COCINA, ECONOMÍA Y MORAL

No siempre quien tiene un tradicional puesto de cocina o un pequeño restaurante se ve motivado en su actividad por el simple afán de lucro. Algunas personas aman su oficio y ven en la cocina una vocación incontenible de servir a los demás. Se unen de esta forma la expresión metafórica del altruismo y el acto concreto de servir y proveer alimentos a otros seres humanos. Abundan, en contraste, los fríos, pero exitosos empresarios de la comida que no valoran las dimensiones históricas, estéticas y ontológicas de esta. Su único contacto con la cocina es el de los informes contables que derivan de su aprovechamiento.  Todo esto lo traigo a colación porque quiero contarles la historia de alguien que no ha querido enriquecerse con el quehacer culinario.

En Riohacha, cerca del cementerio central, se elaboran los mejores pastelitos de pescado del país. Quien los hace, el protagonista de esta historia, se llama Juancho Cuento y, de verdad, esto no es un recurso literario ni un cuento. Juro por la Virgen de los Remedios que se llama así, o al menos todos le llaman así. El solo hace cincuenta pastelitos cada tarde. Son elaborados con masa de maíz pilado y rellenos de un exquisito salpicón de pescado tierno cuya fórmula solo él conoce. La estrecha ventana de oportunidades para adquirirlos se abre cerca de las seis y se cierra unos minutos después de las siete de la noche. Las filas de los vehículos de alta gama en donde van sus ansiosos consumidores pueden alcanzar las dos cuadras. No obstante, algunos de ellos no obtendrán el producto deseado porque estos se agotarán con la compra de quienes llegaron primero. Esta escena se repite a diario y deja a muchos clientes frustrados. Un empresario paisa le propuso comprarle mil pastelitos diarios pero el rechazo la oferta, Está solución puede parecer fácil: aumentar la producción y así expandir el número de consumidores con lo que obtendría mayores utilidades, pero el dueño de este puesto de fritos se niega con obstinación indomable a aplicar esta fórmula que corresponde a una lógica del mercado.

Este tipo de comportamientos puede ser encontrado en otros puestos de cocina. En un antiguo barrio de marineros de esa ciudad se elaboran deliciosas arepuelas de huevo con masas anisadas y dulces. Los compradores llegan en las primeras horas de la mañana y deben esperar su turno. Sin embargo, el orden de llegada no determina la entrega del producto. Los vecinos, amigos y conocidos, considerados compradores habituales con alto grado de fidelidad, recibirán primero las arepuelas. Los turistas o extraños quienes son considerados clientes ocasionales con un menor o ningún grado de fidelidad deberán esperar.

Lejos de caer en la fácil tentación de descalificar estas conductas debe comprenderse la lógica subyacente que orienta estas prácticas aparentemente antieconómicas. Algunos vendedores privilegian el ámbito de lo pequeño frente a la oportunidad de aumentar la escala de su producción que le ofrece el mercado. Existe una economía moral de las multitudes como lo observó el historiador Edward Thompson quien investigó la historia social del siglo XVIII en Inglaterra. Este autor buscó entender las confrontaciones entre una innovadora economía de mercado y la economía moral de las multitudes a partir de una ética y una moral fundamentadas en los códigos de la vasta y rica cultura popular. En ella se fija la barrera entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo aceptable y lo intolerable.

Algunos dueños de puestos de cocina en barrios tradicionales de las ciudades o en pequeñas poblaciones rurales otorgan en sus transacciones un peso significativo a las relaciones de reciprocidad con sus vecinos, parientes y conocidos. Se guían por nociones informales de justicia y se perciben a sí mismos como prestadores de un servicio social dirigido tanto al abastecimiento de su localidad como a la protección colectiva frente al hambre y la escasez. Las propuestas de cambiar la escala de su producción las ven como una exigencia de mayor esfuerzo físico a sus cuerpos y más horas de sacrificio individual. Ello quizás aumentaría sus utilidades, pero al costo de cambiar sus vidas y reducir el tiempo destinado a su propio sentido de la felicidad.

Weildler Guerra Curvelo

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