Concentrémonos en pensar que un liderazgo es necesariamente aquella virtud tan especial en hombres y mujeres que conduce “a que las cosas sucedan, que las metas se cumplan, que se alcances los ideales”. Deberíamos quedarnos con la idea de que es propio de un líder el saber influir en la conducta de las personas; el poder guiar el trabajo hacia el logro de objetivos y motivar el interés de todos en la búsqueda de propósitos que unen y se enriquecen a partir del logro de metas comunes. Es propio de un líder, pues, el ser capaz de reconocer las habilidades con que cuenta cada miembro de su equipo para asegurar la correcta alineación en el trabajo y el compromiso de cada uno. Un líder “no manda”, en cambio inspira; tampoco se sienta a esperar resultados, sino que se coloca adelante para asegurar el esfuerzo colectivo de todos, y sabe que sólo con su ejemplo asegura el mejor resultado. Todo lo que no se ajuste a esta composición debería ser rechazado como inútil, inapropiado e inconveniente.
En todos los escenarios de la vida son necesarios líderes. Algunos serán muy buenos, como demasiado malos algunos otros, según sea su desempeño, todo depende de hacia dónde conducen sus decisiones y orientaciones, porque al fin que lo que importa es cómo las personas que asumen el liderazgo en los terrenos de la vida económica y política de un país o una comunidad “se imaginan y ejecutan las cosas”, bien sea para beneficio propio, bien para impacto y beneficio en los demás, lo cual abre de entrada una perspectiva de análisis muy interesante para estos tiempos presentes en los que casi todo se encuentra en crisis: crisis de Estado, crisis política, crisis de seguridad interna, crisis económica, crisis social, crisis ambiental, crisis energética, crisis climática, crisis fiscal, crisis institucional, crisis de sistemas públicos, crisis del esquema educacional, crisis del trabajo y el empleo…
Así de complejo es el asunto para alguien que dice estar dispuesto a asumir el liderazgo en un país que acumula síntomas graves en cada uno y más de los asuntos señalados. Quiere decir que hablamos de alguien que dice tener la capacidad de pensamiento – y en efecto lo demuestra- para entender, valorar, inducir y motivar, orientar y sincronizar en el trabajo, todas y cada una de las estructuras institucionales que deben comenzar a moverse sincrónicamente para corregir y remediar cada una de las situaciones de crisis, y ser capaz de lograr resultados en el corto plazo que constituye un período de Gobierno. Ese es el tipo de líder que debería ser elegido en la próxima contienda del 2026. Uno que, sin necesidad de caer en la alharaca y los extremismos retóricos, esté preparado para superar con su equipo de gobierno el mayor número de dificultades. Es cierto, porque si nos fuese dado el hacer, aquí y ahora, un llamado a la memoria, podría verse con pena extrema que la mayor parte de las situaciones de crisis que se enlistan aquí fueron previstas en su momento como asunto de interés para el líder de “el Gobierno del Cambio”, pero que no llegó a resolver ninguna, ninguna, y no lo hará en lo que le resta de tiempo porque ha demostrado ya que no sabe cómo hacerlo. No será, entonces, porque la propuesta “de Cambio” haya sido mala, o acaso inapropiada, sino porque el equipo de trabajo convocado resultó incapaz para hacerlo, afirmación ésta que compromete con prioridad al líder del equipo.
Debe notarse entonces que no es sólo cuestión de “metas y soluciones”, que por supuesto son necesarias para que los equipos der trabajo sepan para dónde deben ir orientados sus esfuerzos, sino de “avanzar” en la transformación de las condiciones de vida para bien de las personas. En eso consiste la mayor parte de la tarea de Gobierno. Es un trabajo sistemático para alcanzar todo “lo que es posible” dentro de lo que puede desearse o imaginarse desde la visión y propósitos que atesoran las gentes. El líder ha de capturar esos ideales para traducirlos en orientaciones de trabajo, de tal modo que los Organismos de Gobierno sirvan como instrumentos útiles para las tareas de transformación que deben hacerse evidentes en la medida que avanza el período de Gobierno.
¿Cómo elegir líderes idóneos en pleno ejercicio de una Democracia? ¿Qué tan sólida es una Democracia en un entorno taladrado por la corrupción?
Se sabe de dos grandes problemas que debe enfrentar cualquier hombre o mujer que haga ejercicio de un liderazgo político bien intencionado: la corrupción política y la corrupción administrativa. La primera tiende a debilitar el poder legítimo de los pueblos para elegir gobernantes, trasladando ese privilegio a manos de maquinarias políticas encriptadas al interior de los Partidos que se especializan en “ganar elecciones” y, como consecuencia directa, “mantenerse en el poder”. Así, una Democracia debilitada por maquinarias políticas deja de ser confiable para elegir líderes idóneos. Y es así porque siempre estará en el ambiente la posibilidad de que las mismas maquinarias corruptas se encarguen de “elegir” candidatos proclives y leales a las “torcidas políticas” que dan poder a los políticos que las integran. La segunda, que es la corrupción administrativa, debilita y destruye el aparato de Estado, de modo tal que todo ente político que llega al poder mediante prácticas corruptas buscará enquistarse al interior de la maquinaria estatal para hacer usufructo de los recursos que puedan quedar bajo su control y responsabilidad. Esa maquinaria corrupta no tolerará líderes idóneos que promuevan la “lucha contra la corrupción” y la hagan efectiva, porque podría darse el caso de aquellos organismos que, al recibir medicamentos destinados a contrarrestar determinadas enfermedades, desaten una reacción autoinmune que bloquee la acción del medicamento suministrado. Es decir, maquinarias que se inmunizan en la práctica ante cualquier acción correctora.
¿Entonces quién defiende a quién? ¿Es la Democracia la entidad que protege y fortalece el Estado, o viceversa? Una Democracia fuerte y saludable sería quizás la instancia que defiende y califica oportuna y adecuadamente la estructura del Estado y le mantiene libre de toda condición deplorable de corrupción, lo cual implica que habría de ser capaz de reaccionar de manera contundente desde las posiciones de poder para prevenir y enfrentar actos de corrupción, a condición de que fuese clara e inequívocamente capaz de elegir legisladores y jueces competentes para realizar un trabajo impecable de control político y acción legal, teniendo por pilar esencial la defensa de la Constitución y la observación oportuna y responsable de la Ley. La seguridad del Estado estará fundada, en consecuencia, en el trabajo que realizan los ciudadanos que hacen parte de las distintas posiciones de elección o designación democrática. En sentido correspondiente, sería un Estado idóneo y competente el aparato que ocupe de preservar para la Democracia las mejores condiciones para su aplicación, de modo tal que se asegure para todo ciudadano calificado los procedimientos para acceder libre y democráticamente a los cargos de elección y participación democrática que se van implementando al interior de la estructura del Estado, teniendo la seguridad que en el ejercicio pleno y libre de los Derechos está la mejor garantía para evolucionar hacia estadios de Paz sólidos y permanentes que aseguran la propia estabilidad del Estado.
Entendido lo anterior, bastaría con hacer funcionar la dinámica democrática bajo la inspiración y orientación de líderes debidamente comprometidos con los ideales de un Estado de Derecho limpio y libre de toda seña de corrupción. Se trata de nada distinto que un país en el que todos los ciudadanos, que harían parte de una inmersa diversidad de colectivos sociales, todos ellos orientados por líderes competentes, se reconocen activos frente a la realización de sus ideales políticos y resisten ante la adversidad, nunca por las vías de la violencia y la destrucción, como ha venido sucediendo por décadas en Colombia, sino por las rutas del trabajo constructivo y promisorio que han de llevar a la verdadera transformación de las condiciones que alteran la “vida buena” de los colombianos, quizás en los términos que hace tiempo imaginara Hannah Arendt en su bella obra <<La Condición Humana>>.
Así es como el debate fluido y leal entre todas las fuerzas sociales viene a convertirse en un formidable instrumento de trabajo para el fortalecimiento de la Democracia y del Estado. Es posible que unas y otras quieran encontrarse en distintos escenarios para que, sin la necesidad perversa del ataque mordaz y las amenazas de “destrucción”, se logre construir consensos que permiten el acercamiento y facilitan la unión, sin que sea obligatorio el resignar principios filosóficos y criterios que hacen doctrinas y modos de pensamiento diferentes. Para lograrlo, se requieren líderes realmente capaces que gocen de la capacidad de pensamiento necesario para identificar y potenciar las oportunidades de enlace y tengan la inteligencia necesaria para evadir las trampas ideológicas que suelen ser promotoras de conflicto y ruptura. De esa clase de líderes es que estamos hablando en este tiempo en el que se acercan unas nuevas elecciones. ¡Tal vez no se logre “la perfección” en ninguno de todos los casos de encuentro, pero qué bueno es poder acercarse a ella! Sólo en medio de tales claridades y bajo la batuta de líderes honestos, podrá entenderse que “es mejor encontrar las vías para el diálogo que acerca, que reúne, que derriba murallas, antes que buscar formas absurdas de negar y desaparecer al contrario”. Lástima que la presente campaña presidencial se vea grotescamente infectada de un deseo evidente de “eliminar al contrario”, vergonzosa imagen de quienes aspiran a ser elegidos.
Es en medio de esta discusión que se hace necesario pensar qué clase de Democracia y de Estado queremos, así como qué clase de demócratas somos, porque dependiendo de esa respuesta tenemos explicación para muchas de las actitudes políticas, bien sean buenas o malas, que tenemos al frente cada día. Probablemente salga de allí una claridad sobre el por qué se complica para algunos “la entrega pacífica del poder” y busquen con desesperación la forma de quedarse luego que se cumpla el período correspondiente de gobierno, o quizás el por qué para otros resulte inadmisible el que las fuerzas de izquierda aspiren a ganar un “segundo turno en el Gobierno”, sólo para dejar dos ejemplos de lo que se está viendo en el frenesí de la campaña actual.
La falta de diálogo y la negación del contrincante son el vector principal del discurso revanchista e incendiario, y obviamente de la retórica populista, que tanto se escucha por estos días en el debate presidencial que ya se calienta, y que contribuyen tan poco a la construcción de una Democracia fuerte y saludable. En sentido contrario, la narrativa del consenso, el acercamiento y la unión en torno a propósitos comunes que constituyen valores públicos esenciales, que es lo que las gentes desean en el fondo, es un camino más expedito hacia la construcción de identidades individuales y colectivas, que son la esencia que realmente fortalece la Democracia, todo en pleno ejercicio de los derechos políticos de los pueblos. Proceden entonces los discursos de líderes que logran atraer la motivación hacia ideales de país que comprometen el sentir y la esperanza de las gentes, mucho más que invitaciones a la confrontación, el rencor y el odio.

