En la Colombia de hoy, donde la polarización ha sido rentable y la indignación un insumo electoral, las alianzas políticas parecen más un cálculo de supervivencia que un proyecto de país.
Esta semana, Luna, Cárdenas y Galán tres figuras que en otros tiempos representaron matices distintos del espectro político insinuaron una posible coalición rumbo a 2026. A ese movimiento se suman nombres como Vicky Dávila, Marta Lucía Ramírez, Peñalosa, Felipe Córdoba, Zuluaga y Palacios. En total, una decena de dirigentes que ahora exploran la posibilidad de unirse bajo el rótulo de “centro-derecha”. ¿alianzas a son de qué?
Porque si la política es el arte de sumar, no basta con agrupar nombres o recoger adhesiones estratégicas. La verdadera suma se logra cuando detrás de los pactos hay una visión compartida, un horizonte claro, y una coherencia ética que aguante el escrutinio ciudadano.
Hoy, sin embargo, la palabra “alianza” se ha vaciado de contenido. Se volvió un recipiente hueco donde se mezclan ambiciones viejas, cálculos apurados y pactos que nadie se atreve a defender de frente. Lo que antes significaba un acuerdo programático hoy es, demasiadas veces, un disfraz para esconder intereses personales; un atajo para llegar al poder sin pasar por el filtro más difícil y más noble de todos: la confianza ciudadana.
Peor aún, muchas de estas alianzas nacen del miedo, no del proyecto. Del temor a quedarse por fuera del juego, no de la convicción de construir un país distinto. Y ese origen arbitrario se siente, se percibe, se huele. Por eso el mensaje que termina filtrándose hacia la ciudadanía es profundamente cínico: “Nos juntamos porque solos no podemos ganar, no porque juntos sepamos qué hacer”.
Ahí está la fractura, el ruido, la incoherencia. Porque una alianza sin visión produce campañas sin alma; una coalición sin propósito produce gobiernos sin rumbo. Y Colombia ya vivió demasiado tiempo bajo la lógica del “quítate tú para ponerme yo”. El país está exhausto de pactos que solo buscan sumar votos, pero jamás sumar soluciones.
En La Guajira lo sabemos mejor que nadie: las alianzas sin ética han sido la puerta trasera por donde entraron los clanes, las improvisaciones, las promesas rotas. Aquí aprendimos a punta de golpes que unirse “para ganar” nunca basta. Lo que importa es unirse para transformar. Y eso es justamente lo que hoy escasea: liderazgo con propósito, acuerdos con visión, coaliciones que se atrevan a decir no solo para quién quieren gobernar, sino para qué.
En Riohacha, cada elección trae la promesa de cambio, pero cada alianza termina siendo más de lo mismo: burocracia compartida, cuotas divididas, y ciudadanos excluidos. Aquí, como en muchos lugares del país, lo que se necesita no es una alianza entre políticos, sino entre causas, entre regiones, entre generaciones.
La verdadera pregunta es: ¿alianzas para transformar o para sobrevivir?
Una palabra que nace del corazón de la incoherencia política en Colombia es precisamente esa: incoherencia. Prometer lo nuevo mientras se pacta con lo viejo. Hablar de cambio mientras se acuerda con quienes han resistido toda transformación. La incoherencia no es un error, es una estrategia. Y en La Guajira la conocemos bien: se ve en el agua que no llega, en la energía que cuesta el doble, en la educación que se terceriza, y en la corrupción que se recicla.
Pero no todo está perdido.
Colombia empieza a mostrar señales de madurez política. Las encuestas recientes reflejan una ciudadanía que ya no se deja seducir tan fácilmente. Casi la mitad de los colombianos no se identifica con ningún partido político, y el rechazo a los extremos es cada vez más evidente. La gente quiere menos discursos y más resultados; menos peleas y más acuerdos.
Y por eso este es el momento para una alianza distinta: una entre ciudadanos comprometidos, territorios olvidados y liderazgos que se construyen desde abajo.
Una alianza sin grandes maquinarias, pero con grandes convicciones. Una que no se firme en clubes sociales, sino en universidades, plazas y redes de confianza. Una que no busque cargos, sino causas.
Porque en 2026 no se trata de elegir entre dos males. Se trata de imaginar el bien posible. Un país menos gritón y más justo. Más técnico, más empático, más decente.
Desde La Guajira, soñamos con una Colombia que no se rinda a la incoherencia, sino que la desenmascare y le apueste a la coherencia.
Una Colombia donde las alianzas no se expliquen por los votos que suman, sino por los sueños que despiertan.
Una Colombia donde la política vuelva a ser un acto de sentido.
Y desde ya, en cada rincón del país, debemos hacernos una sola pregunta:
¿A quién sirve esta alianza? ¿Al país o al poder?
Porque de esa respuesta dependerá no solo el resultado del 2026, sino la posibilidad de que, por fin, este país se reconcilie consigo mismo.
Juana Cordero Moscote

