“Son cuatro los temas que someten a una democracia: 1. Rechazo o débil compromiso con las reglas democráticas. 2. Negación de la legitimidad de los oponentes políticos. 3. Tolerancia o fomento de la violencia. 4. Disposición a restringir las libertades civiles de oponentes y medios de comunicación. (Libro CÓMO MUEREN LAS DEMOCRACIAS, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, año 2017)”.
Es relativamente sencillo colegir que el Estado colombiano está Ad Portas de un desastre institucional que haga claudicar y arrodillar dos siglos de construcción civilista republicana y democrática, siendo otrora, el Estado de derecho con mayor madurez, solidez y respeto, en toda América Latina. Sin embargo, para no abarcar toda la sintomatología, me referiré al resquebrajamiento del sistema judicial y de la política criminal; así como también a la destrucción de las Fuerzas Armadas, y la cooptación ideológica de los órganos públicos de contrapesos, como instituciones en las que reposa, o debería reposar, la confianza ciudadana; la seguridad y los valores soberanos como nación.
El sistema judicial, tanto la administración de justicia como la investigación criminal, es quizás, la Ultima Ratio o última trinchera en un Estado de derecho socavado en sus instituciones. La majestad de la justicia, sus garantías procesales y principios de igualdad, lealtad procesal, contradicción, legalidad y publicidad, serán los repositorios de la confianza y la armónica convivencia.
El proceso contra el presidente ÁLVARO URIBE VÉLEZ, que ya frisa los seis años y que en esta etapa procesal hemos podido seguir en tiempo real, es el clásico y burdo proceso político muy alejado de la verdad probatoria penal. Si este proceso tuviese una brizna de jurídico, las pruebas que obran en la vigente actuación, y que favorecen de bulto al ex senador URIBE, son las mismas que reposaban en la Fiscalía que decidió, contra toda lógica jurídica procesal, acusarlo. Pero lo realmente lamentable y que todo el país ha podido apreciar en las audiencias, es el favorecimiento, la vulgar ayuda a los testigos; la “asesoría” de los denunciantes y “victimas” a la juez de conocimiento; las argucias con los “papelitos” para funcionarios del Ministerio Público y otros “apoyos” sin ninguna vergüenza de una administración de justicia claramente sesgada e impregnada de venalidad hasta los tuétanos.
Mientras tanto, el ciudadano se pregunta sobre el proceso contra Nicolás Petro, acusado por Fiscalía, los pactos criminales de la Picota para cosechar votos; la plata de FECODE para la campaña Petro, las investigaciones a Ricardo Roa por sobrepasar los topes de campaña; el apoyo de Narcos a la campaña, la entrega de miles de millones a presidencia de Senado y Cámara para aprobar proyectos del gobierno; el avión de “Papa Pitufo”, los carrotanques de la Guajira y los robos continuados en la UNGRD, pasando por los quince mil millones de Benedetti y un largo etcétera… ¿Qué pasó con todo eso? ¿Y que argumenta ahora la Comisión de Acusación… para cuando el juicio por indignidad probada a Petro?
¿Tendremos que acudir a los tribunales internacionales para iniciar, entre muchas otras, acciones penales por traición a la patria y revelación de secreto por parte del presidente, y también, por el caso Odebrecht, tema aún no resuelto en contra de Juan Manuel Santos? Es muy probable y posible, porque hoy la geopolítica mutó, y es un tema de interés del Departamento de Estado de los Estados Unidos.
El tristemente recordado e inepto ex ministro de Defensa, Iván Velásquez, quien antes de posesionarse estaba siendo requerido por la fiscalía guatemalteca por hacer parte de la estructura criminal de Odebrecht, teniendo como colaboradora en ese equipo de investigación a la actual fiscal general de la nación, Luz Adriana Camargo, conforme a los comunicados de la justicia de Guatemala, llegó a esa cartera con la clara misión de desmantelar y desmoralizar a las Fuerzas Militares de Colombia, como estuvo a punto de lograrlo.
Ahora que este ex ministro empaca maletas para recibir el beneplácito como embajador de la Santa Sede – bien le vendría una confesión Papal y una expiación de culpa en las termas de Caracala, si logra eludir la excomunión – hay que recordar su gestión devastadora: miles de oficiales y suboficiales de gran experiencia desvinculados, la inmovilidad de los equipos de apoyo y combate; la desmoralización infame de las tropas indefensas, el desmantelamiento de la inteligencia militar, el favorecimiento a criminales, como el caso de la “filtración” en la investigación de “Papá Pitufo”; 253.000 hectáreas de coca sembradas, FARC, ELN y Clan del Golfo fortalecidos; 53.000 desplazados en el Chocó y el Catatumbo; presencia de 800 bandas criminales y otros grupos microtraficantes, que abarcan el 74% del territorio nacional.
Esto es un desastre y la seguridad nacional pende de un hilo.
“El pueblo” que invoca el presidente en sus aquelarres verborreicas, como ocurrió en la plaza de Nariño en la marcha de los obligados del 18 de marzo, lo componen contratistas del Estado, Fecode y su sindicato corrupto, los pelafustanes del SENA, aturdidos y confundidos, que no saben porqué están allí; algunos docentes oficiales con sus alumnos menores de edad y los indígenas cocaleros, una etnia que ha cobrado más de 648.000 millones de pesos en los dos últimos años a manos del gobierno, así como también la feria de contratos a favor de las juntas de acción comunal que ya suman más de 700.000 millones tirados al basural de la politiquería.
¿Ese es el “pueblo” que sacará adelante la consulta popular para aprobar los proyectos de reforma a la salud y laboral?
Desde ya, si logra pasar el control del Senado, esta consulta inane será un botadero irresponsable de recursos públicos, que definitivamente sepultará – Enhorabuena – esta tendencia populista y corrupta que nos tiene sumido en el desorden institucional más peligroso que hemos sufrido como país, después de la guerra de los mil días.
Mientras tanto, ¿Dónde está la Procuraduría…o la Contraloría?
No existe una sola investigación disciplinaria consistente; nada se habla de la copiosa celebración indebida de contratos, de la descarada participación política de funcionarios públicos de todo nivel; de los 1.3 billones de pesos despilfarrados en viajes, propaganda, tarimas, publicidad y otros convites; comilonas de pésimo gusto y excesos de todo tipo. Este gobierno, sus funcionarios, aliados y colaboradores, son el reparto perfecto para una trama surrealista de Federico Fellini.
Al presidente, no le queda otra salida que la amenaza, los insultos y los señalamientos; arroparse de “Aureliano” para ponderar el terrorismo, como uno de sus miembros activos, tal como lo vocifera con éxtasis en una especie de Delirium Tremens. Ese síntoma no es otro que la antesala de su fracaso monumental; fracaso que no debería esperar hasta el 2026, por la fuerza objetiva y legítima que señala la aplicación del artículo 109 constitucional.
El Estado de derecho no claudicará; a la democracia colombiana le llevará tiempo, pero se restablecerá. ¡Que no se repita esta historia de mitómanos y tartufos!
Luis Eduardo Brochet Pineda
Análisis crítico del artículo «¿Cómo claudican las democracias?» de Luis Brochet
Por: Francisco Cervantes Mendoza
Economista-Abogado
Contexto político-institucional de la columna
El artículo de Luis Brochet aparece en un momento de reconfiguración política y debate institucional intenso en Colombia. Tras las elecciones de 2022, en las que Gustavo Petro se convirtió en el primer presidente de izquierda del país, sectores conservadores manifestaron temores sobre un posible quiebre democrático. En las semanas posteriores a la posesión de Petro, líderes de derecha impulsaron protestas con retórica anticomunista, no contra políticas específicas sino buscando deslegitimar al nuevo gobierno democráticamente elegido . Paralelamente, los medios tradicionales han reflejado esta polarización: mientras el Gobierno propone reformas estructurales, opositores y algunas tribunas de opinión advierten, a veces de forma alarmista, sobre supuestas amenazas al orden institucional. En este contexto, la columna «¿Cómo claudican las democracias?» retoma los cuatro indicadores clásicos de erosión democrática –desconocimiento de las reglas, negación de la legitimidad del adversario, tolerancia a la violencia y restricciones a libertades civiles– para analizar la coyuntura colombiana. Sin embargo, el enfoque de Brochet se alinea con una narrativa partidista que merece contrastarse con los hechos verificables del panorama político-judicial actual.
Alegato de “persecución” vs. realidad del caso Uribe
Un eje central del artículo es la denuncia de una presunta persecución política contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez, presentada como síntoma de la claudicación democrática. Brochet sugiere que el proceso judicial que enfrenta Uribe (por supuesta manipulación de testigos, fraude procesal y soborno) es resultado de vendettas ideológicas. No obstante, los antecedentes y la trayectoria jurídica del caso Uribe vs. Cepeda contradicen esa interpretación simplista. La larga querella se originó en 2012 por iniciativa del propio Uribe, quien denunció al senador opositor Iván Cepeda alegando fabricación de testimonios en su contra . Tras años de investigación, en 2018 la Corte Suprema de Justicia no encontró pruebas contra Cepeda y, por el contrario, halló indicios de que Uribe y su abogado habrían intentado influenciar testigos, por lo que abrió proceso formal contra el exmandatario . Es decir, fue la evidencia recolectada por la Corte –no una motivación política inicial– la que condujo a Uribe al banquillo.
Lejos de ser un caso dirigido por el nuevo gobierno de Petro, este proceso comenzó durante administraciones anteriores y ha pasado por múltiples instancias. De hecho, cuando Uribe renunció a su escaño en 2020 para salir de la jurisdicción de la Corte Suprema, la Fiscalía (entonces encabezada por allegados a Uribe) intentó en dos ocasiones cerrar el caso mediante preclusión, argumentando falta de pruebas. Ambas solicitudes fueron negadas por jueces de control de garantías y por el Tribunal Superior de Bogotá, que consideraron prematuro archivar el proceso . Solo en 2023, ante la solidez de los elementos probatorios, la propia Fiscalía decidió presentar acusación formal contra Uribe. Estos hechos desmienten la tesis de una persecución orquestada: las decisiones judiciales adversas a Uribe han provenido de magistrados y jueces aplicando la ley y valorando pruebas, no de una campaña política. Cabe recordar que el expresidente, si bien alega inocencia y ha calificado los procesos en su contra como “motivados por sus opositores” , cuenta con todas las garantías procesales –ha ejercido plenamente su defensa y recusado jueces cuando lo ha considerado necesario, incluso logrando la suspensión temporal de su juicio en 2025 por estudio de una tutela sobre imparcialidad  –. En suma, presentar el caso Uribe como simple “persecución política” constituye una distorsión que omite su origen factico y evolución legal: la justicia colombiana ha actuado en este asunto de manera independiente, investigando un posible delito grave (manipulación de testigos) con base en indicios serios, lo cual fortalece –y no debilita– el Estado de Derecho.
Omisiones y contradicciones frente a escándalos de corrupción
El enfoque de Brochet resulta sesgado al omitir varias de las mayores crisis de legalidad y corrupción que han marcado la institucionalidad colombiana en años recientes. Mientras alerta sobre supuestos abusos contra figuras de la derecha, el autor no menciona hechos comprobados que sí han puesto a prueba la democracia y que involucran principalmente a miembros o aliados del propio uribismo. Entre esos casos ignorados en el artículo destacan:
• Caso Odebrecht: El escándalo de corrupción transnacional de Odebrecht tocó las más altas esferas del poder en Colombia. La constructora brasileña confesó haber repartido millonarios sobornos en el país (2009-2014) para ganar contratos de infraestructura. Uno de los implicados fue el entonces fiscal general Néstor Humberto Martínez, quien había sido abogado de la corporación financiera socia de Odebrecht y, según revelaciones de 2018, conocía desde 2015 las prácticas de soborno de Odebrecht pero no actuó en consecuencia . Las grabaciones del testigo Jorge Pizano –difundidas tras su muerte– mostraron que Martínez supo de las irregularidades cuando era asesor legal y luego, ya como Fiscal, dilató la investigación hasta que autoridades de EE.UU. destaparon el caso . Este encubrimiento desde dentro de la institución judicial constituyó un duro golpe a la confianza en la justicia. Sin embargo, la columna de Brochet no profundiza en ello; de hecho, si se menciona a Martínez, no es para examinar cómo la cooptación de la Fiscalía bajo su mando comprometió la lucha anticorrupción, sino posiblemente para desviar la atención de la responsabilidad política correspondiente. Omite así que la verdadera claudicación democrática en este episodio fue la falta de acción oportuna de un alto funcionario de justicia frente a la corrupción.
• Agro Ingreso Seguro (AIS): Lejos de comentarlo, el artículo soslaya otro precedente crítico: la condena por corrupción de un miembro prominente del gobierno Uribe. El programa AIS, creado supuestamente para subsidiar pequeños agricultores, derivó en un esquema de desvío de fondos públicos hacia terratenientes y políticos influyentes. En 2014, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia condenó al exministro de Agricultura Andrés Felipe Arias a 17 años de prisión por los delitos de contrato sin cumplimiento de requisitos legales y peculado, al encontrar que direccionó contratos y dineros del programa en favor de terceros privilegiados . Arias –considerado ahijado político de Uribe– incluso huyó del país antes del fallo, trató de alegar persecución, pero finalmente fue extraditado y la condena ratificada en 2023  . Este caso emblemático demuestra que la institucionalidad sí actuó contra la corrupción en la órbita uribista, contradiciendo la noción de que el uribismo estaría siendo blanco de una injusticia inédita. Brochet no contrasta la situación de Uribe con este antecedente: si bien defiende al expresidente, pasa por alto que un colaborador de su gobierno fue hallado culpable, con pruebas, de saquear recursos públicos, lo cual es un verdadero atentado a la confianza democrática.
• Convivir y paramilitarismo: Un tema crítico que el texto de Brochet tampoco aborda es el de la violencia paramilitar y las connivencias estatales durante los años 90 y 2000, en particular el papel de las cooperativas de seguridad rural Convivir. Estas asociaciones fueron promovidas legalmente a mediados de los 90 (Uribe, como gobernador de Antioquia entre 1995-1997, fue uno de sus impulsores más entusiastas) y, según múltiples investigaciones judiciales y de la Comisión de la Verdad, sirvieron de fachada para la expansión de grupos paramilitares. Un fallo de Justicia y Paz de 2013 documentó que bajo la figura de las Convivir los paramilitares consolidaron redes criminales con apoyo de sectores políticos y militares . Iván Cepeda expuso en un debate de 2014 evidencia de que Uribe fomentó las Convivir en Antioquia, ignoró denuncias de masacres y se reunió con jefes paramilitares en esa época  . Incluso citó un cable diplomático de EE.UU. donde se informaba que Uribe insistía en armar fuertemente a las Convivir . Las cifras de violencia respaldan esas acusaciones: solo entre 1995 y 1996, en pleno auge de Convivir, las masacres en Antioquia aumentaron en un 371% . Este oscuro vínculo entre autoridades y paramilitares –que derivó en violaciones masivas de derechos humanos– es un capítulo fundamental de cualquier análisis sobre quiebre democrático en Colombia. No obstante, Brochet no hace mención de ello. Resulta contradictorio clamar por la defensa de la democracia sin reconocer que la tolerancia (cuando no promoción) de la violencia paramilitar desde el Estado ha sido una de las mayores amenazas históricas a la democracia colombiana. La omisión sugiere un sesgo: se minimiza cualquier hecho que incomode la imagen del uribismo en materia de derechos humanos.
• Vínculos familiares de Uribe con el narcotráfico: El artículo también evita referirse a las denuncias e investigaciones periodísticas que han señalado conexiones de la familia del expresidente con actividades del narcotráfico. Existen publicaciones y documentos desclasificados que han alimentado estas sospechas. Por ejemplo, un informe de inteligencia de la Agencia de Defensa de EE.UU. (DIA), fechado en 1991 y divulgado en 2004, incluyó a Álvaro Uribe (entonces senador) en una lista de personas vinculadas al Cartel de Medellín, describiéndolo como “colaborador del cartel” y “amigo personal cercano de Pablo Escobar” . Si bien Uribe siempre ha negado tales nexos y este reporte no tiene valor judicial en Colombia, su mera existencia es relevante en términos de antecedentes. Asimismo, familiares cercanos de Uribe han enfrentado procesos penales: su hermano Santiago Uribe fue acusado de liderar el grupo paramilitar “Los 12 Apóstoles” (responsable de asesinatos en Antioquia en los 90) y aunque un juzgado lo absolvió en 2022, la Fiscalía apeló ese fallo absolutorio solicitando su condena, al considerar que hay pruebas suficientes de su responsabilidad . Su primo Mario Uribe (exsenador) fue condenado en 2011 por alianza con paramilitares. Incluso el nombre del padre del exmandatario ha surgido en investigaciones sobre rutas aéreas del narcotráfico en los años 80, aunque sin un pronunciamiento judicial definitivo debido a su fallecimiento en 1983. Al ignorar todo este contexto, la columna de Brochet presenta a Uribe exclusivamente como víctima de maniobras políticas, obviando que varias instancias –nacionales e internacionales– han puesto bajo escrutinio los eventuales lazos de su entorno familiar con el crimen organizado. Esta selectividad resta credibilidad al argumento del autor, pues elude discutir si tales señalamientos (ciertos o no) han influido en la actuación de la justicia.
• Robo de los 70 mil millones de MinTIC: En cuanto a casos recientes de corrupción gubernamental, destaca el escándalo conocido como Centros Poblados ocurrido en 2021, durante el gobierno de Iván Duque (del partido Centro Democrático). Un contrato del Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones (MinTIC) para llevar internet a zonas rurales terminó en fraude y desvío de un anticipo de 70.000 millones de pesos, mediante garantías bancarias falsas. Este escándalo provocó la renuncia de la ministra Karen Abudinen y destapó una red de corrupción público-privada. En 2024, la justicia condenó a uno de los responsables, Luis Fernando Duque, tras aceptación de cargos , y otros implicados (como el contratista Emilio Tapia, reincidente en corrupción) también enfrentan condenas. El hecho de que semejante robo al erario ocurriera en la administración anterior –sin que Brochet lo mencione– es significativo: indica que la preocupación del autor por la “claudicación de la democracia” no abarca los episodios donde actores cercanos a su postura ideológica fueron quienes socavaron la institucionalidad con corrupción. El silencio del artículo frente a esta defraudación masiva sugiere omisión deliberada de un caso que lesionó la confianza pública en las instituciones tanto o más que cualquier proceso judicial en curso.
• Corrupción y escándalos en el entorno del Centro Democrático: Más allá de casos individuales, la columna pasa por alto patrones de conductas antiéticas asociadas al proyecto político que defiende. Un ejemplo notorio es la “Ñeñepolítica”: en 2020 se revelaron interceptaciones telefónicas a José Guillermo “el Ñeñe” Hernández –un narcotraficante cercano a la campaña de Iván Duque–, donde se hablaba de presunta compra de votos en la elección de 2018. Investigaciones periodísticas vincularon directamente a la campaña de Duque y a allegados de Uribe (asesores y la directora del partido) con aportes de dinero ilícito para la segunda vuelta presidencial . Este escándalo ha sido comparado con el Proceso 8.000 de los años 90 por su gravedad. Sin embargo, durante el gobierno Duque, la Fiscalía General (entonces liderada por Francisco Barbosa, amigo personal del presidente) archivó la investigación de la Ñeñepolítica, decisión que fue duramente criticada como un posible encubrimiento institucional . Actos así –archivar expedientes que involucran al poder de turno– sí ponen en entredicho la independencia de las instituciones y, por tanto, la salud de la democracia. Resulta contradictorio que Brochet alerte sobre una politización de la justicia únicamente cuando afecta a Uribe, pero no cuestione decisiones altamente politizadas como aquella. Igualmente, han trascendido otros casos de presunta corrupción o abusos de poder en gobiernos de la órbita uribista (como la “mermelada” y repartija burocrática en el Congreso durante el gobierno Duque, o las chuzadas ilegales del DAS a opositores y magistrados durante el gobierno Uribe), de los cuales el autor no hace mención. Esta disparidad refuerza la impresión de un doble rasero en la columna: se denuncia selectivamente lo que afecta a un bando político, mientras se omisiones deliberadas los hechos que comprometieron a ese mismo bando en la erosión de la legalidad.
En síntesis, al contraponer el texto de Brochet con estos casos reales (Odebrecht, AIS, Convivir, narcopolítica, MinTIC, Ñeñepolítica, entre otros), se evidencian omisiones y contradicciones importantes. La narrativa del autor pareciera asumir que la democracia colombiana claudica solo cuando se investiga a Uribe, pero ignora que la democracia también claudica si tolera la impunidad de la corrupción y los vínculos criminales. La solidez de una democracia se mide, justamente, en que las instituciones actúen contra cualquier transgresor sin importar su filiación política. En todos los ejemplos mencionados, fueron las propias instituciones –Corte Suprema, fiscales, jueces, prensa libre– las que sacaron a la luz la verdad, a pesar de presiones. Si Brochet fuera consecuente con la defensa de la democracia, tendría que reconocer esos esfuerzos institucionales en lugar de minimizarlos.
Tratamiento de las instituciones del Estado y sesgo ideológico
El discurso de la columna de Brochet refleja un tratamiento parcial hacia las distintas ramas del poder público, revelando un trasfondo ideológico marcado. En el texto subyace la desconfianza hacia la administración de justicia, retratándola poco menos que como un brazo activista de la oposición política. Al sugerir que jueces, magistrados y órganos de control actúan para perseguir a ciertas personas (Uribe, en este caso), el autor está deslegitimando la función judicial sin aportar evidencia de prevaricato o sesgo real. Esta postura es preocupante: equivale a negar la legitimidad de los oponentes o de quienes ejercen control legal, justamente uno de los signos que “someten a una democracia” según los criterios citados por el propio Brochet. Paradójicamente, en su afán de denunciar una supuesta “politización de la justicia”, el autor termina politizando la justicia en su relato, pues solo la considera válida cuando sus fallos coinciden con sus intereses. La realidad es que Colombia, aun con falencias, cuenta con jueces y magistrados que han demostrado independencia en casos sensibles. Por ejemplo, la Corte Suprema ha fallado tanto a favor de uribistas (archivando denuncias contra ellos cuando no hay pruebas) como en contra (procesándolos cuando las hay), y los tribunales han garantizado el debido proceso incluso a los más poderosos. Ignorar estas garantías –como lo hace el artículo– implica un sesgo ideológico que desprecia los hechos: no hubo “fiscales de Petro” detrás del caso Uribe, hubo decisiones autónomas de la Corte desde 2018  y negaciones de preclusión por jueces ordinarios en 2021-2022 . Presentar esto como un complot es más un argumento político que jurídico.
De igual forma, Brochet parece idealizar el papel de otras instituciones como la fuerza pública, sugiriendo que quienes hoy les exigen rendición de cuentas (por falsos positivos, abusos policiales, etc.) en realidad atentan contra la democracia. Este enfoque omite que en un Estado de Derecho las Fuerzas Armadas y policiales también deben someterse al escrutinio civil y judicial. El autor adopta así la retórica tradicional del uribismo: defensa cerrada del estamento militar y de orden, y sospecha o ataque hacia organismos de control cuando sus decisiones incomodan al poder de turno de derecha. Se percibe un discurso de “amenaza interna” –identificando al actual gobierno progresista, a movimientos sociales o a la prensa crítica como enemigos de la nación– que entronca con narrativas anticomunistas de vieja data. Por ejemplo, no sería extraño que en el texto se aluda al fantasma del “castrochavismo” infiltrando instituciones, un lenguaje político cargado de ideología. Este tipo de construcción discursiva, más que análisis técnico, denota un alineamiento con la agenda de un sector político (el conservadurismo uribista) que tiende a calificar cualquier actuación de la justicia o de entes autónomos contra sus miembros como ilegitima. Hay, pues, un sesgo evidente: Brochet reclama imparcialidad institucional, pero solo cuando favorece a su causa; cuando las instituciones actúan contra la corrupción o abusos del lado que él simpatiza, las tilda de perseguidoras. Esta doble vara socava la validez de sus argumentos. En últimas, el ideario subyacente en el artículo parece ser que “democracia” equivale a proteger a ciertos líderes y valores tradicionales, y que cuando esos líderes son cuestionados legalmente, entonces la democracia “claudica”. Desde una perspectiva objetiva, eso es al revés: la democracia se debilita si existe impunidad selectiva. El Estado de Derecho no puede funcionar bajo lógicas partidistas sin erosionarse, y pretender que las instituciones se sometan a la voluntad de un caudillo o partido sí sería un signo de colapso democrático.
Coyuntura geopolítica: cambio de gobierno y reacción conservadora
La publicación de «¿Cómo claudican las democracias?» también debe entenderse en su dimensión geopolítica y temporal: surge tras un cambio de gobierno que puso fin a dos décadas de hegemonía uribista, en medio de una recomposición de alianzas y narrativas. La retórica del artículo encaja con la respuesta que han tenido ciertos sectores ante el gobierno Petro. Internacionalmente, Colombia se sumó a la ola de giros a la izquierda en la región, lo que para grupos conservadores locales significó perder cuotas de poder y enfrentar modelos políticos que adversan. La reacción de esos grupos ha sido heterogénea, pero inicialmente se caracterizó por pronósticos catastrofistas. Se ha hablado, sin mucho sustento, de que Colombia podría encaminarsi al “socialismo del siglo XXI” o a una crisis estilo Venezuela, mensajes amplificados por algunos medios tradicionales. Precisamente, los primeros intentos de oposición al gobierno de Petro privilegiaron mensajes radicales e incluso teorías conspirativas, antes que debates programáticos . Con el tiempo, la mayor parte de la oposición moderó el tono y canalizó sus diferencias por vías institucionales (Congreso, altas cortes), lo que ha permitido confrontar las políticas gubernamentales dentro del marco democrático y refutar las acusaciones de que se estuviera instaurando una tiranía .
La columna de Brochet, sin embargo, parece anclada en esa fase de “resistencia” visceral de la derecha al nuevo gobierno. Al insinuar que la democracia colombiana se está rindiendo o colapsando, el autor adopta la misma línea discursiva de ciertos líderes de opinión y gremios que, tras la derrota electoral, han lanzado “mensajes alarmistas de erosión democrática” . Es un libreto que busca minar la legitimidad del gobierno de Petro presentándolo como destructor de las instituciones, pese a que éste llegó al poder mediante elecciones libres y ha gobernado en coalición con partidos tradicionales en muchos aspectos. Paradójicamente, mientras Brochet sugiere un gobierno autoritario o vengativo, en la práctica el equilibrio de poderes sigue operando: el Ejecutivo de Petro ha sufrido reveses legislativos, ha acatado decisiones judiciales adversas y la prensa mantiene plena libertad (de hecho, medios abiertamente opositores como Semana publican constantes críticas e investigaciones contra la administración actual sin censura). No se han cerrado medios, ni encarcelado opositores, ni suspendido elecciones –acciones que sí indicarían una democracia claudicante–. Por ello, la tesis del artículo luce desconectada de la realidad objetiva y más cercana a la retórica de la oposición radical. Esta retórica ciertamente forma parte del juego político, pero un análisis serio debe distinguir entre alarmismo ideológico y hechos. Geopolíticamente, Colombia enfrenta retos –implementación del acuerdo de paz, reformas sociales, lucha contra economías ilegales–, pero ninguno implica la abolición de la democracia; al contrario, se están tramitando mediante los cauces institucionales. En este sentido, la narrativa apocalíptica que emplea Brochet se alinea con un sector que no asume su derrota electoral y opta por describir el panorama en términos de “ellos vs. nosotros”, denunciando una supuesta pérdida de libertades que, en la práctica, no se constata. Es importante subrayar que la oposición conservadora, aunque vehemente, ha podido actuar y manifestarse libremente, organizando marchas contra las reformas y acudiendo a los tribunales cuando lo considera necesario –todas señales de que la democracia sigue vigente–. Incluso, en el plano institucional, la oposición logró frenar o diluir varias iniciativas gubernamentales en el Congreso usando mayorías y negociaciones, demostrando que los pesos y contrapesos democráticos funcionan . Por tanto, más que “claudicar”, la democracia colombiana está viviendo la tensión propia de una transición de modelo político, con una disputa intensa entre visiones de país, pero con las reglas del juego aún operativas. Ignorar este contexto y pregonar un derrumbe democrático inminente luce como una posición extrema, informada más por el desacuerdo ideológico con el rumbo del gobierno que por verdaderos indicios de autocratización.
Conclusión
El análisis crítico del texto de Luis Brochet revela profundas omisiones, sesgos ideológicos y argumentos contradictorios al contrastarlo con hechos comprobables del contexto colombiano. Si bien el autor invoca la defensa de la democracia, su columna presenta una visión parcial en la que la acción legítima de las instituciones –cuando afecta a su sector político– es retratada como abuso, mientras que se pasan por alto conductas antidemocráticas reales atribuibles a aliados de ese mismo sector. La revisión de las decisiones judiciales (como el caso Uribe vs. Cepeda) y de sonados escándalos de corrupción y violencia (Odebrecht, AIS, Convivir, narcotráfico, MinTIC, Ñeñepolítica, etc.) demuestra que la narrativa de «¿Cómo claudican las democracias?» no se sustenta en la evidencia completa. Por el contrario, pareciera responder a un propósito propagandístico: reivindicar la imagen de Álvaro Uribe y su círculo, presentándolos como perseguidos, a costa de desfigurar la realidad de los hechos y de las instituciones. Una democracia no “claudica” por investigar y procesar a un exmandatario conforme a la ley –eso, más bien, reafirma que nadie está por encima de la justicia–. Tampoco claudica por cambiar políticamente de rumbo mediante elecciones, pues la alternancia es consustancial al sistema democrático. Las democracias comienzan a claudicar cuando la verdad se sacrifica por lealtades ciegas y cuando la lucha contra la corrupción y el abuso pierde vigor por cálculos políticos. En Colombia, la fortaleza democrática dependerá de que todos los actores, sin excepción, acaten las reglas y respeten la independencia de las instituciones. El artículo de Brochet, al ignorar deliberadamente hechos inconvenientes y alentar teorías de conspiración parcializadas, omite ese principio básico. En última instancia, un examen técnico y crítico, apoyado en fuentes oficiales y periodísticas serias, refuta la idea de que exista un complot para destruir la democracia colombiana; más bien evidencia que el verdadero riesgo para la democracia es el sesgo ideológico que polariza el debate y niega la realidad factual, tal como ocurre en la columna analizada. La invitación, entonces, es a defender la democracia con la verdad y la justicia, no con relatos sesgados.