POR LA ESQUINA DEL VIEJO BARRIO

Cuando Sara Brugés Molina buscó a Rafael Brito Fuentes para construir su vivienda estaba pensando que esa casona sería la sensación del barrio, localizada en la parte norte de San Juan del Cesar, a orilla de la vieja carretera y en el cruce con la calle de Las Flores. Reemplazaría su casa de bahareque por una de material que estuviera a la altura de las mejores del pueblo. Era una esquina privilegiada.

Su casa tendría las características arquitectónicas muy bien definidas, al estilo republicano. Fachada con un paredón alto que no permitiera ver el techo; columnas separadas cada 6 metros, sobresaliendo 10 centímetros del muro de la fachada; puertas de 2.8 metros de altura, que pudiera entrar un hombre a caballo y ventanas igualmente altas con rejas de hierro forjado empotradas en la pared. Los techos desaguarían por unos bajantes abiertos, incorporados a la fachada, construidos en cemento, especie de canaletas con superficie interior bastante pulida, permitiendo que el agua lluvia cayera mansamente en el suelo. La casa levantada en la esquina tendría forma de ele, con una galería de piezas paralela a la carretera y otra galería paralela a la calle de Las Flores. En el interior de la casa habría un patio amplio con un jardín fragante donde florecerían rosas, claveles, lirios y jazmines.

Era el estilo que estaba imponiendo en sus construcciones la alcurnia sanjuanera: La casa de Lacouture Mendoza, la casa de Erasmo Lacouture, hoy Casa Hotel Murillo y muchas más de la plaza Bolívar.

Sara Brugés se había casado a finales de la década del 20, del siglo pasado, con Maximiliano Rivera, un prestigioso músico que llegó a ser, a mediados de la década del 40, director de la orquesta de Riohacha, su tierra natal. Esta agrupación musical era de renombre y estaba conformada por reconocidos artistas. Miraban más hacia el mar que hacía el continente. Amenizaban fiestas en isla Margarita, Aruba, Curazao y muchas islas de las Antillas, incluyendo Trinidad y Tobago. En muchas ocasiones el maestro Rivera reforzó su orquesta con Fidel González Araújo, que era un trompetista sanjuanero de mucho renombre en el sur de la Guajira.

Para hacer estas correrías aprovechaban los pequeños barcos que salían de Riohacha a comercializar mercancías con muchos países del Caribe. La flota de barcos más importante pertenecía a un famoso contrabandista riohachero llamado Jorge Eliécer Arteaga, pero sus paisanos lo apodaban “Retra”, amigo de Maximiliano Rivera.

Con el entusiasmo del matrimonio, Rivera invitó a su mujer a una de esas correrías y parece que a ella le quedó gustando porque después siguió viajando sola a comprar mercancías mientras su marido seguía cumpliendo con sus compromisos musicales.

Traía vajillas y cristalería que vendía a las familias más acomodadas de San Juan del Cesar y Valledupar; traía sedas y telas finas que eran una sensación para la gente joven; traía camisas y guayaberas americanas de la marca Arrow; traía whisky de diferentes marcas; traía lociones y perfumes caros; traía relojes y toda la parafernalia que manejaba el contrabando.

Inicialmente concibió el negocio en una sola vía, trayendo cosas de allá para acá, pero luego que conoció el rodaje y el potencial del mercado caribeño se animó con productos de aquí para allá. Empezó entonces a vender en Aruba café suave de la sierra de Villanueva, Guajira, que en ese entonces era de contrabando porque el gobierno nacional ejercía total control sobre el principal producto de exportación de Colombia.

Fue así como Sara Brugés, con la ayuda de su esposo, obtuvo los recursos para construir una vivienda digna, modelo de imponencia en el barrio donde todavía sobresalían las casas de barro con techos de palmas. De esta manera Rafael Brito y Mallayo Ávila, los más prestigiosos albañiles sanjuaneros de la época, le dieron rienda suelta a su compromiso y terminaron la obra en pocos años.

Esta relación laboral hizo que creciera más la amistad que había entre Sara Brugés y Rafael Brito. Fue tanta la confianza y el cariño que se profesaban que Rafael Brito le prometió a Sara Brugés que la buscaría de madrina para el próximo hijo que tuviera. Sara no tuvo que esperar mucho tiempo para ver cumplida su promesa porque el 25 de noviembre de 1945 nació una bella papujita que le pusieron por nombre Estela. Cuando la ahijada se hizo adolescente fue para Sara Brugés como una bendición, porque le ayudaba en su vida de comerciante. Cuando las ausencias de Sara Brugés coincidían con las de su marido, Estela estuvo acompañando en las noches a su hija Etilvia, junto con Julia la de Martina y Yaya la de Rosa Molina, para matar el miedo que infundía semejante caserón.

Pero aun en su vieja casa de bahareque, Sara Brugés ya tenía su taller de máquinas para forrar botones y vender adornos, que colindaba con el patio de la casa de su hermana Gala Brugés. Ya con su nueva casa el taller fue trasladado de puesto pasándolo al frente de lo que sería más tarde el hospital San Rafael, y fue modernizado con nuevas máquinas Singer que producían los botones que requerían los trajes que confeccionaban habilidosas costureras de la época como Olga Parodi, Alcira Coronado, Emma Rois, Josefa Ariza, Teotiste Romero, Flor Guerra y la inmancable Matilde Mejía, la famosa Tile.

En ese entonces no se compraban vestidos confeccionados, sino que se adquirían las telas y se mandaban a coser. Muchas de estas costureras levantaron sus familias a punta de pedal, en largas jornadas, siguiendo las instrucciones de los diseños que imponían los figurines que venían de los grandes centros de la moda.

Para esa época la esquina de Sara Brugés se convirtió en punto referente, lugar emblemático en el imaginario colectivo, esquina de muchas recordaciones.

EL NEGOCIO DEL QUESO

En la década de los cincuentas, el músico soledeño Pacho Galán impuso un sonado merecumbé que se llamó “Ay Cosita Linda”. Entonces Tomás Cipriano Mejía, Tomás González y Jacobo Mejía, “el Pano”, junto con otros pequeños empresarios de la Guajira, fundaron una empresa de buses y le colocaron el nombre más llamativo del momento: Cosita Linda. Transporte Cosita Linda. En estos buses escaleras viajaban frecuentemente a Maicao, dos o tres veces por semana, Paula Brito y Celinda Molina acarreando quesos que compraban a los finqueros de San Juan y de otros municipios del sur de la Guajira. El objetivo era surtir de quesos a los comerciantes turcos y libaneses que monopolizaban el negocio en Maicao. Ellos vendían luego a los venezolanos, que en ese entonces se jactaba de ser los más ricos de Suramérica.

El Pano tenía afiliados a la compañía dos buses y cada uno tenía estampado en su frontis, con letras negras, su nombre: El Águila. Cuando a las águilas del Pano les tocaban el turno para Maicao, saliendo de Valledupar a las 3 de la madrugada, pasaban por la casa de Paula Brito a eso de las 4 y media, a cargar los quesos que ya estaban debidamente empacados.

El conductor de más confianza del Pano era Fare, su primo. No solamente mantenían en buen ambiente su relación laboral, sino que su lazo familiar era fuerte, profundo y respetuoso, como los de antes. Vivieron amarrados en vida y parece que el hico que los unía no se logró reventar del todo con la muerte, porque se fueron al infinito a penas con unas horas de diferencia. El otro conductor era Carlito Díaz, el de Tomasa, que le decían “el Gago”.

En esa época los ayudantes de las Águilas eran Juancho el de Sayo Brito y “Taturre” el de Tina Gámez, cada uno en su bus. Cargaban los bultos de quesos en la equipajera del techo del bus y emprendían su camino por una carretera tortuosa, totalmente destapada y llena de escalerillas, a veces intransitable, hasta la fronteriza Maicao.

Cuando los buses no eran las Águilas, entonces nos tocaba levantarnos a las 3 de la madrugada para acarrear hasta la esquina de Sara Brugés, en varios viajes, los bultos de quesos, en una carretilla chillona que nos vimos obligados a lubricar su rueda con aceite quemado para evitar los constantes reclamos del vecindario por no dejar conciliar el sueño en la madrugada. El aceite usado nos lo regalaban en la bomba de Colaza Romero.

LAS IDAS A CINE

Cuando Gabriel Ariza inauguró el teatro María Elena anunciaba sus películas en unos carteles que les llamábamos “Cuadros” y los colocaba en las cuatro esquinas más estratégicas del pueblo: La esquina de Manuel Nicolás Ariza, en la Plaza Bolívar; la esquina de Tanco Sarmiento, cerca del cementerio; la placita Santander, debajo del higuito y, como era obvio, la esquina de Sara Brugés.

La afición por el cine era un entretenimiento marcado en la juventud sanjuanera, cuando todavía no se vislumbraba la televisión en los hogares. El encargado de colocar los cuadros en las esquinas era “Mampale”, el hijo de Rosa Estrada, y el portero del teatro María Elena era Elías Fragozo que resistía, como gato patas arriba, los empujones de la fila para evitar los colados.

La película llegaba de Valledupar a eso de las 10 de la mañana en los buses de Costa Linda y la dejaban donde “Chave” Coronel, mientras la recogía Mampale. La película venía protegida por un envoltorio cilíndrico, cuya cubierta exterior era una carpa impermeable. Los rollos venían dentro de unos platos metálicos. Cuando la película la bajaba el bus donde “Chave” Coronel enseguida se regaba la bola, y todo el pueblo sabía que ese día había cine.

El teatro tenía encima de la torre de proyección cuatro parlantes picós, colocados en cruz, que apuntaban a todos los puntos cardinales de San Juan y se oían en todos sus confines. La película empezaba después de colocar en seguidilla 10 discos que guardaban el mismo orden todas las noches. Los dos últimos eran “Barrilito” y “Las Golondrinas”. Cuando sonaba “Barrilito” los más atrasados salían corriendo para alcanzar a ver el comienzo de la función.

En la puerta del teatro María Elena se hacía “el Chiche” de Matilde Ariza a vender en su chacita toda clase de golosinas de la época. Su mueble de madera, que lo sostenía por delante a la altura de la cintura por medio de una correa que se pasaba por detrás del pescuezo, constaba de varios cajoncitos surtidos con cajitas de chicles, frunas, chispitas, arrancamuelas, bombones y cigarrillos en paquetes o al menudeo. Por los lados de la chaza colgaban chitos, papitas y rosquitas.

Los amantes del cine más fervorosos eran José “el Manco” Fuentes, Arnoldo “Nono” Daza, Aníbal Ortiz, Bene Jopo y la Mocho, Aulio Mendoza y Moya Villar. Todos íbamos a la esquina de Sara Brugés a mirar el cuadro para saber la película del día, anunciada con mucho primor en letras de anilina redondeadas, grandes y multicolores.

LA CASA DE LAS VISITAS ILUSTRES

Una vez terminada la casona, era frecuente ver al padre Dávila visitando a Sara Brugés para tomarse un tinto y medirle la temperatura a lo que acontecía en el pueblo, conocer de las murmuraciones. Pastoreaba a su rebaño, pero sólo visitaba a las ovejas más prestantes de la sociedad sanjuanera. Era el faro moral que guiaba a su pueblo, según se pregonaba. Se decía que tenía más poder que el alcalde, o por lo menos, nada se hacía en San Juan sin su consentimiento. La consciencia del pueblo estaba amalgamada por sus directrices de vida, perfilada por las normas parroquiales.

Irónicamente, a la esquina de Sara Brugés también llegaba otro personaje que caminaba por el mundo por otras vertientes: Rafael Escalona. No iba a visitar a Sara Brugés sino al maestro Rivera. Muchos lo recuerdan, bajándose de un Jeep con una botella de whisky en la mano, en compañía de Colacho Mendoza y su conjunto de caja y guacharaca, en una de las tantas mañana que amanecía parrandeando en San Juan.

Había hecho amistad con varios sanjuaneros que estudiaron con él en el Liceo Celedón de Santa Marta: Gustavo Vega, Abraham Méndez, Juan Ariza, Vicente Suárez y Rafael Parodi, a quien le decían “Chepibe”. Cuando Patillal era un corregimiento de San Juan, venía a visitar a sus amigos recorriendo las mismas trochas destapadas y polvorientas que utilizaban los contrabandistas guajiros para inundar a la vieja Valledupar de whisky, cigarrillos y perfumes.

Era enamoradizo por naturaleza. En una entrevista que le hicieron, cuando ya era una mansa paloma, le preguntaron por qué le gustaba tanto San Juan: “Es el pueblo de Colombia con el mayor número de mujeres bonitas”, contestó. En San Juan se enamoró de Genoveva Manjarrés, la famosa Vevita de “El Testamento”.

Con razón el padre Dávila no le perdía pisada y hasta en la homilía exhortaba a las pollitas a cuidarse del gavilán. El compositor se enteró y lo mencionó luego en su canción “La Lengua Sanjuanera”.

Yo vivo pensando que esa lengua mala

Si no se corrigen se condenarán

Y hasta el padre Dávila dice

Que le estoy perdiendo a San Juan.

EL CUSTODIO DEL EDÉN

Cuando el maestro Rivera estaba en uso de buen retiro se mantenía casi siempre en su casa. Salía a cada rato a la puerta, caminaba por la acera desde el portón de Gala Brugés hasta la esquina de la calle de Las Flores, patrullando como un centinela.

En aquella época los niños rondábamos por las calles desnudos completamente, nadie se molestaba por eso y nosotros éramos felices con nuestros marañones al viento. Teníamos un umbral imaginario de 4 años, fijado por la costumbre, para andar como Adán por el paraíso. Atravesábamos las calles y nos metíamos a los patios ajenos a cazar lagartijas a punta de piedras, y los pequeños reptiles huían despavoridos por entre las rendijas de las cercas de Brasil. Pasábamos por los portillos, de patio en patio, en una fiera persecución. Álvaro Fuentes Romero, el recordado “Canillita”, al vernos sudorosos y agitados, nos puso como sobrenombre “los Zungos”, que eran unos puercos sin pelos, a los que se le notaba la mugre por encima.

Los hombres de esa misma época usaban en su bolsillo, tal como los jóvenes de hoy con su celular, una navaja, una yesca para prender los cigarrillos y una leontina con su reloj de bolsillo. Eran orgullosos de mostrar las navajas que tuvieran más herramientas: Destapador, sacacorchos, tijeras, punzones y cinco hojas cortantes de diferentes tamaños. Los más pretenciosos usaban las navajas más finas que eran las de Suiza, de marca Victorinox.

Pues sí señores, esa fue la marca de navaja que utilizó Rivera para realizar el milagro.

Resulta que cuando éramos niños queríamos seguir yendo donde la tía Paula Brito en cueros, totalmente desnudos aun después de los 4 años, a pesar de que nuestra madre nos insistiera en los pantaloncitos. Rivera que se mantenía en la esquina de Sara Brugés, nos mostraba la navaja cuando atravesábamos por la carretera y nos decía amenazante: “El día que los coja los voy a capá con ésta” y nos mostraba la navaja brillante.

Para nosotros siempre fue una mortificación que ese viejito gruñón se parara ahí, precisamente en la esquina de Sara Brugés, a molestarnos cuando pasábamos. Pero agradecemos que la Victorinox de Rivera nos haya infundido el miedo necesario que nos indujo a usar las prendas que hoy día lucimos con decoro.

Luis Carlos Brito Molina

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3 comentarios de “POR LA ESQUINA DEL VIEJO BARRIO

    • Orlando Cuello dice:

      Esta columna es un pedazo valioso de la historia de San Juan del Cesar. Está escrita con amor patriótico. Leerla es un paseo gratuito por la historia del pueblo sin necesidad de pagar un pasaje en “Cosita Linda”
      Luis Carlos, es un orgullo ser tu paisano… !!!

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