El historiador Heródoto nos cuenta la tragedia del espartano Cleómenes I, en la Grecia 500 años antes de Cristo, a quien los dioses, la bebida, la vida disoluta y la posterior demencia, lo llevaron a suicidarse autoinfringiéndose heridas de puñal desde las piernas hasta el vientre, mientras se encontraba encadenado a un cepo por disposición de su familia, ante la ruina de Esparta por sus desafortunadas decisiones políticas y militares.
Una de las causas endógenas de la caída del Imperio Romano se le atribuye, según algunos historiadores latinos, al Saturnismo, una letal ingesta de vino reposado en odres de barro cubiertos de plomo, que provocaba demencia y alucinaciones tan célebres como infernales, si recordamos las leyendas de los emperadores Nerón, Calígula, Claudio o Tiberio, saturadas de excesos y depravaciones de toda suerte.
En un extenso estudio biográfico adelantado por psicólogos y psiquiatras estadounidenses, sobre los presidentes de su nación en el período comprendido entre 1776 y 1974, se tiene que tres de ellos sufrieron de trastorno bipolar y otros tres abusaron del alcohol, reflejándose aquello en grandes dificultades para conducir las políticas de Estado, lo que casi les cuesta una declaración de incapacidad por dichos trastornos.
Aunque José I Bonaparte, hermano de Napoleón y regente en España desde la invasión francesa en 1808, no era alcohólico, le apodaron “Pepe Botella” por su afición distraída en coleccionar plantas en botellas, debido a su afición por la botánica, pero que la picaresca española la relacionaba con una conducta propia de borrachos en resaca, sin la debida atención a las responsabilidades del cargo que ostentaba y que, consecuentemente, lo llevaría a su derrota y expulsión del territorio español en 1813.
La insania mental, en sus diferentes acepciones, la esquizofrenia, la oligofrenia, la demencia y el trastorno bipolar, supone que la persona no tiene las aptitudes para comprender los límites de la realidad; esto es, el discernimiento para concebir en que punto termina la realidad y comienza la fantasía. Cualquier persona que ejerza una profesión, un oficio o cargo que conlleve autoridad y toma de decisiones que afecten a terceros, actuando bajo estros trastornos sin incluir alguna adicción, sus actuaciones estarían revestidas de vicios del consentimiento, como se predica en el concepto y la doctrina jurídica.
El ex canciller Leyva Durán, un funcionario adulador de guerrilleros y de “cuatro en conducta”, lo que le originó su destitución e investigación disciplinaria, publicó dos documentos universalmente conocidos y socializados – literalmente – donde devela una serie de conductas atípicas muy delicadas del presidente de los colombianos: su adicción a las drogas, sus lagunas mentales, los incumplimientos oficiales, el consumo sistemático de alcohol y otras sustancias psicotrópicas que pusieron en un verdadero jaque las relaciones con diferentes mandatarios y gobiernos, como el registrado en las largas ausencias en París o las faltas temporales por someterse a cirugías plásticas, entre otras cosas, que le llenaron la copa de la paciencia al ex canciller y a la oposición.
La pregunta es: ¿Bajo ciertas condiciones de estados alterados o inconsciencia por consumo de drogas u otras sustancias, las decisiones que pudiere tomar el presidente de la República, estarían revestidas de nulidad por vicios del consentimiento? ¿No existe una INSANIA localizada y claramente demostrable, bajo esas condiciones mentales? ¿No debe ser un asunto de interés público y control legislativo la salud física y/o mental del presidente?
El artículo 194 de la Constitución Nacional podría ser la vía expedita para que el Congreso pueda exigir, al menos, exámenes toxicológicos y psiquiátricos al presidente, con el propósito de evitar un desastre mayor del que está ocurriendo al interior de la economía y las instituciones de Colombia.
Producto de tantos comportamientos licenciosos y depravados, característico de un desequilibrio emocional serio, viene la consecuencia de una irresponsable diatriba populista adobada de improperios y agravios de todo calibre, como aquella calificación de HP al señor presidente del Senado y a los empresarios esclavistas, en un primero de mayo cargado de amenazas, excesos de todo tipo, histrionismo narcisista, al “desenvainar” la espada de Bolívar; un desfile de indígenas borrachos azuzados al interior de una universidad, marchas obligadas de funcionarios públicos y adolescentes del SENA, festivamente aturdidos, como fondo de un espectáculo lamentable y grotesco nunca visto en los anales del poder político colombiano, sumando todas las guerras civiles del siglo XIX.
El populismo petrista es el último escalón del fracaso monumental de un gobierno corrupto, incapaz, odiador, resentido e ineficiente. Un gobierno derrochador, aprendiz de tirano y saboteador de la ley y de los contrapesos democráticos; una administración desconectada con el mundo real, siendo liderada a empujones por una secta de fanáticos megalómanos.
Ante su incapacidad y fracaso, tan evidente cada día, la última amenaza de aprobar sí o sí una desastrosa consulta popular en el Senado, ésta fue hundida a pulso el pasado miércoles, salvándose más de 500 mil empleos formales y algo más de 750 mil millones de pesos.
Por supuesto, ya se anuncia la hecatombe de una “guerra civil del pueblo soberano y fiel”; pueblo que solo se concibe en la mente trastornada del presidente.
Luis Eduardo Brochet Pineda