ANDRÉS CUESTA MÁRQUEZ Y LA MEJOR BIBLIOTECA DEL MUNDO

Desde muy niño sentí un respeto profundo, supremo, reverencial por las personas a las que les gustaban los libros.  Me los imaginaba en contacto cercano con la sabiduría, los homologaba con los personajes de las historias empastadas entre la portada y la contraportada y les atribuía una bondad semejante a la de los santos de mi libro de catecismo.

El señor Andrés Rafael Cuesta Márquez era uno de esos lectores inalcanzables para mis sueños infantiles de amigo de los libros. Su biblioteca poseía un número tan voluminoso de ejemplares que si se convirtieran en ladrillos habrían alcanzado para construir un edificio tan grande como el Maicao Juan Hotel, que era la mole de cemento más grande que habíamos alcanzado a conocer en la plenitud de nuestros diez años.

Noté además otro detalle no menor, la  presentación de cada libro era de una belleza singular. La gran mayoría contaba con empaste en tapa dura y no pocas habían sido ornamentadas con hilos de oro o finas hebras de plata. Alguien, me imagino yo doña Rosario su esposa, había organizado los anaqueles apegada a una simetría rigurosa de colores y tamaños en un enorme y lujoso estante fabricado por algún refinado carpintero de esos honrados y formados en el respeto a las concepciones artísticas de su oficio.

Cuando en algunas de las clases nos hablaron de la exuberante belleza y la amplitud de la Biblioteca de Alejandría, me imaginé que debía ser un lugar bastante parecido a la sala de la casa de mis amigos los Cuesta y recé esa noche para que nunca tuviera un final como el colosal centro de la cultura universal bautizada en homenaje a Alejandro Magno.

Mi cercanía con los hijos del señor Andrés  no me alcanzó para ser su amigo pero sí para adquirir la condición de ser su admirador secreto. En lo íntimo de mi ser reposaba un aprecio único y se construían las imágenes de un hombre feliz sentado en una cómoda mecedora, durante una fresca tarde de lluvia, disfrutando de horas de buena lectura y de una taza de humeante café recién preparado.

El dueño de la más bella biblioteca privada de nuestro pueblo se gestó en el vientre de la señora Delia Márquez, esposa de Jinés Cuesta. Nació el 16 de septiembre de 1924 en una calle tradicional de Riohacha, la ciudad que más colonizadores le aportó a Maicao en su etapa de crecimiento.

En los años de su juventud Andrés se desempeñaba como perito en joyas y relojería un arte de familia aprendido de los ancestros por varias generaciones.

En 1950 su olfato para el comercio y el espíritu aventurero lo llevan a emprender viaje hacia Maicao. En el floreciente pueblo de la frontera se desarrolla su espíritu emprendedor. Hizo varios viajes a Aruba, isla proveedora de Maicao, con fines comerciales.   Dichos viajes y sus emprendimientos no pudieron alejarlo de su vocación inicial de joyero, profesión que ejercía en un taller ubicado en casa.

En 1953 contrae matrimonio con una linda muchacha llamada Rosario Siossi López con quien había tenido amor a primera vista. Se juraron amor eterno y  fundaron una sólida familia en la que nacieron sus ocho hijos: Farid, Andrés Rafael, Harvi, Freda, Hernán, Eder y Omar Cuesta Siossi.

Para Andrés  “El Negro Cuesta” no había dicha y alegría más grande que ver nacer a sus hijos y sus nietos.   En su filosofía de vida la familia eran sus hijos y, por extensión, los hijos de ellos.  Dios le permitió cumplir el sueño de tener una casa grande, en la que se reunieran sus muchos hijos y nietos. La casa grande del barrio San Martín fue para él un remanso de paz y un manantial de enormes alegrías.

Además de su amor a la lectura tenía otras aficiones como las buenas tertulias y cantar en las reuniones con los amigos. Además, era un viajero incansable: a lo largo de su vida compró tiquetes para Curazao, Aruba, Venezuela y Panamá.

Desde 1954 cuando cumplieron su primer aniversario de bodas Andrés y Rosario celebraron una misa de acción de gracias, ceremonia que se efectuó por última vez en 2002 época en que el dueño de la biblioteca de mis sueños partió hacia la eternidad cuando contaba con setenta y ocho años de edad. Fueron cuarenta y nueve años y tres meses ininterrumpidos de amor y felicidad y se cumplió la sentencia del sacerdote que los casó y les auguró un matrimonio “hasta que la muerte los separe”.

¿Y la Biblioteca? Ahí está, ahora con más libros que antes, porque el periodista Harvey Cuesta Siossi es un lector tan bueno como su padre. A él, a la familia Cuesta Siossi y a los directivos de la cultura en Maicao y La Guajira, les propongo que la declaren patrimonio de la ciudad y lleve, por supuesto, el nombre de su fundador.

Mientras eso ocurre me refugio en la nostalgia de aquellos tiempos de la infancia en que pensaba que la Biblioteca de Alejandría era una colección de libros tan grande como la del señor Andrés Cuesta Márquez.

 

Alejandro Rutto

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