BARRANCAS, LA TIERRA DE MIS RECUERDOS

Un viaje a los años 80, entre fiestas, tradiciones y la calidez de un pueblo que aprendió a crecer sin perder el alma

Yo no crecí en Barrancas, pero parte de mi infancia tiene allí su corazón. Vivía en San Juan del Cesar, y cada visita a la casa materna en Barrancas, La Guajira, era como entrar en un mundo lleno de encanto, tradiciones y esperanza. En los años 80, aquel pueblo era tranquilo, cálido y soñador. Sus habitantes, laboriosos y entusiastas, creían firmemente en el progreso. La ganadería y la agricultura eran sus pilares, y se respiraba un ambiente de unión y optimismo.

Octubre era un mes especial. El 12 se celebraba la festividad de la Virgen del Pilar, y era tradición asistir a la misa con mis padres y mis abuelos. Pero la verdadera fiesta llegaba el 13, cuando los Hermanos José Vicente y Herminio Berardinelli ofrecían su inolvidable celebración. A esa cita acudían personalidades de toda la región, y el pueblo entero se preparaba con orgullo para recibirlos. Todo esto ocurría en el marco del Festival y Reinado Nacional del Carbón, que llenaba a Barrancas de música, color, visitantes y alegría.

Desde Valledupar llegaban Tirso Maya, Crispín y Dámaso Villazón; de Fonseca, el recordado Andrés Medina y el doctor Morón; y desde San Juan, mis paisanos Rodrigo Lacouture, Santo y Rafa Giovannetti, junto con César Urbina. Todos eran recibidos por los patriarcas barranqueros: los hermanos Berardinelli, acompañados de Alfonso, Alejandro y Gonzalo Gómez, Camilo Solano y muchos otros. Aquellas reuniones eran una mezcla perfecta de amistad, negocio y tradición, donde se tejían lazos que impulsaban el desarrollo de la región.

Aunque era apenas una niña, recuerdo la emoción que flotaba en el ambiente. Desde las nueve de la mañana el whisky empezaba a correr, y en el traspatio los fogones ardían sin descanso desde la madrugada. El aire se llenaba de música: trompetas, clarinetes y porros que hacían vibrar la casa. Aún puedo ver a mis tías y demas damas invitadas, vestidas con su mejor lino, bailando al ritmo alegre de la banda entonando Arturo Garcia, o el Lirio Rijo, mientras el aroma inconfundible de la María Farine flotaba entre risas y palmadas.

Mientras tanto, yo jugaba con mis primos bajo la sombra de un gran palo de almendro frente a la casa. Corríamos hasta la esquina donde quedaba Telecom, y más de una vez regresaba con las rodillas raspadas, porque en aquel Barrancas las calles aún eran de piedra. En las tardes, salíamos todos a pasear por el pueblo en una vieja camioneta de vagón, riendo, saludando a los vecinos y sintiendo que todo Barrancas nos pertenecía un poco

¡Qué tiempos tan Felices!

Al día siguiente, la tradición familiar era ir al río, al Pozo de los Novios. Allí, mi papá, Gustavo Mendoza, me contaba que en ese mismo lugar se había enamorado de mi mamá, Cielo Berardinelli, la hija del patriarca Hermino. Cada historia suya era un pedazo vivo de esa Barrancas que tanto amábamos visitar.

En esa misma década llegó El Cerrejón, y con él, una nueva era para el pueblo. Las fiestas crecieron, las calles se pavimentaron, y el movimiento económico se hizo más intenso. Nació el restaurante Cactus, famoso por sus copas de helado, y el Hotel Iparú, el primero de su nivel en el sur de La Guajira. Se respiraba el cumplimiento de los sueños de aquellos barranqueros trabajadores que habían creído en el progreso de su tierra.

Hoy, cuando miro atrás, pienso que todos ellos —los que lucharon y soñaron por su pueblo— deben sentirse orgullosos. Barrancas sigue siendo tierra de gente amable, resiliente y generosa.

No se equivocó el maestro Carlos Huertas cuando cantó que “Barrancas es tierra amable” … Porque lo sigue siendo, en la memoria, en el corazón y en la historia.

Carmen Cecilia Mendoza Berardinelli

DESCARGAR COLUMNA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *