DE LA DEMOCRACIA A LA DEMOCLASTIA

Ningún mundo se escapa a la percepción de que la democracia, como está, no satisface las necesidades de la comunidad y menos las de los individuos. Parece más bien un potro desbocado que genera un círculo vicioso, una fuerza centrífuga, hacia la Democlastia, una forma que propongo de llamar el deterioro de la vida en común.

Cuando la rotación de las fuerzas políticas que llegan al poder se sucede con demasiada brusquedad y frecuencia, cuando cada que llegan quieren cambiar todo lo que orientó su antecesor, cuando enfrentan problemas nuevos con estrategias viejas, muchas veces desuetas y arcaicas e inapropiadas, quien primero resiente el verdadero viraje es el ciudadano del común, aquel cuyo presupuesto familiar se afecta notoriamente cuando los servicios de salud, educación y transporte público alteran sus costos por políticas públicas sobrevinientes luego de cada elección. Pero no es el único que sufre la tormenta iconoclasta adanista. El empresario, cuyos ingresos el gobierno no garantiza pero sí grava, debe acudir al análisis de sus cargas tributarias, de las alzas caprichosas en aranceles y otras distorsiones del mercado producidas por “ajustes indispensables” del régimen y padece a su vez la pesadez de las sacudidas gobernantes. Igual en España, Estados Unidos o Argentina, la voz del elector se pone ronca de tanto pedir que lo volteen a mirar cada vez que se sientan a legislar.

Por todo ello, la destrucción de la capacidad popular para tomar decisiones políticas y, más bien, el hecho de que se vea fuertemente afectado por ellas, aborda la necesidad de hablar de deterioro del pueblo, de Democlastia.

Ensayemos una definición.

Democlastia es la serie de acciones o de hechos propiciados por el hombre que afectan de manera determinante la existencia de su vida en sociedad, en un ámbito global, en una región o un estado en particular. Se sucede cuando las condiciones propias de la democracia, es decir, las libertades políticas, las de libre empresa, las de libre opinión, las de libre movilización y otras que dan sustento a la democracia, se acumulan y atentan contra el propio pueblo. Se refuerza el concepto cuando también aparece una voracidad de desistitucionalizar, bien mediante la supresión de aspectos mejorables, pero de buen funcionamiento, o de incorporación de estructuras que afectan el normal transcurrir de la vida en sociedad.

Son las personas y las comunidades en las que viven quienes están en juego, como consecuencia de la volatilidad de las políticas de gobierno que los rigen. Las avanzadas veloces de las fuerzas populistas, la consolidación de algunos regímenes absolutistas y los sorprendentes cambios en las pacíficas latitudes del hemisferio norte, por causa de los nuevos apetitos por droga y las migraciones incontrolables, muestran un horizonte poco despejado para la sana convivencia. No se escapa de estas sacudidas sociales el sentir de que la democracia como está puede llegar a tender tanto a una realidad de abuso como a una de progreso y equilibrio social. No hay desorden, solo una incongruencia.

Por supuesto, no se trata de propiciar teorías conspirativas ni alimentar los letreros callejeros que anuncian el fin del mundo. Pero sí se trata de hacer pensar alrededor de unos eventos que suceden con relativa frecuencia en varios lugares, a veces coincidentes, otras veces aislados, por los cuales las posibilidades de superar el fango que enloda la vida comunitaria misma se observan inciertas, oscuras, incluso inevitables.

Colombia en estos momentos, brilla en su Democlastia. El verdadero liderazgo del gobierno Petro es ese: el de apuntar a la destrucción de la sana convivencia entre el empresariado, a quien tilda de abusivo y explotador, y las instituciones de gobierno; el de propiciar la revisión de las entidades organizadas por la Constitución, o permitidas por ella, para incorporar cuerpos de decisión que cree que lo favorecen, con el llamado a conformar fuerzas populares de reacción. Amén de la macrocefalia del poder gubernamental con ánimos de financiar del presupuesto nacional todo lo divino y lo humano que asome a consideración del democlasta en el palacio de Nariño.

Con el reconocimiento de la guerrilla armada y narcotraficante de su influencia en las elecciones regionales y cuando los vemos otorgando permisos de tránsito dentro del territorio colombiano, como si gobernaran en ellos, no creamos que es una simple actitud permisiva: es el otorgamiento presidencial de un territorio a unos grupos enseñoreados en el Cauca, Nariño, Meta y otras partes de la geografía colombiana, para que lo acompañen a sostenerse en el poder, sin respeto futuro por las normas establecidas por mecanismos democráticos hace ya más de treinta años.

Es la Democlastia por excelencia. La torcida manera de incendiar un país a punta de hacerle la venia a lo ilegal, con excusas de rebeldía.

Todo esto sucede en vísperas de unas elecciones regionales, cuyo resultado no vaticina nada bueno para los denominados progresistas. Ojalá la acumulación de gobernantes sensatos en las grandes, medianas y pequeñas ciudades, demuestren esa vocación democrática nuestra. A ver si compensamos la actitud del gobierno nacional actual por destrozar todo, bueno o malo, que se haya construido durante años.

Será dura la tarea de quien suceda a Petro. Recomponer las hilachas institucionales, pasar al tablero la reeducación de la actitud de la gente por el trabajo y no por la vida subsidiada, reencauzar la organización presupuestal para activar la inversión privada responsable, ausente a lo ilegal, requiere bíceps titánicos. Veremos quién se le mide. Seamos exigentes en otorgarle ese mandato a alguien preparado, visionario y ejecutivo en 2026.

Desde la orilla del Caribe me pregunto: Ya que sabemos tanto de la Franja de Gaza, ¿Conocemos los corredores de la droga en Cauca y Nariño? No sabemos quién es el Gobernador del Cauca, pero sí quien es Netanyahu.

Nelson R. Amaya

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