encabezada por Arique Brito Molina, José Alberto “el Manco” Fuentes Romero (QEPD), Rafael Armando “Judas” Brito Mendoza (QEPD) y Gustavo “el Pire” Brito Vega, protegidos por un piquete de carabineros de la Policía Nacional, para evitar más incidentes sangrientos, y lo trajeron a su casa donde lo esperaban sus familiares.

Su entierro fue muy concurrido pues estaba rodeado por un pueblo adolorido que supo darle una despedida sentida.

CAÍA se fue, es cierto, pero dejó su huella inolvidable. Cuando en la “Callecita” empezaron a sembrar la hilera de árboles en el separador de la avenida, a CAÍA le correspondió sembrar lo que es hoy la majestuosa ceiba al frente de la casa del difunto Pedro Orozco. Cuando el árbol da su cosecha quedan al final las lanas. Cuando esas lanas empiezan a desprenderse, van cayendo como pequeños helicopteros blancos en los patios de los vecinos, y nos hacen recordar a nuestros abuelos, que se iban a los montes a recogerlas para hacer almohadas. Recostados en esas almohadas muchos de nosotros forjamos nuestros sueños de niños.

Con la muerte de CAÍA quedó demostrado que los asesinos mataron el cuerpo, pero que su alma siguió viva entre nosotros, acompañándonos siempre.

Luis Carlos Brito Molina

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Un comentario de “UN CONDUCTOR PARA EL CURA

  1. Ana Milena Mendoza dice:

    Historias de mi pueblo que resuenan con los años y tren a la memoria de muchos paisanos y vecinos de la infancia.
    Qué la inspiración siga su marcha dando a conocer todos estos aconteceres del ayer Sanjuaneros.

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