Cuando una persona nos lastima es apenas normal que sintamos enojo, el cual es una emoción que, como cualquier otra necesita ser exteriorizada, el problema es cómo lo hacemos.
Un corazón dolido, puede reaccionar con ira y rencor; quien es agredido se cree con derecho de agredir y decir: “me lastimaste, te lastimo”, “tú me la hiciste, tú me la pagas”, así, las malas acciones de los demás terminan sacando a flote nuestros peores sentimientos.
Ser traicionados o humillados nos hace sentir un dolor profundo muy difícil de evitar, no importa a donde vayamos o de cuantas personas nos rodeemos, el dolor está ahí acompañándonos a donde quiera y con quien quiera que estemos, permitir que este nos domine es darle paso al pecado, conduciéndonos a hacer cosas que luego podemos lamentar, por eso debemos tomar como consejo lo que nos dice Colosenses 3:8, dejar la ira, el enojo, la malicia, la blasfemia y las palabras deshonestas.
No podemos convertirnos en las cosas malas que nos hacen, actuar apresuradamente y pagar mal por mal, es una espada de doble filo; podemos herir a otros, pero al tiempo nos estaremos hiriendo a nosotros mismos.
No es con ofensas o vengándonos que le daremos una lección a quienes nos han dañado. Seguir la prudencia y procurar la calma antes de reaccionar nos llevará a actuar de la manera correcta.
Buscar a Dios para que sea Él quien tome el control de todo, nos hará más fácil la tarea de controlarnos a nosotros mismos y evitaremos ser tentados por nuestra naturaleza pecaminosa, así le demostraremos a Dios que confiamos en Él y a los demás la fe que profesamos.
Drenar los sentimientos negativos no es tan difícil como parece. Salir a caminar, practicar un deporte, ir al gimnasio, hacer arte, leer un libro cualquiera, leer un pasaje bíblico, escuchar una prédica o ir a la iglesia, son actividades sanas que nos distraerán de lo que sentimos, evitarán que actuemos impulsivamente y por supuesto, agradaremos a nuestro Padre, al tiempo que nos da la sabiduría para saber cómo debemos proceder.
Ahora, si ya disté rienda suelta a esos sentimientos y te excediste en tu actuar, tampoco es sano que te llenes de culpa; como decimos coloquialmente, “no te des tan duro”, trátate con amor, daté la misma piedad y misericordia que le das al prójimo.
Muchas veces he escrito acerca de entender que los demás no son perfectos y pueden equivocarse, eso también aplica para ti.
A veces exigimos demasiado de nosotros mismos, está bien procurar hacer lo correcto, está bien esforzarte por tener una vida intachable e íntegra, pero somos humanos, frágiles e imperfectos, debemos entender que, bueno, solo es Dios, aunque eso no es excusa para ir por la vida haciendo el mal, no es menos cierto que esto también nos ayuda a comprender que somos falibles y podemos equivocarnos.
Ante los errores y una vez mitigado aquello que nos llevó a obrar mal, sea la tristeza, la angustia, la decepción o la ira, es normal que también llegue la culpa, lo que no es normal es darte látigos, pregúntale a Dios qué enseñanza hay detrás de tus equivocaciones, pide perdón si hace falta y reemplaza la culpa por acciones que te lleven a corregir lo que hiciste. Si no es posible corregir, si no te perdonan, al menos aprende la lección, rodéate de personas que te acerquen a Dios y te hagan un mejor ser humano; mantén presente que los sentimientos negativos son muy malos consejeros, que el mal no se paga con mal, que es mejor tener el corazón dolido que las manos sucias, que actuar conforme al mal que nos hacen también nos hace malos y que, perdonar y pedir perdón trae paz al corazón. Hecho lo anterior, es hora de PERDONARTE TÚ y volver a empezar, ahora más sabio(a), más maduro(a) y más espiritual, aunque quien no te quiso perdonar, piense lo contrario.
Confiesa tu pecado a Dios, que es fiel y justo, te perdonará y te limpiará de toda maldad (1 Juan 1:9).
Jennifer Caicedo