HUMILDAD, AUTOCONTROL Y CIVISMO: UNA ÉTICA DE LA VIDA EN COMUNIDAD

“No andar en busca de grandezas ni de cosas que superan la propia medida es una forma de sabiduría cívica.”

En un contexto social marcado por la aceleración, la competencia permanente y la sobreexposición del yo, resulta pertinente recuperar principios éticos que favorezcan la convivencia y el equilibrio personal. Ciertos textos clásicos, más allá de su origen religioso, ofrecen claves valiosas para pensar el civismo, la conducta pública y la responsabilidad individual. El Salmo 131, uno de los más breves de la tradición bíblica, puede leerse hoy como una reflexión lúcida sobre humildad, autocontrol y madurez moral.

El núcleo del texto propone un contraste entre dos actitudes humanas con claras implicaciones sociales: la soberbia y la humildad. Desde una perspectiva cívica, la soberbia se expresa en comportamientos que desbordan los límites personales y sociales: la búsqueda desmedida de protagonismo, la invasión de espacios ajenos, el desprecio por las normas comunes y la construcción de expectativas irreales. La humildad, en cambio, aparece como una forma de realismo ético: reconocer las propias capacidades y límites, aceptar el lugar que se ocupa en la comunidad y actuar con consideración hacia los demás.

Las sociedades funcionales se sostienen en individuos que comprenden su papel y lo ejercen con responsabilidad. Buena parte de la frustración colectiva surge cuando las personas persiguen posiciones, prestigio o trayectorias impuestas por la presión social, sin correspondencia con sus habilidades reales o su vocación. La educación ética en humildad no promueve la resignación, sino la lucidez: enseña a elegir con criterio, a evitar comparaciones estériles y a construir proyectos de vida coherentes.

El texto también cuestiona la obsesión por los primeros lugares, una actitud frecuente en la vida pública contemporánea. En términos cívicos, esta obsesión se traduce en abuso de poder, liderazgo superficial y conflictos innecesarios. La experiencia social demuestra que el respeto duradero se construye mediante coherencia, servicio y cumplimiento del deber. La autoridad moral no depende del cargo ni del reconocimiento inmediato, sino de la conducta sostenida en el tiempo.

Otro aspecto relevante es la crítica a la fantasía improductiva. Soñar forma parte de la condición humana, pero cuando la imaginación se desconecta de la realidad conduce a la inacción, al resentimiento y al desgaste personal. El civismo exige sobriedad: proyectos posibles, disciplina cotidiana y responsabilidad con el tiempo y los recursos. Las comunidades progresan cuando sus integrantes orientan sus esfuerzos hacia acciones concretas con impacto social verificable.

Uno de los aportes más significativos del texto es su énfasis en el dominio interior. La imagen de un individuo que aquieta su mundo emocional remite, en clave ética, al autocontrol, una virtud esencial para la convivencia democrática. La capacidad de regular impulsos, manejar la frustración y actuar con prudencia fortalece el diálogo, reduce la conflictividad y mejora la calidad de las decisiones públicas y privadas.

Finalmente, el texto concluye con una invitación a la confianza y a la espera activa. Trasladado al ámbito social, esto implica creer en los procesos, respetar los tiempos colectivos y sostener la esperanza en las instituciones y en la comunidad. Solo quienes han alcanzado cierto orden interior están en condiciones de orientar, liderar o educar con serenidad y credibilidad.

Leído desde una perspectiva ética y cívica, el Salmo 131 ofrece una reflexión vigente sobre integridad personal y responsabilidad social. Recuerda que la convivencia justa comienza por individuos sobrios en sus ambiciones, firmes en su autocontrol y coherentes en su conducta. Virtudes antiguas que siguen siendo fundamentales para la vida pública contemporánea.

 

Alejandro Rutto

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