La democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones.
Esta actual y monumental definición proviene de un gran estudioso del mundo político, Adam Przeworski, cuando se le dio por escarbar en aquellos estados en los cuales las premisas del pasado sobre la libertad política y los derechos y obligaciones que la acompañan, estaban dejando una secuela de vacíos que los apartan de las bases tradicionales con las que convivimos un buen tiempo.
Suena curiosa esa afirmación, cuando estamos acostumbrados a ver que el objetivo fundamental de vivir en democracia es la lucha por presentar unas ideas frente a una ciudadanía electora y conseguir ganar en las urnas con argumentos, no con fusiles. Esos momentos se diferencian notoriamente cuando se trata de sistemas presidencialistas versus parlamentarios, toda vez que los primeros siempre deben optar por esperar hasta cuando se suceda el siguiente calendario electoral fijo para tomar decisiones de revocar o darle continuidad a un régimen, según su comportamiento en el gobierno, mientras que los avanzados parlamentarios acuden con una mayor agilidad democrática a la convocatoria a elecciones cuando las coaliciones gobernantes se debilitan y hacen inviable que sigan en el poder.
La verdad es que cada vez es más importante para la subsistencia de la democracia, como sistema menos imperfecto de regirse un estado, la posibilidad de la rotación en el poder, es decir, que ese gran prurito que significa detentar el gobierno no haga que los empoderados impidan la manifestación popular de sacarlos cuando no cumplen con programas de gobierno, cuando abundan en corrupción, cuando abusan de los encargos delegados por la gente o cuando convierten el ambiente en una gallera, más que en un ágora donde se debaten las mejores propuestas para que el crecimiento se acompañe de un equilibrio social.
Las transformaciones de las naciones se han vuelto unos mandatos inalcanzables. Por lado y lado del espectro ideológico. Mucho menos por los que se tildan de “centro”, que pellizcan un poco por acá y otro por allá para aparecer conciliadores, sin compromisos reales de lucha por los desfavorecidos.
Cuando fue derrotada la dominación de los países por la fuerza, al caer los regímenes de Europa este y la Unión Soviética saltó en pedazos sin necesidad de conflicto armado, el mundo pensó que respiraría democracia por largo tiempo. Liberalismo político y económico por doquier en occidente. Pero esos ya son viejos tiempos, y los modernos, los del siglo que vivimos, han visto florecer una decena de regímenes que, sin consideración a su ideología, actúan a base de sostenerse a toda costa al mando. Erdogan en Turquía, recientemente criticado con sarcasmo por Trump por su manera de “manejar” las elecciones, Orbán en Hungría, arrogante y atornillado a su solio, Putin, Modri, Jinping y, por supuesto los bananeros, algunos convertidos en narco-gobiernos. Mandan, aunque manden mal.
Ese panorama llevó al maestro Przeworski a soltar su visión que sirve de guía a nuestras notas de hoy, adobadas por la idea del histórico director de nuestra selección de fútbol Francisco Maturana de que perder es ganar un poco. Muchas críticas le llovieron por esta profunda afirmación, que se refería más a la experiencia que se gana cuando se pierde. Ya lo dijo Carlomagno: “Aprendí más de mi única derrota que de todas mis victorias”.
Pues ahora, perder y ceder el mando se ha vuelto el verdadero sentido de la democracia. Aferrarse al poder y quedarse parece ser una estrategia más fácil que dejar que la gente lo saque a punta de votos.
Los cambios que durante décadas han pretendido los partidos socialistas, que supuestamente debían ser acogidos con entusiasmo por la clase obrera, no consiguieron los respaldos populares esperados, por muchas razones. Entre otras, por el poco respaldo que la historia recoge sobre su comportamiento al llegar al gobierno, desfasados, impositivos y poco dados a modular las tareas reformistas. La verdad es que ningún régimen socialista ha llegado al poder con un respaldo popular tan amplio como para emprender esos cambios con plena vigencia democrática -otra vez Przeworski-. De ahí que las coaliciones que desarrollaron terminaron siendo útiles para ganar, pero obstáculos para gobernar. Y los llevaron a un espacio cenagoso, un barrizal de normas destrozadas, unas banderas rasgadas por la codicia partidista tradicional, incapaz de moldear otra forma de hacer política diferente a la que los lleva a roer cada hueso presupuestal.
Estos acuerdos con otros partidos también los llevaron al contagio con métodos non sanctos de echarse uno que otro billón en el bolsillo. Y se les está desbaratando todo, menos la gana de quedarse en el gobierno.
Como ven, es imposible no aterrizar esta teoría en nuestro patio, la mejor esquina de América.
Ahora, llegó la hora del miedo. De sacar a la calle los perros rabiosos del resentimiento social financiado por el estado, y hacer de cualquier motivo uno adecuado de inundar las calles y el esfuerzo ciudadano diario por trabajar con las consignas anónimas, encapuchadas con el desvío de propósitos cívicos.
Quieren acoquinarnos. Ponernos contra la pared de sus odios. Radicalizar el enfrentamiento electoral para sacarlo de las propuestas y llevarlo a solo protestas. Salvo que ahora deben protestar contra ellos mismos, que no han hecho lo que debían. Y los colombianos no somos bobos. Bueno, espero que no tanto.
Nelson Rodolfo Amaya

