Durante muchos siglos, las corrientes políticas han tratado de responder una pregunta esencial: ¿Cómo organizar la convivencia humana de manera justa? De esa búsqueda nacen las grandes ideologías modernas: la derecha, con su énfasis en la libertad individual y la responsabilidad personal; y la izquierda, con su promesa de igualdad y justicia social. Ambas, en su origen, buscaban el bien común, pero en su aplicación contemporánea han derivado en distorsiones que revelan más sobre el poder que sobre la virtud.
El filósofo Karl Popper (1945) advertía que las sociedades abiertas son siempre vulnerables a los profetas de la utopía: aquellos que, en nombre de la justicia, buscan rediseñar la sociedad entera según un ideal abstracto. Lo que comienza como un anhelo legítimo termina casi siempre en autoritarismo, porque para imponer la igualdad absoluta es necesario destruir la libertad individual. En contraste, Alexis de Tocqueville ya había observado que el peligro de la democracia no está en su debilidad, sino en su potencial de igualar todo (ideas, méritos, esfuerzos) hasta el punto de volver a los ciudadanos dependientes del Estado.
Durante las dos últimas décadas, gran parte de la cultura occidental ha transitado precisamente hacia ese resbaladizo terreno, donde la potencialidad de la igualdad se ha ido configurando. Lo que antes era una conversación sobre justicia se ha convertido en una cruzada contra la responsabilidad. Se promueve la idea de que el Estado debe garantizarlo todo: la educación, la salud, el éxito e incluso la felicidad.
El problema no está en reconocer la desigualdad, sino en creer que puede eliminarse por decreto.
El giro cultural de Occidente
Francis Fukuyama (2018) describe en su libro Identity cómo, tras el auge del liberalismo y la caída de los grandes relatos ideológicos, las sociedades occidentales comenzaron a definirse no por la búsqueda de la libertad, sino por la afirmación de identidades colectivas. Así, la política dejó de centrarse en los derechos universales para convertirse en una competencia por el reconocimiento de cada grupo. El resultado ha sido una sociedad fragmentada, polarizada, intolerante, donde el individuo (y su responsabilidad) desaparece detrás de etiquetas raciales, sexuales o ideológicas.
Esa fragmentación no se limita a la política; permea la cultura, la educación y el trabajo. En lugar de valorar el mérito, se promueve una suerte de igualitarismo emocional donde todo esfuerzo debe ser recompensado de antemano, y todo fracaso es culpa del sistema. Las palabras “inclusión” y “equidad”, en su origen nobles, se han transformado en instrumentos de uniformidad moral e imposición de pseudo-culturas. Lo paradójico es que, en nombre de la diversidad, se exige pensar igual.
Jordan Peterson (2018) lo explica con crudeza: cuando una sociedad reemplaza el mérito por la identidad, destruye el sentido de propósito que impulsa a las personas a mejorar. “No hay libertad sin responsabilidad”, insiste, porque la verdadera dignidad surge del esfuerzo, no de la victimización. Y sin dignidad, no hay crecimiento posible.
Con relación al plano económico, los efectos son igualmente visibles. Los países que adoptaron modelos de redistribución populista bajo el discurso de la igualdad han terminado atrapados en la paradoja de la pobreza permanente. Venezuela, alguna vez la nación más próspera de América Latina (la cual tuve la oportunidad de conocer durante su prosperidad y doy fe de la pujanza que se vivía en ese glorioso pasado que hoy solo es un recuerdo) se convirtió en un laboratorio del fracaso socialista: la nacionalización masiva de industrias, la eliminación de incentivos productivos y el control estatal de precios y divisas destruyeron la economía interna en menos de dos décadas. Argentina, atrapada en un ciclo de subsidios, proteccionismo y déficit fiscal, ha visto cómo cada intento de “justicia económica” termina en inflación, desempleo y desconfianza.
Pero el daño más profundo no ha sido económico, sino cultural. La idea de que el esfuerzo no paga y que el Estado lo resolverá todo ha erosionado el espíritu de superación colectiva. En lugar de ciudadanos libres, se forman masas dependientes. En lugar de innovación, se cultiva la queja. En lugar de mérito, se celebra la mediocridad.
“El espejismo de la igualdad dicta, que un individuo con alto desempeño puede trabajar al nivel de un mediocre, pero un mediocre no puede producir los resultados de un individuo de alto desempeño, es por eso que al igualarlos, la vara de medida hay que bajarla a su mínimo nivel”.
Juan M. Mendoza-Puccini
La paradoja del bienestar
Los modelos de izquierda prometen protección, pero su consecuencia no intencionada es la fragilidad. Cuanto más protege el Estado, menos responsables se sienten los individuos. Cuanto más se redistribuye, menos se produce. Y cuando la recompensa no depende del esfuerzo, la productividad se desploma.
Este fenómeno tiene su paralelo en las organizaciones productivas. Imaginemos una empresa que decide “igualar” a todos sus empleados bajo la lógica de la equidad absoluta. Nadie gana más que otro, sin importar desempeño, formación o esfuerzo. Nadie asume responsabilidades adicionales porque todos deben “sentirse iguales”. Con el tiempo, los más talentosos se frustran, los mediocres se acomodan y los líderes se ven obligados a decidir por consenso, temiendo ofender sensibilidades. El resultado sería inevitable: la empresa colapsaría bajo el peso de su propia buena intención.
Patrick Lencioni (2012) sostiene que la salud organizacional depende de tres pilares: claridad, responsabilidad y confianza. Cuando una empresa elimina la meritocracia, destruye los tres. Sin claridad sobre qué se espera, sin responsabilidad sobre los resultados y sin confianza en el liderazgo, la cultura se convierte en una parodia del colectivismo político: todos son iguales, pero nadie da resultados.
Una empresa gestionada bajo principios ideológicos de izquierda no podría sobrevivir en el mercado. Y, sin embargo, muchas sociedades occidentales están intentando hacerlo a escala nacional: regulando la competencia, penalizando la riqueza y recompensando la ineficiencia. El mismo principio que hundiría una empresa está hundiendo países enteros.
El espejo empresarial
Las organizaciones exitosas entienden que la equidad no significa igualdad de resultados, sino igualdad de oportunidades. Tratan a sus empleados con justicia, pero también con exigencia. Promueven la colaboración, pero valoran el rendimiento. Saben que la cohesión no se logra anulando las diferencias, sino integrándolas en un propósito común.
Como expresé en Trabajo al ritmo de la gente (Mendoza-Puccini, 2024), el futuro del trabajo no será estático ni uniforme; será dinámico, humano y profundamente significativo. Las empresas que prosperan no son las que reparten beneficios indiscriminadamente, sino las que entienden que cada persona necesita diferentes condiciones para dar lo mejor de sí. Lo mismo debería aplicarse a los Estados: no se trata de igualar a todos por abajo, sino de permitir que cada uno suba hasta donde pueda.
Y esa lógica no es nueva. En Constructores de sentido (Mendoza-Puccini, 2024), recordaba que las organizaciones que trascienden son aquellas capaces de convertir cada acción cotidiana en un eslabón de significado compartido. No hay propósito posible sin esfuerzo; no hay sentido sin contribución. Si una sociedad reemplaza el esfuerzo por el derecho automático a recibir, pierde su centro moral.
La empresa que distribuye recompensas sin medir desempeño se asemeja al Estado que reparte subsidios sin exigir productividad. En ambos casos, el resultado es la pérdida de sentido: empleados que trabajan por obligación y ciudadanos que viven del asistencialismo.
El equilibrio perdido
Ni la derecha ni la izquierda poseen el monopolio de la verdad y todo extremo o radicalización deriva en podredumbre. El equilibrio se encuentra en reconocer que la justicia no se alcanza suprimiendo la diferencia, sino garantizando las condiciones para que cada individuo florezca.
Popper (1945) lo resumió con precisión: “El intento de hacer el cielo en la tierra produce el infierno.” La utopía de la igualdad perfecta termina en uniformidad y represión. Pero la ausencia total de límites también degenera en abuso y desigualdad extrema. Lo mismo ocurre en las empresas: sin estructura, reina el caos; sin humanidad, se marchita la innovación.
La tarea, entonces, no es eliminar las tensiones entre libertad y justicia, sino administrarlas con sabiduría. El líder (político o empresarial) debe comprender que toda organización requiere cierta jerarquía, pero también propósito común. El desafío es lograr que la autoridad no se convierta en poder arbitrario, ni la colaboración en complacencia.
El filósofo Isaiah Berlin distinguía entre “libertad negativa” (ausencia de coerción) y “libertad positiva” (capacidad de autodeterminación). Ambas son necesarias. El error de las ideologías contemporáneas ha sido absolutizar una y negar la otra. La izquierda protege la libertad positiva, pero la convierte en dependencia. La derecha defiende la negativa (el derecho a no ser coaccionado) pero a veces olvida la responsabilidad colectiva. Una sociedad madura, como una empresa sana, necesita ambas en equilibrio.
Cuando el esfuerzo deja de tener sentido
El populismo económico se comporta como un mal gerente: promete más de lo que puede pagar, gasta lo que no tiene y culpa a otros de su ineficiencia. Se rodea de aduladores, desincentiva el pensamiento crítico y convierte las métricas de desempeño en propaganda. En ese sentido, muchos gobiernos populistas se parecen a empresas sin cultura organizacional: sobreviven mientras hay crédito o petróleo, pero se derrumban cuando deben competir de verdad.
En cambio, las empresas que perduran son aquellas que asumen la responsabilidad de sus decisiones, corrigen sus errores y confían en la iniciativa de su gente. Esa es la esencia de una sociedad libre. Cuando los ciudadanos se comportan como empleados pasivos esperando instrucciones, la democracia se convierte en una burocracia moral. Cuando se comportan como emprendedores de su propio destino, la libertad se fortalece.
No se trata de eliminar la solidaridad, sino de comprender que la ayuda más digna que puede ofrecer una sociedad no es un subsidio, sino una oportunidad.
Enseñar a producir vale más que regalar.
Motivar a pensar vale más que adoctrinar.
Construir autonomía vale más que ofrecer dependencia.
El rescate del mérito
Toda organización (Estado, Familia o empresa) se sostiene sobre una ley silenciosa: la relación entre esfuerzo y resultado. Cuando esa relación se rompe, la estructura colapsa. En una empresa, la falta de mérito destruye la innovación; en un país, destruye la esperanza.
Recuperar el mérito no es una consigna neoliberal, sino una necesidad moral. Significa devolverle al individuo la conciencia de que su trabajo tiene valor, de que su contribución importa. Una sociedad que valora el mérito no deja atrás a los vulnerables, sino que los inspira a salir adelante. Una empresa que premia el esfuerzo no explota, sino que motiva.
El mérito es la forma más justa de igualdad: aquella que reconoce el potencial de cada quien y lo impulsa a desarrollarlo. Sin mérito, no hay propósito; sin propósito, no hay progreso.
El arte del equilibrio
Una empresa saludable entiende que la cultura es su sistema inmunológico: la red invisible que protege, orienta y da sentido a las decisiones. Para mí, una de las verdades más ignoradas de las organizaciones es que la cultura no es lo que se escribe, sino lo que se hace. Lo mismo aplica para las ideologías: no se miden por sus discursos, sino por sus efectos.
El populismo ha reemplazado la gestión por la emoción, el análisis por el eslogan. Y así como una empresa que gestiona desde el sentimentalismo pierde rentabilidad, una sociedad que gobierna desde la demagogia pierde dirección.
El reto de nuestra época es rescatar el pensamiento crítico y la responsabilidad personal. La libertad sin responsabilidad produce caos; la igualdad sin mérito produce dependencia. El equilibrio entre ambas es lo que da estabilidad tanto a las naciones como a las organizaciones.
El futuro depende del individuo
Quizá la pregunta no sea qué modelo político debemos seguir, sino qué tipo de ciudadanos queremos y debemos ser. ¿Queremos ser empleados pasivos de un Estado paternalista o emprendedores de nuestra propia vida? ¿Queremos líderes que nos prometan igualdad o instituciones que nos garanticen libertad?
Las empresas lo saben: cuando cada persona asume la responsabilidad de su propio desarrollo, todo el sistema prospera. Pero cuando el sistema asume que debe sostener a todos, la carga se vuelve insoportable.
El mérito, la libertad y la responsabilidad no son ideas de derecha; son las condiciones mínimas de cualquier sociedad o empresa que aspire a perdurar.
El desafío es recuperar el equilibrio moral que hemos perdido: una justicia que no anule la diferencia, una libertad que no ignore al otro, una prosperidad que no dependa de la dádiva. Porque al final, como advertía Popper (1945), toda utopía que pretende liberar al ser humano termina por esclavizarlo. La verdadera liberación comienza cuando cada uno asume su propio destino.
Y esta, quizá, es la mayor lección que las empresas y sociedades pueden aprender:
“Nadie prospera esperando que otro trabaje por él”.
Referencias
Berlin, I. (1969). Two concepts of liberty. Oxford University Press.
Fukuyama, F. (2018). Identity: The demand for dignity and the politics of resentment. Farrar, Straus and Giroux.
Lencioni, P. (2012). The advantage: Why organizational health trumps everything else in business. Jossey-Bass.
Mendoza-Puccini, J. M. (2024). Constructores de sentido. Ojo Pelao’ Magazine.
Mendoza-Puccini, J. M. (2024). Trabajo al ritmo de la gente. Ojo Pelao’ Magazine.
Peterson, J. B. (2018). 12 Rules for Life: An antidote to chaos. Random House.
Popper, K. (1945). The open society and its enemies. Routledge.

