AL BORDE DEL LÍMITE FRONTERIZO: LA POLÍTICA Y LA SEPARACIÓN DE FAMILIAS

La historia está llena de conflictos entre estados, unos más poderosos que otros, por el dominio de ciertas zonas colindantes, ya sea por mera ambición de expandirse territorialmente, o bien porque las riquezas naturales de esas áreas les llamen la atención de manera particular. Algunos de estos conflictos han contabilizado décadas, incluso siglos, sin resolverse. Invasiones como la de Alsacia y Lorena, anexadas, desanexadas, según el imperio dominante del momento, se acompañan de muchas otras generadoras de roces y guerras, como la que vemos en Ucrania hoy día, más que vemos, sufrimos los que apenas empezamos a barruntar con curiosidad los orígenes de esta desavenencia armada de siglos.

Aterricemos el tema en este hemisferio querido, con algo tajante: La frontera entre Colombia y Venezuela debería medirse en necesidades de sus habitantes y no en kilómetros con los que desde la andinidad nos han acostumbrado a referirnos a ella.

El poder central no ha podido entender las verdades de esta vida particular; no se ha dado cuenta que no hay nada más vivo y activo que la frontera entre los dos países. Es como un órgano compartido por siameses, como un sistema respiratorio aparte, como una vida paralela, expósita durante toda la existencia republicana.

Por supuesto, no es un tema sobreviniente; toda nuestra historia se ha visto invadida por este sesgo. Bogotá y Caracas. Palacio de Nariño y Miraflores. Mientras tanto, los habitantes de Paraguachón y Paraguaipoa solucionan diariamente sus problemas sin percatarse si la frontera la “abrieron” o la “cerraron”. Lo propio hacen cucuteños y urueños, los de Puerto Carreño y Puerto Ayacucho, los de uno y otro lado del Arauca vibrador y del gran Orinoco. A ellos, ¿Qué les va o qué les viene lo que discutan los gobiernos? ¿Acaso podrán acceder a mejores servicios públicos, a bienes de consumo, mejorar la educación de sus hijos, tener salud decente, por un buen y fuerte abrazo de los presidentes de turno? La respuesta es demasiado obvia, sin embargo, la actitud de manejo del tema es con reiteración, absurda.

Los términos de intercambio comercial se dan con la espontaneidad con la que se han hermanado familias por uniones entre colombianos y venezolanos durante todo ese tiempo de divisiones políticas territoriales, al igual que las monedas de ambos países circulan sujetas a sus propias reglas de trueque. Pero esa realidad no es la que guía las decisiones de política internacional entre los países “hermanos”. Mientras se mueven bultos de arroz, azúcar, algunos litros de aceite de un lado al otro, según los precios que primen en el momento, los intereses de mayor tamaño impulsan una provisión de bienes y servicios a otra escala, ajena a la supervivencia de los vecinos, los verdaderos vecinos, cuya colaboración es mandatoria, a veces vista ilegal. Lo hacen por donde toque. Muchas veces por la “trocha”, cuando la soberbia del poder aprieta las relaciones comerciales masivas, por política, por narcopolítica, por moratoria en pagos, en fin, por todo aquello con lo cual se brincan las fronteras de la lógica para quebrar las urgencias de la vida en común sin prevenciones, auténtica y soberana, esa sí, de los que comparten los miles de problemas, no de millas, entre Colombia y Venezuela.

¿Aranceles? ¿Declaraciones y registros de importación o exportación?  ¿Inspecciones aduaneras? Son problemas de la ANDI, de CADIVI, no de la vida real fronteriza. Fronterizos parecen ser, ellos sí, los que maldicen de la trocha, como si la vida entre ciudadanos de frontera fuera ejecutada por reglamentos, tratados y acuerdos comerciales. Son reyes de burla de la realidad.

Unas acciones gubernamentales de buena trascendencia serían aquellas que facilitaran el entorno, que desarrollaran servicios comunes, que dieran luz, educación secundaria y universitaria de calidad, que respetaran sus derechos a la vida y al progreso en armónica colaboración entre naciones. Esa sería la verdadera revolución bolivariana.

Nelson R. Amaya

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