UN JUICIO OPROBIOSO Y LAS DOS CARAS DE LA MONEDA

En democracia todos, sin excepción, somos responsables de nuestros actos y debemos responder por ellos cuando nuestras conductas infringen el ordenamiento jurídico. Si la conducta es considerada un delito, a quien lo comete le corresponde una sanción penal.

En un estado de derecho no puede haber, no debe haber, quien esté por encima de la ley. Desde el más humilde hasta el más rico, desde el más sencillo ciudadano hasta el presidente de la República, deben responder por sus actos y, si cometen un delito, deberán aceptar la pena pertinente.

Temis, la deidad griega que personifica la justicia, se representa vendada porque debe decidir sin mirar la condición del juzgado, solo ponderando los hechos y la ley. El juez debe ser imparcial y no puede actuar basado en las circunstancias o presiones externas o en sus prejuicios, su ideología o sus simpatías políticas. Es sobre esta base que los ciudadanos depositan su confianza en el sistema jurisdiccional y que la administración de justicia tiene el derecho de exigir el respeto y el acatamiento de sus decisiones.

Ahora bien, en democracia siempre es posible la crítica judicial, el análisis del comportamiento y las providencias de jueces y tribunales. Esa crítica no puede entenderse como una presión indebida sobre los funcionarios judiciales sino como una evaluación sobre su tarea. Por supuesto, cuando hay razones objetivas para considerar que en un proceso judicial se vulneraron el principio de imparcialidad o los derechos humanos, no solo es necesario y conveniente sino un deber, una exigencia, manifestarlo. La protección de los derechos fundamentales de los procesados es columna vertebral del debido proceso y la violación del mismo invalida los resultados del juicio.

En el proceso contra Álvaro Uribe ha sido notoria la ausencia de imparcialidad del juez, primero la sala penal de la Suprema y después la juez Heredia. A Uribe se le procesa y se le condena no como a cualquiera sino precisamente porque es Uribe. La Suprema de entonces lo persiguió porque estaba abiertamente enfrentada con él y algunos magistrados compartieron odios con enemigos políticos del hoy condenado. Parte de sus miembros más importantes, además, estaban untados hasta el cuello en el Cartel de la Toga. La Juez, por su parte, mostró su sesgo múltiples veces durante el proceso y en la sentencia. Muestra paradigmática es acusar de «falta de gallardía” a los hijos del Expresidente mientras que sostiene que Monsalve, el secuestrador en que se basa el juicio, tiene “valor civil”. Peor es la constatación de que para ella el ejercicio de los recursos de ley fueron “estrategias dilatorias”, que la pena que impuso sea desproporcionada y más severa que la solicitada por la Fiscalía, y que privara de la libertad a Uribe alegando “que es necesaria para preservar la convivencia pacífica” y que había riesgo de fuga por su “gran reconocimiento internacional», ambos motivos contra evidentes. No ha habido una sola manifestación uribista violenta (si el condenado hubiera sido Petro, ¿alguien duda de que el país estaría incendiado?). Y Uribe hubiera podido asilarse hace años. Su privación inmediata de la libertad, contraria a la jurisprudencia y a los criterios de ley, no solo demuestra sevicia, sino que busca impedir que pueda apoyar a sus candidatos en el proceso electoral.

En el juicio hicieron leña con el derecho probatorio. La sentencia se construye sobre inferencias y juicios subjetivos cuando no abiertamente cargados. Se basa en un testigo probadamente mentiroso y desmentido incluso por su padre y su hermano, valida pruebas alteradas y en las que no se preservó la cadena de custodia, desestima sin argumentos los testimonios y pruebas de la defensa, o y hace afirmaciones contrafácticas como que Monsalve conocía personalmente al Expresidente, aunque él mismo Monsalve reconoció que no, o que hizo parte del Bloque Metro. Para rematar hubo graves vulneraciones a los derechos humanos, entre ellos la aceptación de pruebas obtenidas ilegalmente o la violación a la confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente.

Preguntar por los motivos para enjuiciar y condenar a Uribe es indispensable. El juicio nace de la intención de Iván Cepeda, cuyo padre da nombre a un frente de las Farc, de vincular a Uribe con el paramilitarismo y de sus visitas a las cárceles ofreciendo beneficios a criminales para que declaren contra él. A su afán de sacar a Uribe de la política usando el sistema judicial se sumaron otros enemigos del Expresidente. El juicio es claramente la instrumentalización del sistema judicial para perseguir a los enemigos políticos. La actuación de la Suprema de entonces y de la Juez ahora, son la otra cara de la moneda: la politización de la justicia.

De manera que lo que debiera ser digno de aplauso, que en Colombia se juzgue por fin a un presidente, termina siendo, por el fin y por la forma, un oprobio para la justicia misma y para el estado de derecho. Bien lo dice Ferrajoli: «Un tribunal que pierde la apariencia de imparcialidad, pierde también su autoridad moral, y con ella, la fuerza del estado de derecho”.

Finalmente, la comparación inevitable. Petro, integrante de un grupo criminal que, entre sus muchos delitos, asesinó a once magistrados de la Corte y a otro centenar de ciudadanos en el asalto al Palacio de Justicia, es Presidente, y sus fechorías, las de entonces y las de ahora, están impunes. Y los de las Farc, responsables de miles de crímenes de guerra y de lesa humanidad, no solo no pagaron por ellos, sino que recibieron curules regaladas en el Congreso. Y, en cambio Uribe, quien los combatió y venció en las urnas y en los campos de batalla, y precisamente por eso mismo, es condenado en un juicio plagado de irregularidades y violaciones a sus derechos.

Rafael Nieto Loaiza

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