¿DEMOCRACIA DIRECTA O POPULISMO INSTRUMENTAL?

“Su mayor virtud radica en que permite traducir en términos concretos la voluntad general, acercando el poder a la base social”

La consulta popular ha sido tradicionalmente concebida como uno de los mecanismos más genuinos de participación ciudadana. Su espíritu es claro: permitir que el pueblo tome decisiones sobre asuntos de especial trascendencia nacional o local, cuando los órganos representativos no logran canalizar de forma eficaz la voluntad popular.

Sin embargo, en los últimos años, este instrumento ha sido objeto de una creciente politización. La consulta popular ya no es solo una herramienta democrática, en algunos casos se ha convertido en un recurso retórico e instrumental, usado por actores políticos para legitimar decisiones anticipadas o evadir las reglas del juego institucional.

La Constitución Política de 1991 consagró el mecanismo como uno de los pilares de la democracia participativa. A diferencia del referendo, la consulta no se orienta a aprobar o rechazar una norma jurídica, sino a responder a una pregunta formulada por el Ejecutivo, que requiere respuesta del electorado. Según el artículo 20 de la Ley 1757 de 2015, puede ser nacional, departamental o municipal, siempre y cuando verse sobre un asunto de competencia de la respectiva entidad.

A nivel teórico, busca empoderar a la ciudadanía y dinamizar la toma de decisiones públicas. Su mayor virtud radica en que permite traducir en términos concretos la voluntad general, acercando el poder a la base social. Empero, su creciente utilización -muchas veces con fines electorales- ha generado controversias sobre su verdadero impacto y validez democrática.

Un caso emblemático fue la consulta anticorrupción de 2018. Aunque obtuvo más de once millones de votos, no alcanzó el umbral necesario para ser vinculante. No obstante, reflejó un mandato ciudadano claro que terminó frustrado por la falta de voluntad política del Congreso de la República. Ese episodio mostró las limitaciones prácticas del mecanismo, aunque es legalmente vinculante si supera el umbral, políticamente puede convertirse en un clamor sin consecuencias si el aparato institucional no actúa en consecuencia.

Recientemente, hubo propuestas de usar la consulta popular para temas estructurales de política pública -como la reforma laboral-. En teoría, nada impide una consulta sobre temas constitucionales, pero el problema no es jurídico, sino político y democrático: ¿puede un Presidente de la República recurrir a la consulta cada vez que encuentra obstáculos en el Congreso o en la Corte Constitucional? ¿No estamos ante un intento de saltar la deliberación representativa bajo el ropaje de la soberanía popular?

La consulta, cuando se desnaturaliza, corre el riesgo de transformarse en una herramienta plebiscitaria, en donde se reduce la complejidad de una reforma a una pregunta binaria. La ciudadanía termina votando no sobre el contenido de fondo, sino sobre su simpatía con el gobierno de turno. Esto puede derivar en una falsa ilusión de democracia directa, donde el voto popular se convierte en un cheque en blanco para decisiones poco debatidas, con escaso rigor técnico y sin contrapesos institucionales.

Además, en contextos de alta polarización, las consultas pueden ser divisivas y tóxicas para el debate democrático. En vez de construir consensos, profundizan las grietas entre bandos políticos, reducen el diálogo público a insultos y emociones, y entorpecen la gobernabilidad.

La democracia necesita participación, sí, pero también necesita canales estables de deliberación y representación. El riesgo de gobernar a punta de consultas es terminar debilitando el sistema representativo que da estabilidad a las decisiones colectivas.

Esto no significa que la consulta popular deba eliminarse o despreciarse. Todo lo contrario, debe fortalecerse como herramienta legítima de decisión popular, pero dentro de reglas claras y con criterios de oportunidad, racionalidad y deliberación. No puede ser una válvula de escape frente a las frustraciones del poder Ejecutivo, ni un atajo para evadir la discusión legislativa. Tampoco puede ser usada como arma política para dividir, polarizar o imponer agendas personales.

La verdadera democracia participativa no se juega en la frecuencia de las consultas, sino en la calidad del diálogo social que las precede. Consultar al pueblo debe ser un acto de responsabilidad colectiva, no una estrategia coyuntural. De lo contrario, lo que se presenta como una forma de empoderar al ciudadano puede terminar debilitando los mismos fundamentos del Estado de derecho.

Roger Mario Romero

DESCARGAR COLUMNA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *