Tenía sólo 12 años cuando tomé la determinación de “volarme” de la casa del Dr. Eduardo Núñez Palmera, un acreditado médico y cardiólogo donde yo vivía como pensionado en Barranquilla. Su esposa, Doña Carlota Botero de Núñez, era una distinguida dama de la ciudad de Medellín, quien tenía la natural disposición de amabilidad personal y sagacidad comercial que identifica a las personas de la región antioqueña.
Hacían una pareja normal ante los ojos del mundo, pero en realidad habitaban la misma casa sin dormir en la misma alcoba. Sin embargo, era una familia de buenas costumbres y allí llegué por los buenos oficios de la prima de mi padre, Lucy Ariza de Romero, quien en calidad de vecina había convencido a Doña Carlota que me permitiera vivir en su casa, a pesar de su preferencia por pensionados del sexo femenino.
Apenas había vivido un mes y medio en la casa de la familia Núñez Botero y yo sentía que no podía soportar aquel tormento infinito que significaba vivir de manera tan opuesta a lo que era mi vida hacía apenas un par de meses. Mi madre había viajado conmigo para instalarme como estudiante en Barranquilla y una vez ella consideró que yo estaba “bien”, entonces emprendió el regreso a San Juan del Cesar, un pueblo ubicado entre las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta y el piedemonte de la Cordillera Oriental, en el norte de Colombia.
Para entonces, mi vida de pueblerino había cambiado de manera drástica y ahora era un estudiante del colegio “Liceo de Cervantes”, uno de los más prestigiosos de Barranquilla, en lugar de estudiar en el “San Juan Bautista”, donde las ventanas desnudas no conocían las persianas, el patio no tenía límites y el llamado colectivo a los estudiantes se hacía con el sonido que producía el golpe seco, repetido y fuerte de una barra de hierro sobre un disco de arado que, a manera de campana, colgaba de una de las vigas de madera del techo del corredor.
Ahora vivía en una casa que tenía un olor distinto de la mía y compartía con una cantidad de gente que en ese momento me resultaba extraña. La comida era muy diferente a mis costumbres, pero esta diferencia se hacía más notoria en las mañanas. De manera abrupta había dejado de desayunar chicharrón con arepa, chinchurria con bollo limpio, hígado con yuca, huevos con choriza, carne molida, arepuelas, bocachico guisado, arepa de queso, suero y otras singularidades de la cocina provinciana cuya añoranza ya empezaba a producir en mi ánimo los primeros vacíos.
Llevaba más de un mes desayunando exactamente lo mismo: huevo, pan y jugo de naranja. Todo me parecía diferente. El modo de hablar de la gente, los espacios de la casa, los atardeceres melancólicos y hasta tenía la percepción de que el aire que respiraba no me pertenecía. Mis nostalgias las mitigaba llorando solo en cualquier momento del día sin que me vieran, pero con más ahínco durante 10 minutos dentro del baño todas las mañanas.
Yo tenía asignado el primer turno y disponía de 20 minutos para usar el baño, de los cuales invertía 10 en llorar a moco tendido para desahogar mi alma de niño atormentado por la ausencia de mis padres y hermanos. Cada día que pasaba era una repetición exacta del anterior y la rutina de las mañanas ayudaba a ratificar esa percepción. Por eso un día cualquiera resolví empezar a darle forma a un rudimentario plan de fuga.
Comencé primero por calcular la cantidad de dinero que necesitaba para volarme. Aunque no sabía exactamente cuánto, porque desconocía el valor del pasaje en bus, me pareció que sesenta pesos era una suma suficiente. Esa era la cantidad que tenía guardada con mucho sigilo, producto del matalotaje que mis parientes cercanos me habían dado antes de salir de San Juan y lo que había ahorrado en el tiempo de mi estadía en Barranquilla. De modo que el asunto del dinero estaba resuelto.
El siguiente paso sería escoger la fecha, aunque en la práctica cualquier día resultaba lo mismo, pues el plan diseñado era simple: Tomaría un taxi en la estación del Parque Venezuela, cerca de donde vivía, le pediría que me llevara a “Brasilia”, luego compraría el tiquete hasta Valledupar y una vez en Valledupar, que era territorio conocido, entonces tomaría una buseta hasta San Juan. Eso era todo. Allá debería llegar en horas de la tarde.
Duré más de dos semanas con los sesenta pesos en el bolsillo, listo para emprender el viaje, pero el miedo me paralizaba cada vez que creía que ya estaba listo para la aventura. La decisión la tomé el tercer lunes de marzo de 1971, tal vez porque el amanecer de los lunes tenía la capacidad de revolverme con mayor intensidad la nostalgia por mi casa.
Pero ese lunes resolví jugármela toda y cuando salí del baño, después de la llorada de costumbre, la decisión de ejecutar el plan de fuga estaba tomada. Preparé mi maletín con el uniforme de educación física y con los libros y salí como cualquier día de clases. Mi primo Javier Romero Ariza me esperaba religiosamente en la puerta de su casa, pues yo vivía media cuadra antes, y juntos emprendíamos todos los días la caminata hasta el Colegio, la cual nos tomaba unos veinte minutos.
Ese día Javier estaba en su lugar de siempre y cuando me vio pasar en dirección opuesta me preguntó a gritos para dónde iba. Yo le respondí también en alta voz: “Ya vengo, voy a la esquina y regreso enseguida”. Iba temblando del susto, pero me serené y abrí con decisión la puerta trasera del único taxi que a esa hora permanecía al lado de la caseta de la estación. Le hablé con voz firme al taxista y le dije: “Buenos días Señor, por favor, lléveme a Brasilia”.
El taxista me miró sereno pero sorprendido por mi intrepidez y de inmediato preguntó: “¿Y usted piensa viajar sólo?”. “No, allá me voy a encontrar con una tía”, le mentí. Inmediatamente abrí mi maletín y me puse a ordenar las cosas, en un intento por mantenerme alejado de su interrogatorio impertinente. El taxi emprendió el viaje por toda la carrera 44 y por esta ruta llegamos al centro de la ciudad, donde estaba la estación de buses de la compañía “Brasilia”.
Le pagué seis pesos por la carrera y me bajé a toda prisa. Aunque no sabía el horario de salida de los buses, era de suponer que a las 7 de la mañana habría alguno con destino a Valledupar. En efecto, alcancé a divisar un letrero que decía “Valledupar” y me puse en la fila correspondiente. Afiné el oído para tratar de escuchar de alguien el valor del pasaje, pero no pude colegir una cifra.
Cuando llegué a la ventanilla casi no alcanzaba con la vista al dependiente, y aunque las piernas me temblaban, saqué firmeza en mi voz para decir: “Un pasaje para Valledupar. ¿Cuánto cuesta?”. Había diseñado la pregunta con el valor al final de la frase para tratar de conducir la respuesta del empleado a un número y evitar una posible inquietud sobre mi acompañante, pero mi estatura y contextura corporal no me favorecían para pasar como adulto. Mi estampa de niño se evidenciaba en la distancia y la pregunta tan temida resultó inevitable:
“¿Usted va a viajar sólo?”
“Si”, respondí esta vez con la verdad y con firmeza.
También había planeado esta respuesta, porque resultaba arriesgado mentir ya que me hubieran podido condicionar la venta del tiquete a la llegada de la supuesta persona mayor que viajaría conmigo. Así que me llené de valor y contra pregunté:
“¿Cuánto es que cuesta el pasaje?”
“Treinta y siete pesos”, respondió el empleado.
Entonces saqué el dinero del bolsillo, pagué, recibí el cambio, confirmé el número del bus con el aviso que decía “Valledupar” y lo abordé de inmediato. Eran las seis y cuarenta y cinco de la mañana y el bus estaba programado para salir a las siete. Esperé en silencio tenso con el corazón latiendo a toda prisa, pues yo tenía el temor de que Lucy Ariza hubiera adivinado mis intenciones y cada vez que una persona abordaba el bus, yo no descartaba que fuera ella, quien inmediatamente me bajaría del bus con una orden perentoria confirmada por el dedo índice de su mano de hierro y su voz altanera.
Yo sabía que esa posibilidad estaba descartada porque mi plan, aunque rudimentario, no tenía absolutamente ningún testigo. Mucho menos Javier, a quien seguramente se le habría escapado algún comentario que habría llegado a los oídos de Lucy. Sin embargo, el terror de que ella apareciera de repente en el bus no se me quitó sino a las siete y quince de la mañana cuando el bus salió de la estación del centro de Barranquilla rumbo al embarcadero del Ferry para atravesar el Río Grande de la Magdalena y tomar la carretera con destino a Ciénaga y luego a Valledupar.
A pesar de que Lucy ya no podría subirse al bus, el fantasma de ella me perseguía y constantemente miraba por la ventanilla en busca de su camioneta Chevrolet, y me alegraba que no hubiera por allí ningún carro parecido al de ella.
(Continuara…)
Orlando Cuello Gámez