En una nación como Colombia, marcada por décadas de violencia, terrorismo y desconsuelo, el clamor por justicia ha sido una constante inquebrantable. Una justicia que no puede limitarse a la interpretación parcial de ideologías o al interés de ciertos sectores, sino que debe entenderse desde la mirada histórica de un país que ha vivido la guerra en carne propia. La justicia, para que sea tal, debe resarcir a quienes han sufrido la pesadilla de ver truncadas sus esperanzas, su progreso y su derecho a vivir en libertad, sin temor.
Durante años, la criminalidad impuso su ley por encima de la institucionalidad. Soñábamos con un país en el que el amanecer no estuviera acompañado del eco de las armas, en el que el campo floreciera no solo en cultivos, sino en oportunidades, y donde la inversión extranjera y nacional no se ahuyentara por el miedo. En medio de ese escenario sombrío, surgió un liderazgo político decidido a enfrentar con carácter a quienes golpeaban nuestra democracia. Gobernar con “mano firme y corazón grande” no fue solo una consigna, sino una ruta de acción en tiempos en los que el Estado parecía perder el control sobre su propio territorio.
Para muchos jóvenes de hoy, esa Colombia parece lejana. Una parte de la generación actual, que no vivió aquellos años de terror ni conoció de cerca el sacrificio de quienes enfrentaron el caos, emite juicios sin el conocimiento suficiente del contexto histórico. A menudo, lo hace desde narrativas simplificadas, nutridas por discursos ideológicos y posiciones políticas que nublan la realidad y banalizan los hechos. Más preocupante aún, es que esas posturas hoy inciden en decisiones trascendentales para el rumbo del país, incluso en el campo de la justicia.
En este contexto, Colombia ha sido testigo de un momento sin precedentes: el juicio a un expresidente de la República. Un proceso que ha generado todo tipo de emociones, no solo por la figura del investigado, sino porque representa un hito en la historia jurídica y política del país. Sin embargo, lo que debió ser un ejercicio ejemplar de legalidad e imparcialidad, ha terminado envuelto en un espectáculo que pone en tela de juicio la neutralidad del sistema judicial.
Como abogada, como mujer, y como ciudadana comprometida con el Estado de Derecho, me resulta imprescindible pronunciarme. No se trata aquí de defender o condenar a una persona. La culpabilidad o inocencia debe determinarla un proceso objetivo, con pruebas obtenidas legalmente, con respeto absoluto a las garantías procesales, y sin la influencia de las pasiones políticas. Lo que preocupa y debe preocuparnos a todos es la forma en que se condujo la audiencia presidida por la jueza Sandra Heredia. Su actuar pareció alejarse del rol de garante de derechos, para acercarse al de protagonista de una escena que no requería espectáculo, sino sobriedad y respeto por la institucionalidad.
Desde su apertura, la audiencia tomó un rumbo más cercano al discurso político que al juicio técnico. La frase con la que se dio inicio “la toga no tiene género, pero sí carácter”, lejos de resaltar una posición de equidad, introdujo una narrativa innecesaria que desplazó la atención del derecho a la identidad personal. En lugar de centrarse en la rigurosidad jurídica del caso, se priorizó un enfoque que parecía más dirigido a marcar un hito mediático que a resolver un litigio con justicia.
Este juicio requería distancia, objetividad, y sobre todo, respeto al debido proceso. En cambio, se evidenciaron señales de parcialidad, expresiones subjetivas y un tratamiento de la prueba que genera serias dudas sobre su legalidad. La base de todo proceso penal debe ser la prueba, no las percepciones ni los contextos emocionales. En este caso, resulta profundamente preocupante que se haya dado validez a elementos probatorios cuya obtención no solo es cuestionable, sino que contraviene principios básicos del debido proceso. La jueza, lejos de entrar a evaluar con rigor la legalidad y legitimidad de esas pruebas, pareció asumirlas como incuestionables, omitiendo un análisis indispensable para cualquier juicio justo. El derecho penal no puede operar bajo la lógica del “fin justifica los medios”, ni mucho menos puede permitir que un precedente se fundamente en pruebas contaminadas o arbitrarias. Actuar así no es solo un error técnico; es una afrenta al principio de legalidad y al equilibrio procesal que exige nuestra Constitución.
La justicia no puede actuar bajo presión política ni convertirse en un instrumento para saldar cuentas ideológicas. La imparcialidad no es un ideal inalcanzable, es un principio básico, y su incumplimiento compromete la legitimidad del fallo, sin importar el nombre del procesado.
No se trata aquí de pedir impunidad. Quien haya cometido un delito debe responder ante la ley. Pero el sistema judicial tiene la obligación de ofrecer garantías a todos, sin excepción, sin sesgos, sin populismo judicial. Hacer lo contrario no solo vulnera derechos, sino que debilita las instituciones y mina la confianza de los ciudadanos en el Estado.
Hoy, más que nunca, necesitamos una justicia que no se doblegue ante el ruido político, que no busque aplausos, ni cámaras, ni titulares. Una justicia que se construya con decisiones serenas, con pruebas válidas, y con jueces que entiendan que su papel no es figurar, sino garantizar. Las mujeres para conquistar espacios en la vida pública y laboral no necesitamos de discursos performativos para demostrar nuestra capacidad. Nuestra legitimidad se construye con acciones, con conocimiento, y con responsabilidad jurídica, no con frases efectistas ni con posicionamientos ideológicos camuflados en sentencias.
Confío en que las instancias que siguen en este proceso corrijan el rumbo y devuelvan al país la fe en que es posible impartir justicia sin presiones externas. Que el poder judicial no se convierta en un campo de batalla política, sino en el último bastión de la verdad y la legalidad. Porque más allá del expresidente procesado, lo que está en juego es la salud institucional de una república que aún busca reencontrarse con su propia historia.
Al expresidente, buen viento y buena mar. Colombia lo recordará como el líder que se enfrentó a los violentos, que restauró la esperanza en medio del caos, y que, con errores y aciertos, marcó una época. Pero a la justicia le exigimos que no se convierta en su verdugo ideológico, sino en su juez justo. Porque solo así podremos, al fin, empezar a cerrar las heridas de un país que aún sangra.
Julia Hurtado Arellano

