CARLOS HUERTAS GÓMEZ, “EL CANTOR DE LA NOSTALGIA” PARTE 2

A finales de 1964, se radicó en Palmira, Valle del Cauca, donde vivía su hermano Amílcar, quien para esa época ejercía su profesión en los ingenios azucareros como ingeniero agrónomo. Hasta allí llega con Marina Torres su compañera sentimental. Allí trabajó como chofer de su hermano. Dos años después, se trasladó a Bogotá donde nació su primer hijo Carlos Elías Huertas Torres. Junto al cantautor Wilson Choperena, conformó un trío musical, cuyo punto de encuentro fue Chapinero, en un lugar que luego fue conocido como la playa. Al regresar a la guajira se separa de Marina. Ya tenía en su haber musical varias obras compuestas, entre ellas, una ranchera que se encuentra inédita hasta la fecha, titulada “Paula”, “Nostalgia Fonsequera”, la misma en donde refrendó, que “cuando Julio y Leandro canta/sueñan con la tierra mía”, grabada por Las Universitarias y la que reiteró a los cuatro vientos, “yo me crie en una región/de verdes cañaverales/ de gemidos de trapiches y relinchos de caballo/ y de muchachas bonitas/cual tardes primaverales/tierra alegre de acordeón/de fiesta y riñas de gallo”, que sustentan unos “Hermosos Tiempos”, que junto al “Cantor de Fonseca”, en la voz gigante de Jorge Oñate con los hermanos López, le dieron una cedula real a la música vallenata y a sus intérpretes.

 En 1967 fue a Valledupar, a la inauguración del departamento del Cesar, donde estuvo presente Alfonso López Michelsen, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Rafael Escalona. Los Pavajeau Molina, Consuelo Araujo, Gustavo Gutiérrez, Hugues Martínez, Jaime Molina y Fredy Molina. Si bien es cierto, que el sonido de los acordeones de “Colacho” Mendoza, Alberto Pacheco y Ovidio Granados copaban el pedido de los presentes, hubo un momento en que la guitarra ejecutada por Carlos Huertas Gómez logró su protagonismo.

Todos quedaron atónitos con la forma como sus dedos recorrían las cuerdas y la música emitida por ellas, llenaban con agrado el espíritu musical, entre ellos, el de García Márquez y Cepeda Samudio. En medio de ese ritual musical, en donde el cantautor guajiro les explicó como “la música provinciana engendró lo que luego se conociera como vallenata”, además, cantó sus canciones hechas en diversos ritmos que viajaban facilito de un paseo, merengue, bolero, pasaje hasta llegar a la gaita, su ritmo predilecto. Después de escucharlo por más de una hora, el escritor Cepeda Samudio con un whisky en la mano, exclamó, “Carlos Huertas es el Matamoros del vallenato”.

Cuatro años después, decidió hacer un viaje de la Provincia a Maicao. Un anterior amor con quien tuvo un hijo, lo había dejado con las alas rotas. Al llegar a ese territorio fronterizo, en busca de una prima, tocó varias veces la puerta. Cuando ya creía que no había persona alguna en esa casa, una mujer joven de color canela y desconocida para él, le abrió levemente la puerta. Después de un breve dialogo se introdujo en la sala. No perdió el tiempo y después de preguntarle su nombre, supo desde ese instante, que Leila Larios Ríos, mucho menor que él, venida de un pueblo de Bolívar, podía ser la cura para un hombre que no le hallaba cotejo a su vida. Las serenatas empezaron a llegar, las cuales le dieron las fuerzas para mirarla de otra manera y que le hicieron pensar, que estaba frente a quien podía ser la mujer ideal para formalizar un hogar. Cada canción que salía de su voz y el arpegio sonoro de su guitarra hacia la labor propicia, para aquel hombre que cada vez que le cantaba, lo hacía con más amor hasta que una madrugada especial, no se aguantó y le declaró su amor, momento que los llevó a hacerse novios. Tan rápido como eso, después de un noviazgo breve, decidieron irse a vivir. No tenían casa, por lo que convinieron construir una a cuatro manos, en un terreno que ella tenía y como si fueran carpinteros o ebanistas expertos, formaron su nido de amor con hojas de zinc y cajas de madera vacías que quedaban después de desempacar el contrabando, lo que se convirtió con el pasar del tiempo y la llegada de sus hijos Lola, Lira, Carlos Gardel y Hugo Alfredo, en el acampadero propicio de un hombre que seguía siendo el mismo niño, quien aprendió los secretos de la vida y se hizo muchacho con la sabiduría que le brindaron los abuelos, pero que siempre contó con ella para aterrizar sus sueños, cuya virtud nómada la mantuvo siempre como un sello indeleble de la tradición errabunda de nuestros indígena. Allí organizó una agrupación de música en guitarra, al crear el trío “Tawara” con Antonio Salazar y Luis Soto, que en lengua Wayuu significa Hermano.

En una de esas correrías que era su patrón de vida, llegó a Santa Marta en busca de trabajo, el cual, al no salir, decidió darle paso a lo que siempre supo hacer bien, tocar su guitarra y llegar a los lugares de jolgorio y brindar su música. Con dos amigos más, músicos como él, se abrieron calle a calle con sus instrumentos en la mano. Al llegar a “La fuente azul”, un sitio de diversión, ofrecieron sus servicios. Un señor muy locuaz los invito a sentarse a que tocaran. Después de tocar varias canciones, entre ellas, Berta Caldera, Mis viejos, La casa y Hermosos tiempos, se le agotó el repertorio, hecho que lo llevó a decirle a quien los había atendido con gusto, que sus compañeros le podían cantar otro tipo de canciones, a lo se negó con un no inmenso y sentencioso, “a mí me gusta como toca su guitarra y canta esas canciones. ¿Usted no es de por aquí?, ¿De dónde es usted?, que tan bonito toca esa guitarra, esa parranda”.

Carlos Enrique decidió complacerlo hasta el cansancio, con la presencia de la madrugada, decidió retirarse al barrio María Eugenia donde estaba alojado. A pesar de haber llegado agotado por la jornada musical, despuntando el amanecer, decidió hacer la primera estrofa de su obra inmortal “El cantor de Fonseca”, que recoge el lenguaje de un extraño contertulio musical, que le prendió la chispa con sus alabanzas, las cuales fueron musicalizadas, al son de su instrumento inseparable, “Alguien me dijo de dónde es usted/que toca tan bonita esa parranda/ si es tan amable tóquela otra vez/quiero escuchar de nuevo su guitarra”.

Cada canción de este cantor de la nostalgia provinciana tiene su historia, que por muy alegre que esta sea, hay en lo profundo del alma del insigne creador, una carga adolorida que vuelve creíble lo que narra. Él es de esos creadores que interioriza texto y melodía y lo amarra de tal forma, que termina su obra siendo un cuento cantado. Sus recuerdos son unas preciosas imágenes, que a manera de bellos micro relatos, traslucen su impecable lenguaje que va impregnado en cada línea de su narrativa textual, que vuelve ese hecho pasado en una evocación que invoca su repetición. Ese “se me antoja que en Fonseca/anunciaba un acordeón/ la salida de la luna”, “cuando suelo recordarlo/suspira y me duele el alma”, o “cuando se toca un acordeón, titila el cielo/y sus leyendas se hacen más puras y gratas/entre los labios y la pluma de Consuelo/que hará sainetes de esta tierra vallenata”, es prueba que poco le interesó componer en serie o hacer cantos sin sentirlos, donde tuvo como herramienta principal el pasado lleno de una gratitud de su parte, pese a vivir tantos dolores que siempre lo azotaron.

Fue un aventurero, guitarrero y soñador. Se enamoró tantas veces como lo hizo con su canto y el robo consentido que le consintió su guitarra compañera, al construir un mundo de arpegios sonoros que le ayudaron a no ser acorralado por tantos momentos difíciles, los cuales nunca faltaron y que pusieron en jaque su estabilidad en todos los órdenes, que lo volvieron taciturno, desconfiado y siempre dado a perder por mucho que brindara su mano amiga. Su obra fue enajenada por quienes tuvieron la oportunidad de decidir sobre ella, ya sea en el cobro de sus derechos patrimoniales, en un concurso o cuando decidió hacerle un canto a un guajiro como él, a quien no conocía, que sirvió de bandera promocional para un momento difícil, que pasado el tiempo pudo entender.

Un día, en pleno festival vallenato, a orillas del río Guatapurí, mientras se bañaba, lo entrevisté, y entre lo mucho que me dijo, estuvo su posición frente a un canto que le hizo a un personaje de su tierra, que por razones de una nueva economía informal había logrado un connotado ascenso.  “Fue lo peor que hice en mi vida”, me dijo. “Muchos se lucraron de ese canto, menos yo. Los intermediarios hicieron su agosto”, sentenció.

De su vida amorosa poco habló, solía decir, que “el amor es bueno y los humanos lo dañan”. “Que no sabe qué mal hizo, pero nada le sale bien”. En él se encarna la vida de alguien que nació destinado para el sufrimiento. Su vida aventurera, con carácter fuerte, indomable e inestable y una nobleza de niño grande, estuvo presente siempre en su andar sin la fortuna que otros, sin tener su obra, lograron. Sus versos así lo testimonian, “ahora me encuentro triste/sin dinero y cariño/y tirado al olvido/por las que tanto quise”, donde siempre albergó la firme esperanza que “todavía se encuentran/corazones sinceros/ y no solo el dinero/es la dicha completa”.

No hubo pueblo de la guajira que no supiera de su presencia. Para él era fácil estar en el Abra, Cotoprix, Machoballo, Dibulla, Monguí, Galán o en un pueblo de Córdoba, Sucre o Bolívar. Unas veces viendo las peleas de gallo, carreras de caballo, o rememorando las faenas campesinas, donde los “gemidos de trapiche” hablan de una infancia agitada e invivible, siempre con su guitarra al pecho, dedicándole serenata a una enamorada en la Junta, que lo llevó a hacerle un verso merenguero, “esa es Marina Araujo/que es decente y es bonita/que tiene unos ojos brujos/y una charla que acaricia”, protestando en su “Documental Guajiro”, cuya voz nunca se desaliñó pero que no fue entendida por sus paisanos como debió ser, “y yo como buen guajiro/quiero sacar de la sombra/el puerto por donde vino/el acordeón a Colombia”, o llegar al pueblo que siempre le reclamó por no hacerle un canto de renombre, pero que él, con su melodía y pluma fina, les dejó su respuesta en su paseo “Iguana con maíz tostao”, donde reconoce que él “se mantuvo con maíz tostao y con iguana del ranchería” y un verso, que en el merengue “Lola la negra”, refleja su sentir por la tierra amable, “Música parrandera/le dediqué a Barrancas/le canto a Lola la negra/el hijo é Lola la blanca”.

Mientras las voces de sus paisanos llevaban y traían, “que Amílcar es profesional y vive bien” mientras su hermano Carlos Enrique, “con tantas canciones clásicas y ejecutar maravillosamente la guitarra, pasaba dificultades”, él decidió ponerle fin a una querella que nunca tuvo razón de ser y que entre los hermanos jamás se dio, pero que su musicalidad no podía quedarse quieta, hecho que lo llevó a descifrar los dos mundos que tenían, al decir, “Me pasé a la conclusión/es como ir del oro al cobre/él es rico y soy pobre/esa es la injusta razón”, “Pues él es adoctorado/y yo soy aventurero/soy trovador guitarrero/él es un señor letrado”.

La mayoría de la obra de Carlos Enrique permanece inédita. De las doscientas compuestas, solo sesenta obras han sido grabadas, muchas de ellas, como el paseo “El cantor de Fonseca”, que tiene 50 versiones. “Hermosos Tiempos”, “La Casa”, “Orgullo guajiro”, “Tierra de Cantores”, “Abrazo guajiro”, “Que vaina las mujeres”, “Al compás de una guitarra”, la gaita “La chinca”, y el son cubano “canto a la Guaira”, estas dos últimas grabadas en Venezuela por Betulio Medina y Canelita Medina, en el año de 1979. Varias de sus canciones han sido grabadas en diferentes países como Colombia, Venezuela, Puerto Rico, Estados Unidos, Ecuador, Perú y México entre otros.

Mientras se revive, por acción pasional del sentir humano una carta, que fue hecha hace más de cuatro décadas atrás, su realidad nunca cambió frente a su contenido y por ese lapidario verso que a manera de SOS, es la mejor despedida rebelde que haya podido hacer un hombre como él, que fue engañado, vilipendiado, subvalorado, incomprendido y resistido desde niño hasta los 64 que vivió “y de usted se despide un buen amigo/este compositor decepcionado/ que tiene que acudir a los amigos/que quieran y puedan darle la mano”.

Félix Carrillo Hinojosa

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