EL CABALLO TROYANO DE AMÉRICA

El eco de Troya en el corazón de América

La historia antigua suele ofrecernos espejos incómodos. Entre los más potentes está el relato de la caída de Troya, aquella ciudad impenetrable que no cayó por fuerza externa, sino por ingenuidad interna: un caballo de madera que, recibido como ofrenda, contenía en su vientre a quienes la destruirían desde adentro. Hoy, siglos después, Estados Unidos -la potencia que alguna vez definió el curso del mundo moderno- parece repetir aquel error trágico. Solo que esta vez, el caballo no fue de madera: fue un líder con promesas doradas y una retórica de restauración nacional, que en su segundo mandato ha demostrado no ser un salvador, sino un catalizador de decadencia.

Para muchos analistas y observadores a nivel global, Donald Trump ha representado esa figura troyana que se infiltra con la bandera del patriotismo, pero cuya administración ha deteriorado los pilares esenciales del imperio de Estados Unidos. Su liderazgo, en lugar de fortalecer la hegemonía mundial prometida, ha fomentado divisiones internas, retroceso diplomático y desconfianza a nivel global.  Bajo su administración, la nación ha comenzado a aislarse de sus aliados, a perder influencia en territorios que antes dominaba comercial y estratégicamente, y a mostrarse incapaz de cumplir con su rol tradicional de mediador en conflictos globales.

Esta columna examinará cómo, desde el segundo mandato de Trump, Estados Unidos ha empezado a mostrar signos claros de declive. Se analizará el impacto de sus decisiones en el mercado internacional, donde el país ha perdido terreno frente a sus competidores; su ineficacia para resolver conflictos como el ucraniano y el palestino; su discurso migratorio contradictorio, especialmente considerando sus propias raíces familiares; y la fractura con figuras clave del poder económico, como Elon Musk, que evidencia una grieta profunda en la alianza entre política y capital. Así como Troya cayó por confiar en lo que parecía una oportunidad, Estados Unidos enfrenta hoy las consecuencias de haber abierto sus puertas (y su futuro) a una figura que, en lugar de levantar murallas frente a los enemigos externos, ha erosionado las columnas desde el interior. El eco de Troya no es ya un mito del pasado: resuena con fuerza en el corazón de América.

La representación de Trump en su rol de caballo troyano

A diferencia de otros mandatarios que tomaron el poder desde el exterior, Donald Trump se posicionó de manera estratégica en el núcleo del sistema político de Estados Unidos. Su discurso se interpretó como una rectificación del rumbo, un compromiso de recuperar la majestuosidad que había desvanecido: «Make America Great Again». Sin embargo, tras la apariencia populista y nacionalista, comenzó una erosión intensa y silenciosa, que rememora el sabotaje interno del célebre caballo de Troya.  Trump no se estableció con el objetivo de proteger al imperio, sino para alterarlo a su voluntad, incluso si eso conllevaba su deterioro interno. Las instituciones democráticas han sido deslegitimadas con discursos que cuestionan su integridad; la prensa libre, convertida en enemigo; la diversidad, tratada como amenaza; y los organismos multilaterales, como cargas innecesarias.

Pero el sabotaje no es solo institucional. También es geoestratégico. Trump ha dado prioridad a las relaciones bilaterales a corto plazo y ha mermado alianzas de larga data. Ha desestimado el liderazgo diplomático que en algún momento posicionó a Estados Unidos como el árbitro mundial número uno, fomentando en su lugar una lógica de transacción donde la fidelidad se evalúa en aspectos económicos y no en valores comunes.

Paradójicamente, aquellos que pensaban estar dando su voto por la restauración del poder en Estados Unidos, están observando su desintegración. En lugar de proteger al país ante amenazas externas, el exmandatario ha funcionado como una barrera interna, dividiendo sectores sociales, fragmentando instituciones y deteriorando la situación mundial del país. Como en Troya, el enemigo no necesitó derribar los muros desde fuera: fue introducido con vítores por las propias manos del pueblo, disfrazado de salvador. Y como en la antigua ciudad, la verdadera destrucción no comenzó con el asedio, sino cuando el enemigo, ya dentro, abrió las puertas al caos.

Una potencia que cede terreno

Con el paso de las décadas, Estados Unidos ha jugado el rol de juez y figura clave en el panorama mundial, definiendo pautas comerciales, diplomáticas y militares.   Sin embargo, durante la segunda administración de Donald Trump, esa influencia comenzó a reducirse a un ritmo sorprendente. Lo que anteriormente era liderazgo mundial, hoy parece transformarse en una serie de fallos estratégicos que están otorgando terreno (literal y simbólicamente) a sus rivales.

Las decisiones de retirarse de acuerdos multilaterales, renegociar tratados con lógica de imposición, y despreciar organismos internacionales como la ONU o la OMC, no han fortalecido la posición estadounidense; la han aislado. En América Latina, naciones que tradicionalmente eran aliadas han empezado a fortalecer vínculos con China y Rusia, motivados por inversiones sin restricciones políticas, créditos versátiles y una diplomacia menos intervencionista. África y Asia, que antiguamente eran monitoreadas desde Washington como áreas de influencia indirecta, ahora perciben más banderas rojas con estrellas que barras con estrellas.

El comercio internacional ha sido otra arena donde Estados Unidos ha perdido liderazgo. Al imponer aranceles y entablar guerras comerciales (especialmente contra China), la administración Trump pretendía proteger la industria nacional. No obstante, los resultados han sido mixtos: pérdida de competitividad, retaliaciones, interrupciones en las cadenas de suministro y, lo más preocupante, una creciente desconfianza de los socios comerciales tradicionales. Mientras tanto, acuerdos como el RCEP en Asia consolidan bloques regionales sin participación estadounidense, y la Nueva Ruta de la Seda avanza sin oposición real.

Incluso en su propio vecindario, el terreno se ha vuelto inestable. México y Canadá, aunque aún aliados en el T-MEC, han diversificado sus relaciones comerciales por desconfianza ante la volatilidad de la política exterior de EEUU La influencia regional que alguna vez fue incuestionable se encuentra hoy en disputa. En lugar de reforzar su papel de potencia fundamental, Estados Unidos, bajo la gestión de Trump, ha contribuido a la creación de un mundo multipolar donde su voz posee menos relevancia. Y lo más preocupante es que este descenso no ha sido provocado por una potencia oponente, sino que ha sido provocado desde su propio centro de control.

El costo de los frentes abiertos

Uno de los fundamentos históricos del poder de Estados Unidos ha sido su habilidad para infundir fuerza y diplomacia en los conflictos más importantes del planeta. Ya sea como mediador, como fuerza disuasoria o como participante clave en coaliciones globales, Estados Unidos ha sostenido durante décadas una narrativa de protector del orden mundial. No obstante, durante la segunda administración de Donald Trump, ese relato se ha desvanecido, dando lugar a una representación de una potencia errática, saturada de frentes abiertos que no puede ni cerrar ni manejar.

El conflicto en Ucrania, por ejemplo, continúa siendo una herida abierta para Occidente. Aunque el posicionamiento de Estados Unidos ha sido firme frente a la agresión rusa, el auténtico liderazgo de Washington ha probado ser estricto.   Las promesas de apoyo militar y financiero se han debilitado debido a discusiones internas, demoras en el Congreso y un aumento en la fatiga pública que ha reducido el apoyo a nivel mundial.  En la administración de Trump, las prioridades parecen estar más enfocadas en las fronteras internas que en los compromisos a nivel mundial, lo que ha sido visto tanto por aliados como por adversarios.

Para Palestina, la circunstancia no es diferente. A medida que los conflictos en Gaza y Cisjordania se han agudizado, la postura de Estados Unidos ha fluctuado entre el apoyo absoluto a Israel y algunas sugerencias de «contención». El liderazgo moral que alguna vez se reclamaba como distintivo, ahora se ve socavado por la falta de presión efectiva, la incapacidad de proponer soluciones y la imagen de un mediador parcial y cada vez menos influyente.

Los dos conflictos representan una situación incómoda: No solo ha perdido iniciativa Estados Unidos, sino también su credibilidad.  Las promesas de restablecer la paz, poner fin a la violencia o solucionar conflictos a nivel regional han resultado incumplibles o contradictorias. Entre tanto, otros participantes (como China, Turquía o incluso Irán) empiezan a tomar posiciones diplomáticas que Washington ha dejado vacantes.

Trump ha impulsado una política global centrada en la unilateralidad y el repliegue, sosteniendo que es necesario evitar intervenciones innecesarias. Sin embargo, el desenlace ha sido exactamente el contrario: conflictos que se expanden, aliados que se alejan y adversarios que se fortalecen. En esta nueva era, Estados Unidos ya no es visto como el arquitecto del orden global, sino más bien como un espectador más del caos que aportó a crear.

El discurso migratorio como arma de división

En la historia de Estados Unidos, la migración ha sido una fuerza fundacional. Desde los colonos europeos hasta las olas de inmigrantes latinoamericanos, asiáticos y africanos, el país ha construido su poder y diversidad a partir del aporte de quienes llegaron desde fuera. Paradójicamente, el segundo mandato de Donald Trump ha profundizado una política migratoria que reniega de esa misma historia, utilizando el miedo, el racismo y la desinformación como instrumentos para reforzar un nacionalismo excluyente.

Las nuevas decisiones antimigratorias impulsadas desde la Casa Blanca han generado no solo controversia interna, sino una ola de críticas internacionales por su carácter inhumano y desestabilizador. Deportaciones masivas, redadas arbitrarias, restricciones al asilo y endurecimiento de los procesos de naturalización son parte de un paquete político que no busca reformar el sistema, sino cerrarlo. Estas medidas no solo afectan a miles de familias que ven truncado su sueño de una vida mejor, sino que también impactan negativamente en sectores económicos que dependen de mano de obra migrante.

La ironía es que este discurso excluyente proviene de un presidente cuya propia genealogía es migrante. La familia Trump es de origen alemán por parte de padre y escocés por parte de madre. Su abuelo, Friedrich Trump, emigró a Estados Unidos a finales del siglo XIX buscando las mismas oportunidades que hoy se niegan a otros. Es una contradicción que subraya no solo la hipocresía del discurso, sino la desconexión con la realidad histórica del país que gobierna. Pero más allá de lo simbólico, el daño es estructural. Las políticas migratorias de Trump han erosionado la imagen de Estados Unidos como tierra de oportunidades. Han alimentado narrativas de odio, reforzado estereotipos y provocado una fractura social profunda. En vez de construir puentes, se han levantado muros (físicos y culturales), que separan al país no solo de los migrantes, sino de sí mismo.

En tiempos donde la economía global exige integración y cooperación, cerrar fronteras es un acto de regresión. En un mundo donde la competencia demográfica y el capital humano son clave, rechazar a quienes quieren construir es una forma de autoboicot. Trump ha elegido, otra vez, la exclusión como bandera. Y en esa elección, ha puesto en duda no solo el futuro de millones de personas, sino el alma misma de la nación que dice defender.

 

La ruptura con Elon Musk y el desencanto empresarial

Durante su primer mandato, Donald Trump cultivó una relación pragmática con el mundo empresarial. Se presentó como un presidente “pro-empresa”, defensor de los recortes fiscales, la desregulación y la libertad del mercado. Muchos empresarios (por convicción o conveniencia) optaron por respaldarlo públicamente, incluyendo figuras como Elon Musk, quien, pese a sus discrepancias, mantuvo un canal de comunicación con la Casa Blanca en sus inicios. Sin embargo, el segundo mandato ha trastocado esa alianza. La retórica cada vez más radical, las medidas de protección, la incertidumbre legal y la indiferencia hacia la ciencia y el cambio climático han provocado una separación gradual entre Trump y algunos de los líderes más destacados del sector tecnológico e industrial. Elon Musk, emblema del negocio contemporáneo, la innovación y la conquista del porvenir, ha establecido distinciones públicas y evidentes.

La relación que antes parecía funcional entre ambos, ahora es tensa y simbólica. Musk ha hecho una crítica directa a las limitaciones a la transferencia de talento, los ajustes en la inversión en energías renovables, la gestión del discurso público y la intervención política en sectores privados de gran importancia. Su distanciamiento no solo es personal: representa el sentir de una parte importante del empresariado estadounidense que ve en Trump un obstáculo para la competitividad global. Esta ruptura es especialmente significativa si se considera que Musk (más allá de su figura polémica) encarna el espíritu de la economía del siglo XXI: innovación tecnológica, movilidad internacional, riesgo inversor y liderazgo visionario. Que un perfil como el suyo se convierta en crítico de la administración revela el profundo desajuste entre la Casa Blanca y los sectores que realmente impulsan el desarrollo y la transformación económica. Adicionalmente, el conflicto ha creado dudas para la inversión foránea. Multinacionales que anteriormente percibían en Estados Unidos un ambiente estable, actualmente aprecian con más interés otros mercados menos polarizados, con normativas más predecibles y un liderazgo menos fluctuante.  El sello «Estados Unidos» ya no comercializa estabilidad, sino tensión.

En este contexto, el personaje de Trump ya no se considera un aliado del capital, sino un peligro político. Su perspectiva de una economía limitada, nacionalista y autárquica difiere de la lógica mundial del siglo XXI.  La separación con Musk no se trata de un mero conflicto entre egos, sino de una fractura más profunda: la de una nación que se desvía de su liderazgo económico para buscar asilo en un pasado que ya no está presente.

El caballo ya está dentro

Así como en los muros de Troya se celebró ingenuamente la entrada del misterioso regalo griego, hoy Estados Unidos parece estar despertando a la realidad de un colapso que no llegó desde el exterior, sino desde adentro. Donald Trump, más que un líder, ha operado como un caballo troyano: una figura que, revestida de promesas de grandeza y soberanía, ha erosionado desde las entrañas las bases de un sistema construido sobre la apertura, el liderazgo global, la diversidad y la institucionalidad. La herencia de su segundo mandato no se basa en una recuperación nacional, sino en una desvinculación internacional, una caída en el comercio, una parálisis en la diplomacia y una fractura social. Apartado de sus aliados, en conflicto con sus negocios, incapacitado para mantener sus propias promesas geopolíticas y enredado en un discurso de marginación que contradice la esencia misma del país que simboliza, Trump ha dejado a Estados Unidos en un punto crucial.

La historia no repite, pero rima. Troya cayó por confiar en un símbolo falso de victoria. Hoy, el eco de esa advertencia resuena en los pasillos de Washington y en las calles de una nación polarizada, cansada y desorientada. Tal vez el mayor peligro para un imperio no está en sus enemigos declarados, sino en los falsos salvadores que prometen devolverle la gloria mientras lo vacían desde dentro.

Estados Unidos aún tiene los recursos, el talento y la historia para corregir el rumbo. Pero para hacerlo, deberá primero reconocer que el caballo ya está dentro… y que si no despierta pronto, el incendio puede ser irreversible.

José E. Herrera Fragozo

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