LATINOAMÉRICA Y EL CARIBE: ESA EXTRAÑA FASCINACIÓN ROMÁNTICA CON BANDOLEROS Y CORRUPTOS

En estos tiempos que corren tan Sui Generis, dónde no solo prima la inversión absoluta de verdaderos valores humanos y sociales, sino un persistente sentimiento derrotista y conformista, traducido en mensajes sostenidos que la gente elige aceptar, interiorizar y creer, a sabiendas que es un imposible, recuerda mucho al teólogo alemán asesinado por los Nazis, Dietrich Bonhoeffer, que hablaba de la estupidez humana; en este caso, de la sociedad alemana de hace un siglo, que le apostó a unos locos sociópatas “iluminados” con la errónea y alocada convicción de que tales criminales podrían cambiar el mundo para bien: “La estupidez humana está relacionada con la complacencia, con la incapacidad para discernir sobre el bien o el mal, lo correcto y lo incorrecto…”

A principios del Siglo XX, Cuba fue el primer país con un sistema de alumbrado público, con industria movida por energía y fue La Habana la primera ciudad de Latinoamérica con tranvía; en los años veinte del siglo pasado ese país era un emporio del turismo y la hotelería, llegando a posicionarse, a mediados del pasado siglo, en el país con el puesto 29 de las economías desarrolladas en todo el mundo.

Pero llegó “La liberación revolucionaria” castrista y todo se fue derrumbando. El pueblo engañado respaldó y apoyó a una casta hegemónica de criminales y saqueadores, que en 66 años de historia ha convertido a Cuba en un cementerio sin esperanzas. Como lo dice un cubano anónimo: Estar en la isla es como estar en una guerra, parecen ciudades muertas; en La Habana no hay prosperidad, no hay camino, no hay futuro, la gente vive como zombi, la gente sobrevive… esto es lo que quiso Fidel Castro para Latinoamérica; esto es lo que quieren para Venezuela, Colombia, México, esto es el comunismo”.

Nunca pude entender, en mi niñez de los años sesenta y comienzo de los setenta del pasado siglo, a los adolescentes y jóvenes de mi generación usando suéteres y pantalones con la imagen del enfermo genocida Che Guevara, sin tener la mínima idea de lo que representaba aquella mente sociópata para el demócrata, el empresario, el artista o el académico cubano, fusilados en “El Paredón”.

Hoy, muchos “líderes sindicales” de empresas públicas del orden nacional o departamental en Colombia, cobran cuantiosos viáticos anuales para “capacitarse” en La Habana en el tema de “derechos humanos” y de paso, ponderar a los genocidas castristas, recibir un refuerzo en adoctrinamiento marxista – terrorista y exaltar el paupérrimo sistema de salud de la isla y su aberrante miseria humana, social, laboral y educativa.

Ese modelo perverso y esa forma de vida despreciable es lo que intentan implementar en nuestras democracias latinoamericanas desde hace décadas.

Entre 1948 y 1980, la República de Venezuela fue la meca del bienestar y el alto nivel de vida de toda la Región. Considerada “La Millonaria de América” por su producción petrolera a gran escala, llegó a liderar, por muchos años, el mayor poder adquisitivo per cápita a nivel global según la OCDE. A partir de la crisis petrolera de 1982 y por no tener desarrollos paralelos en otros sectores económicos, el país comenzó a tener muchas dificultades que exacerbaron los populismos políticos y las ideologías de izquierda, tan proclives en humaredas y promesas de justicia social, “progresismo”, desarrollo nacional, salarios justos, equidad y lucha frontal contra la corrupción, que allanaron el camino a una dictadura militar de izquierda, muy similar al nefasto peronismo argentino.

Llega Hugo Chávez al poder en 1999, luego de un derrocamiento fallido contra el presidente constitucional Carlos Andrés Pérez, en 1992, con total apoyo de todos los sectores, incluyendo a los demócratas románticos y a los empresarios abyectos, convirtiendo al hermano país en otro cementerio. La diáspora venezolana alcanza, 26 años después, ocho millones de personas por todos los cinco continentes, intentando asentarse y tener una vida digna; unos picos de inflación promedio de 800%, empobrecimiento de la industria minero energética y del petróleo; un bastión de la corrupción oficial dentro del “madurismo”, un corredor del narcotráfico a cielo abierto; miles de presos políticos, torturas, violaciones y homicidios: un dossier de crímenes de Estado.

Tendríamos idéntica radiografía en otras latitudes: el “correísmo” corrupto de izquierda que intenta volver al poder en Ecuador; el ex convicto Lula da Silva, de nuevo en el gigante Brasil;  la catástrofe mexicana del narcotráfico, la inseguridad y la corrupción en la era AMLO – Sheimbaun, la satrapía de los pedófilos y cocaleros Daniel Ortega y Evo Morales; el desastre Kirchner – Fernández y su “desarrollismo populista” que arruinó a los argentinos y la terca tendencia chilena con Bachelet y Boric, como si no hubiese sido suficiente la nefasta experiencia con Salvador Allende y el pronto renacer con Augusto Pinochet.

Todo lo anterior fuere anecdótico si hubiese puntos de inflexión entre los ciudadanos de varias generaciones; pero no, existe un extraño culto morboso e insano de admiración, entre nosotros los latinoamericanos, para con estas personalidades del hampa política. La gente conoce y acepta que estos gobernantes se enriquezcan, sean promotores y encubridores de actos de corrupción y crimen; mientan y amenacen de forma compulsiva, desconozcan y pisoteen la ley, los poderes públicos y las instituciones democráticas.

Finalmente, el bastión republicano con la democracia más sólida y las instituciones mejor construidas de la Región, la República de Colombia, se sumó a la idolatría romántica de los bandoleros en el año 2022.

Con muchas dudas en la transparencia operativa del proceso electoral en sí, los colombianos eligieron a una persona emocionalmente inestable, que perteneció a un grupo terrorista siendo imputado, encarcelado y luego amnistiado (las amnistías han sido siempre el peor error y la mayor vejación para las democracias occidentales); un candidato que seguramente violó todos los topes de financiación de campañas políticas establecidas en la ley; que presuntamente recibió recursos de narcotraficantes y cohonestó con otros manejos turbios por parte del grupo de asesores y familiares que lo rodeaban. Un candidato con unos antecedentes muy paupérrimos como administrador de la cosa pública cuando fungió como alcalde de Bogotá, con procesos abiertos en Contraloría y Fiscalía, por corrupción y otros delitos.

¿Qué resultados esperaban los electores? ¿Acaso esperaban una superación milagrosa de malas conductas sistemáticas o estilos de dirección o de ideología de izquierda radical, y que de repente hubiese coherencia, respeto, buen ejemplo, justicia, orden, transparencia, seguridad, desarrollo social y territorial?

Aquello obedeció, también es cierto, a un antecedente ruinoso durante los ocho años de la presidencia de Juan Manuel Santos, el traidor de cuello blanco por excelencia, quién devastó todos los mecanismos constitucionales para firmar un rocambolesco acuerdo de paz con grupos terroristas y guerrilleros que, además, erigió en legisladores y doctrinantes de las actuales tendencias morales y éticas del Congreso de la República.

La llegada de criminales de lesa humanidad al recinto parlamentario de Colombia cobró, a favor del traidor, el premio nobel de paz.

Hoy, toda la sociedad colombiana paga muy caro ese período sensiblero, romántico y del buenísimo, con bandoleros y corruptos de toda laya, que ha de erradicarse, extirparse y borrarse a partir de 2026.

 

Luis Eduardo Brochet Pineda

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Un comentario de “LATINOAMÉRICA Y EL CARIBE: ESA EXTRAÑA FASCINACIÓN ROMÁNTICA CON BANDOLEROS Y CORRUPTOS

  1. Francisco Cervantes Mendoza dice:

    Un análisis crítico del panorama latinoamericano frente al populismo, la corrupción y el narcotráfico, con énfasis en Colombia. ¿Por qué ni la izquierda ni la derecha han dado respuestas sostenibles? La apuesta: un camino socialdemócrata hacia la paz y la justicia social.

    En tiempos de polarización y extremos, la historia reciente de América Latina —y especialmente de Colombia— exige una reflexión que vaya más allá de etiquetas ideológicas. El artículo “LATINOAMÉRICA Y EL CARIBE: ESA EXTRAÑA FASCINACIÓN ROMÁNTICA CON BANDOLEROS Y CORRUPTOS” ofrece una crítica intensa a los liderazgos de izquierda en la región, señalando su tendencia al autoritarismo, la corrupción y la decadencia económica. Sin embargo, su lectura resulta incompleta si no se contrastan sus afirmaciones con datos verificables, historia documentada y, sobre todo, si no se reconoce que las fallas estructurales de nuestras democracias no son patrimonio exclusivo de un sector político.

    La crítica parte de una premisa válida: muchos líderes de izquierda, una vez en el poder, han reproducido prácticas corruptas y autoritarias que supuestamente venían a erradicar. Basta con mirar el caso de Venezuela, donde el “socialismo del siglo XXI” degeneró en un régimen autoritario, con más de ocho millones de personas forzadas al exilio, una economía colapsada y picos inflacionarios que superaron el 1.000% durante varios años. Nicaragua y Cuba presentan cuadros similares, con represión sistemática, crisis económica y una sociedad civil cada vez más asfixiada.

    No obstante, sería una falacia ignorar que el desprestigio de la derecha democrática y de los modelos neoliberales ha sido una de las principales causas del giro hacia el progresismo en el continente. En países como Colombia, tras 200 años de hegemonía conservadora-liberal —o de derecha democrática, como prefiere llamarse— el Estado ha sido incapaz de resolver problemas fundamentales como la inequidad, el abandono rural, la informalidad laboral y la violencia estructural. En este contexto, no resulta sorprendente que buena parte del electorado apueste por alternativas progresistas que prometan transformar ese legado histórico de exclusión.

    Pero ni la izquierda ni la derecha tienen el monopolio de la verdad ni la fórmula mágica para resolver las crisis. Así como es legítimo denunciar los abusos de gobiernos de izquierda, también lo es señalar cómo los de derecha han tolerado y en ocasiones promovido las mismas prácticas corruptas que critican. Argentina bajo Macri, Perú con su inestabilidad crónica, o Brasil durante la gestión de Bolsonaro muestran que el autoritarismo y la mala gestión no tienen color ideológico exclusivo.

    En el caso de Colombia, es innegable que el gobierno progresista de Gustavo Petro no ha logrado cumplir muchas de sus promesas de campaña. Según Invamer, en febrero de 2025 su aprobación se ubicaba en el 33%, con un 64% de desaprobación. El avance de las reformas sociales se ha visto obstaculizado por múltiples factores: improvisación en la gestión, tensiones internas de coalición, errores de comunicación y, sobre todo, una oposición férrea liderada por el uribismo y sectores empresariales que han actuado con una estrategia de cerco y bloqueo. Esto ocurre en un país cuya institucionalidad aún se resiente de décadas de cooptación política, corrupción y violencia alimentada por el narcotráfico.

    Y aquí es vital hablar con claridad sobre el origen y evolución de este flagelo. El narcotráfico no es una invención latinoamericana. A escala global, tuvo raíces tempranas en estructuras criminales como la mafia italiana y la famosa “Conexión Francesa” —una red de heroína que conectaba a Turquía, Marsella y Estados Unidos— en las décadas de 1960 y 70. Sin embargo, en Colombia, este fenómeno tomó una dimensión monumental con el surgimiento de los carteles de Medellín, Cali y del Caribe en los años 80, que no sólo capturaron la economía y el Estado, sino que corrompieron la sociedad colombiana desde sus cimientos.

    Tras la supuesta desmovilización paramilitar, surgieron grupos como el Clan del Golfo y bandas criminales en el Urabá antioqueño, que han continuado y sofisticado el negocio del narcotráfico. Estas organizaciones no sólo controlan rutas y economías ilegales; también imponen control social, desangran las finanzas públicas y frenan cualquier intento de justicia redistributiva. La descomposición social en Colombia no se explica sin este contexto, que atraviesa gobiernos de todos los signos políticos y que aún no ha sido enfrentado con decisión real.

    En comparación regional, Colombia vive una situación paradójica: sus instituciones aún funcionan, sus elecciones son competitivas y su economía muestra signos de resiliencia, pero la violencia y el control territorial de grupos armados ilegales impiden consolidar una paz estable. En Brasil, el regreso de Lula da Silva marca un intento de reconciliación nacional tras años de polarización, aunque con desafíos evidentes en gobernabilidad y seguridad. En Ecuador, la violencia narco ha alcanzado niveles alarmantes, con asesinatos de candidatos presidenciales. En México, a pesar del discurso contra la corrupción de AMLO, los carteles siguen controlando amplias zonas del país. Y en Cuba o Nicaragua, la crisis política ha cerrado cualquier espacio para la disidencia y el desarrollo.

    Es fácil caer en la tentación de reducir estas complejas realidades a un “culpable único”: ya sea el comunismo, el populismo o la extrema derecha neoliberal. Pero los pueblos latinoamericanos necesitan algo más que discursos binarios. Requieren una apuesta sensata por la justicia social, el respeto institucional, la reconciliación y la redistribución equitativa, valores centrales de la socialdemocracia moderna.

    No, no somos románticos de bandoleros ni defensores de autócratas. Somos ciudadanos convencidos de que la paz y la justicia social no son lujos ideológicos, sino condiciones mínimas para el desarrollo humano en América Latina. El desprecio por los extremos no implica neutralidad ética: implica tener la madurez para reconocer que la salida no está en repetir los errores de siempre, sino en construir un modelo democrático más justo, plural, incluyente y eficaz.

    A 2026, Colombia necesita menos rencor y más reforma. Menos personalismos y más instituciones. Menos discursos polarizantes y más resultados tangibles. De eso debería tratar la política. De eso debería tratar nuestro futuro.

    Francisco Cervantes Mendoza
    Economista-Abogado

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