Un estado y una élite que se compadecen de todo el mundo, menos de los que pagan impuestos. Tenemos uno de los peores sistemas tributarios del mundo
Sobre la pérdida de competitividad de la economía colombiana por cuenta de los elevados y regresivos impuestos no se habla lo suficiente en el país.
La adicción a un estado grande, que obvio conduce a tener un estado grande, es compartida por todos los partidos políticos del país, motivados ante todo por la credulidad de creer que el estado y sus programas sociales son una herramienta adecuada para resolver todos los problemas sociales y que lo hace mejor que el mercado.
Pero detrás de esa credulidad acechan las motivaciones reales de la clase política. Más estado representa más fuentes de corrupción y de consolidación de su poder electoral. Más estado es una respuesta facilista a los problemas importantes del país que el mismo estado, en la mayoría de los casos, ha creado. Y para muchos, movidos por la bondad y la culpa frente a las desigualdades, más estado es una respuesta cómoda que permite diferir la responsabilidad de la solución en un tercero que de manera nebulosa, y sobre todo irresponsable, debe asumir la carga, así sea teórica, de resolver los problemas en un indeterminado futuro, pero que libera a este ciudadano de sus sentimientos de culpabilidad en el presente y le alivia de la carga de la realidad con la simple asunción de una postura.
Y, además de una larga galería de regulaciones que ahogan la iniciativa, agregan costos extraordinarios y empoderan a un estado corrupto e ineficaz, uno de los resultados lamentables de la credulidad de que el estado es mágico y todo lo puede, es el espíritu fiscalista. Este espíritu se basa en la premisa de que la sociedad puede y debe asumir una carga infinita de gravámenes para alimentar al estado glotón.
Y así vamos. El espíritu fiscalista nos deja varias décadas con una reforma tributaria más o menos cada dos años. Y estas reformas no solo son perversas por ahogar la economía, como decíamos al principio, sino por la implícita modificación casi que constante de las regulaciones, criterios y reglas, recreando y alimentando de manera constante la incertidumbre para el sector productivo.
Y la materialización de este espíritu fiscalista, soberbio, utópico y que ostenta a toda hora la supuesta superioridad moral de sus motivaciones para justificar sus infinitas exacciones, es el esperpento de la DIAN.
Ya sabemos y es el consenso de los técnicos, entre ellos la famosa comisión de expertos de la OCDE, que tenemos un sistema tributario macarrónico, regresivo, disperso e incluso contradictorio. Además, nuestro sistema fiscal, en su peripatética inestabilidad, se ha convertido en pasto de todo tipo de intereses especiales que se imponen con el lobby en el congreso y que refuerzan los negocios de los grupos y sectores que logran la capacidad de muñequeo en el gobierno de turno. El resultado es un caleidoscopio de distorsiones, favorecimientos, bloqueos y territorios protegidos que, al fin de cuentas, ya nadie entiende.
Pero la DIAN es la cereza del pastel. Interprete arcana de los constantes cambios de la legislación tributaria, su compromiso institucional parece estar centrado en complicar aún más el devenir de los responsables fiscales. Hoy cientos de miles de empresas y contribuyentes luchan, sufren y se angustian durante el año tratando de entender cómo se aplican las disposiciones y reglamentos de la DIAN.
En la incompetencia de la DIAN la solución es siempre nuevas resoluciones, que densifican cada día que pasa los criterios que debe aplicar el responsable fiscal.
Otro derrotero que prima en el desarrollo de la misión institucional de la DIAN es la de trasladar sus responsabilidades al usuario. Micro, pequeñas, medianas y grandes empresas dedican cada año fiscal más recursos propios (empleados, software y tiempo) en cumplir con sus obligaciones tributarias.
La transferencia de responsabilidad de herramientas de control al usuario y la generalización de captura de información que implementa agresivamente la DIAN está basada en el principio de presunción de la mala fe.
La presunción de mala fe obviamente no está limitada en nuestro país al tema de impuestos. Pero en él tiene una de sus peores expresiones. Claro hay evasión, contrabando, lavado de activos y ocultamiento de patrimonios. La más eficaz herramienta para combatir muchos de estos fenómenos sería bajar las tasas de tributación y reducir los costos de transacción (simplificar la declaración y pago), pero sugerir siquiera la reducción de tasas para hacer antieconómica la evasión es una premisa inaceptable para los fiscalistas. Al contrario siguen alegando que la carga tributaria sobre personas naturales y empresas debe aumentarse a pesar de los efectos perversos en nuestras agónicas tasas de crecimiento, la destrucción de nuestras industrias de valor agregado y la pérdida de competitividad en los mercados internacionales.
Así que prevalece la presunción de mala fe y se expresa en la generalización de controles, trámites y arandelas por opuesto a perseguir a los violadores de la ley con base en herramientas de big data y la investigación fiscal y a controlar la corrupción interna en la DIAN, que aumenta de manera exponencial a medida que aumentan los controles y supuestas talanqueras a la evasión. Es el mundo al revés.
Para controlar la evasión jodamos a todos en lugar de perseguir a los bandidos. Un émulo de lo que hace nuestro estado en casi todas sus misiones esenciales como la justicia.
Y mientras tanto un sector productivo, que ya carga con los extraordinarios costos laborales, la inseguridad prevalente, la mala calidad de la mano de obra prácticamente analfabeta y la obsesión reguladora del estado, tiene que cargar con la presunción de mala fe, expresada con soberbia y desprecio por la DIAN que considera que va a encontrar una ‘pedagogía’ para convencer a los colombianos que se dejen sojuzgar por un estado incompetente y corrupto que, además, fracasa en casi todo lo que hace.
Es hora de cambiar y frenar a los fiscalistas y burócratas de la DIAN y liberar de cargas y cadenas a nuestro sector productivo y a la libertad de empresa. Llevamos demasiado tiempo aceptando este estado caro pero malo.
Enrique Gómez Martínez