El mismo día de su propia muerte, un poco antes del amanecer, cuando se despertó sobresaltado, el almirante Carrero tuvo un presagio extraño e indefinible por aquello que pudiese ocurrir durante la jornada con el orden público en el centro de la capital. Había pasado una de sus peores noches desde la tarde en que se juramentó como nuevo presidente del gobierno en el salón de ceremonias privadas del palacio El Pardo, acompañado por una pequeña comitiva compuesta por los altos funcionarios del régimen de Franco. Un sueño en dónde surgían de improviso, como amenazantes, desde una profunda caverna sumergida en la más absoluta oscuridad, las figuras fantasmales pintadas con sus pinceles por uno de los más eximios artistas del país durante los años crepusculares de su existencia.
Las imágenes macabras de los fusilamientos de los héroes anónimos en las calles madrileñas durante la guerra de independencia, lo hicieron levantarse de la cama un poco más temprano que de costumbre. Y después de habérselo contado con detalles a su mujer, aún en las penumbras de la madrugada, se tranquilizó mientras pensaba en la ardua tarea de esa mañana, cuando, según las predicciones de los expertos, se habrían de producir, en las afueras del palacio de justicia, aglomeraciones organizadas por las fuerzas anarquistas de la izquierda con ocasión del proceso en el cual se esperaba la condena de diez sindicalistas, en ese momento privados de la libertad, en la cárcel de Carabanchel por haber cometido el crimen de crear un sindicato paralelo al oficial, con el sugestivo nombre de Comisiones Obreras. En efecto, la madrugada no había sido tranquila para quienes tenían la obligación en sus manos de mantener el orden público en esas circunstancias.
Las furgonetas de la policía trasladaron a varios de los detenidos, escoltados en caravanas con sirenas ululantes, a fin de llevarlos temprano a las salas de audiencias donde comenzaría el juicio a las ocho de la mañana. Un poco antes de la nueve, el almirante alcanzó a comunicarse por teléfono con Carlos Arias, a fin de saber con plena certeza las medidas adoptadas por su despacho ese día para evitar los previsibles desórdenes de la turba enardecida por las acusaciones contra los sindicalistas entre los cuáles se encontraba Marcelino Camacho, quién por sus indeclinables ideas sobre la libertad de asociación se había convertido en una de las figuras paradigmáticas en los círculos obreros.
El ministro de la gobernación, encargado del orden público, tranquilizó a Carrero con una frase ambigua. Y colgó inmerso, él mismo, en las preocupaciones por los desmanes que con seguridad absoluta habrían de presentarse en los alrededores del palacio de justicia mientras estuviese en desarrollo la audiencia en la cual se juzgaría la conducta de los dirigentes obreros por la constitución de sindicatos independientes. El franquismo más ortodoxo mantenía en sus estructuras conceptuales la idea de un solo sindicato vertical, dirigido por la cúpula del movimiento único, reconocido por el Estado, al cual debían afiliarse las organizaciones de base. El código penal de la época consagraba como un delito de orden público la organización de sindicatos obreros, paralelos o en pugna con el reconocido en forma oficial. Y además establecía severas penas restrictivas de la libertad para quienes lo cometiesen en desafío abierto o lo intentaran en forma clandestina.
Idy Bermúdez Daza