La política fiscal en Colombia se encuentra en un momento crítico, donde las funciones tradicionales del Estado, que provienen de la teoría económica keynesiana —como la asignación de bienes y servicios, la redistribución del ingreso y la estabilización macroeconómica— parecen estar en conflicto. La presentación al Congreso de la Republica de un presupuesto desfinanciado para 2026, respaldada por una ley de financiamiento que busca recaudar $26 billones, es un claro reflejo de una realidad que necesita ser abordada con seriedad y pragmatismo.
El contexto macroeconómico del país está marcado por el aplazamiento de la regla fiscal, lo que ha permitido un aumento en el gasto público, especialmente en el funcionamiento, generando dudas sobre la capacidad del gobierno para mantener sus finanzas en equilibrio. Para que las funciones de asignación de bienes y servicios y de redistribución del ingreso cumplan sus objetivos, es esencial que la función estabilizadora, que busca mitigar los ciclos económicos, esté presente.
La función asignativa del Estado, que promueve la eficiencia económica corrigiendo fallos de mercado, se ve amenazada cuando el gasto no es productivo. Si el gobierno destina recursos a transferencias que no generan un retorno social o económico, está desviando fondos que podrían ser utilizados para invertir en infraestructura, innovación o educación, que son fundamentales para el crecimiento y la competitividad. La capacidad del Estado para asignar recursos de manera eficiente depende de su habilidad para estabilizar la economía y mantener la disciplina fiscal. Cuando la función estabilizadora se debilita, la asignativa pierde su base.
No obstante, el gobierno ha puesto énfasis en la función distributiva con el fin de reducir la pobreza y la desigualdad a través de la expansión de subsidios. Sin embargo, la falta de una adecuada priorización, el bajo condicionamiento y la débil sostenibilidad fiscal de estos programas han mermado su impacto. La expansión del gasto social sin una adecuada focalización dificulta que los recursos lleguen de manera efectiva a las poblaciones más vulnerables, lo que a su vez limita su capacidad para cerrar las brechas de pobreza y equidad de forma efectiva. Esta situación plantea serias dudas sobre la habilidad del Estado para cumplir su rol de manera sostenible.
La distorsión entre la naturaleza de los subsidios y el concepto de honorarios es uno de los factores que contribuyen al desequilibrio fiscal actual. Los subsidios son transferencias directas con un fin redistributivo, diseñados para ayudar a quienes más lo necesitan. En cambio, los honorarios son pagos por la prestación de un servicio profesional, clasificados como gasto de funcionamiento.
La práctica de vincular a un gran número de personas mediante contratos de prestación de servicios, sin una evaluación rigurosa de su necesidad, ha generado la percepción de que esta figura se utiliza como una herramienta de gasto social indirecto. Esta ambigüedad limita el propósito del gasto público redistributivo y baja su capacidad para tener un impacto real en la reducción de la pobreza.
Cuando el Estado utiliza la prestación de servicios para transferir recursos a individuos que no se encuentran en situación de pobreza, el gasto social deja de ser un instrumento de equidad. En lugar de ser un mecanismo para cerrar brechas, se convierte en una vía para la asignación de recursos que no responde a criterios de necesidad, desviando fondos que podrían ser utilizados por las poblaciones que más los requieren. Además, afecta la transparencia y la rendición de cuentas, dificultando la evaluación de la efectividad de las políticas sociales.
El desbordamiento del gasto de funcionamiento, intensificado por la falta de una regla fiscal, presenta serios retos para la sostenibilidad fiscal a largo plazo. Un presupuesto en desequilibrio, que depende de una ley de financiamiento, añade presión sobre las finanzas públicas. Esta situación podría resultar en un aumento descontrolado de la deuda pública y, eventualmente, en la necesidad de implementar medidas de ajuste fiscal más drásticas en el futuro.
La relación entre el gasto público y la productividad es un tema clave en la teoría económica. Un gasto social bien dirigido puede potenciar la productividad al invertir en capital humano, mientras que un gasto que no fomenta capacidades productivas puede llevar a una dependencia del Estado. En este sentido, la confusión entre subsidios y honorarios puede dar lugar a resultados contraproducentes.
Si el gasto público se destina a transferir recursos sin un retorno en términos de productividad o mejora de capacidades, se está desaprovechando una oportunidad valiosa. La falta de un vínculo claro entre el gasto y el aumento de la productividad, tanto individual como colectiva, limita el potencial de crecimiento económico del país, convirtiendo el gasto público en una carga que no ofrece beneficios tangibles a mediano y largo plazo. El riesgo de un déficit fiscal persistente es la creación de un círculo vicioso: un mayor gasto público requiere más ingresos, lo que a menudo se traduce en aumentos de impuestos o en un mayor endeudamiento. Esta es la realidad actual.
El presupuesto nacional desequilibrado para 2026, sustentado en una ley de financiamiento y en la ausencia de la regla fiscal, agrava la confusión entre subsidios y honorarios en el marco de las funciones económicas del Estado. Para evitar un futuro de inestabilidad económica, es crucial que el gobierno aborde esta distorsión, reoriente el gasto con criterios de eficiencia y productividad, y evite comprometer la sostenibilidad fiscal del país.
Cesar Arismendi Morales

